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Sobre ilusiones y utopías

Fuentes: Revista Cruce

¡Así que la aspiración a una sociedad sin clases o la promesa bíblica de una Nueva Jerusalén acabaron siendo utopías de ilusos! Pero, ¿a quiénes les conviene que aceptemos dócilmente este veredicto? Es bastante desolador comprobar el éxito de la campaña posterior a la caída del muro de Berlín en contra de toda ilusión, toda […]

¡Así que la aspiración a una sociedad sin clases o la promesa bíblica de una Nueva Jerusalén acabaron siendo utopías de ilusos! Pero, ¿a quiénes les conviene que aceptemos dócilmente este veredicto? Es bastante desolador comprobar el éxito de la campaña posterior a la caída del muro de Berlín en contra de toda ilusión, toda utopía, y una furibunda a la vez que cínica aversión en contra de los sueños en general. Y es curioso porque aparentemente los que más vociferan contra las ilusiones son los que nunca las tuvieron. Después de la derrota del comunismo soviético, los que más lamentaron su «fracaso» fueron los que lo habían combatido en nombre de un socialismo puro.

 

 Cuando la teología de la liberación (aparentemente otra ilusión) fue declarada muerta, Gustavo Gutiérrez, una de sus figuras epónimas, respondió con un sarcasmo: «¿Muerta? A mí no me invitaron al entierro».

Por otro lado, llaman la atención las protestas actuales contra la política conservadora del papado romano. En su mayor parte, estas protestas vienen de personas ajenas a la iglesia o que nunca creyeron que esta institución fuera capaz de adaptarse al momento histórico. Me parece que quienes alegan contra el anquilosamiento de la curia podrían encontrar fácil salida a su descontento haciéndose luteranos o episcopales si es que esto realmente les fuera a ayudar.

Las iglesias y los partidos políticos no son parte inocente de este general desánimo. Después del lamentable compromiso histórico entre las religiones y los poderes terrenales, no se podía esperar que la iglesia ortodoxa rusa o la católica española fueran homenajeadas y recibidas con gratitud por el leninismo o la república. Como espacios de esperanza, habían sido un desastre.

Cuando Freud escribe El futuro de una ilusión refiriéndose a las religiones desde el totemismo hasta las versiones más contemporáneas, su preocupación mayor es la salud de sus pacientes y de la humanidad en general. Ve que la inevitable «desilusión» los arroja al tormento de la neurosis que es aún peor que la amenaza de ningún infierno. Después apareció un Jung que vio muchos de nuestros sueños enraizados en un inconsciente colectivo que los legitimaba como definitorios de la identidad de la especie humana, independiente de categorías como las de verdadero o falso.

Es cierto que la palabra «ilusión» ha sido usada en la mayoría de los casos en su acepción negativa de engaño, mentira, falsedad. Sin embargo, su origen etimológico nos remonta al latino «ludus» que significa «juego». Y todos sabemos que los juegos no son ni verdaderos ni falsos. Como se diría en lógica simbólica, ‘no es el caso’ de que lo sean. Es natural que las personas ajenas a cualquier especie de juego consideren que constituyen brutales formas de engaño. Pero no es así realmente para quienes participan como jugadores o como espectadores. Sería una ruindad tratar de persuadir a jugadores de fútbol como Leonel Messi o Radamel Falcao que todo lo que ellos hacen es una mentira y que sus goles no son sino mercancía. En este deporte, todo tiene su lógica interna, su peculiar verdad, incluso los errores de los árbitros.

Un amigo mío de mis tiempos en Nueva York, agnóstico convencido (perdón por el oxímoron), solía ir todos los domingos al servicio matinal de la Catedral Episcopal San Juan el Divino, y me confesaba que lo hacía porque durante la Eucaristía, sobre todo durante la partición del pan bajo el estrépito de un órgano que simulaba las trompetas celestiales, sentía la real presencia de Dios. El éxtasis se le pasaba a la salida del templo, pero en ningún caso eso lo consideraba una desilusión. Quedaba energizado porque había vivido toda la maravilla de una ilusión.

Hay que reconocer que muchas ilusiones se cumplen. Cuando los sabios hebreos del Talmud discutían qué irían a hacer si las casas volaran, estaban viviendo una locura intelectual que ahora nos provoca a risa; pero muchas de las observaciones que ellos hicieron entonces se aplican hoy a la aeronáutica. Incluso el sueño tan ridiculizado de los alquimistas de transformar cualquier metal ordinario en oro resulta que ahora, gracias a los descubrimientos de la química, aunque improbable no es teóricamente imposible. Sólo basta disponer de la tecnología para hacerlo, cosa de todos modos difícil de que ocurra por razones prácticas: como consecuencia de ello el oro perdería su valor de cambio y la economía tendría que afrontar la difícil tarea de encontrar otro patrón para recuperar su solidez. Hasta ahí llegarían los sueños de Ron Paul.

Muchas ilusiones en nuestra vida y en la vida de la humanidad se han hecho realidad. La ilusión que yo tuve a los quince años se hizo realidad diez años después, y aunque no terminó tan bien como yo hubiera deseado, no por eso lo estimé como desilusión. Mientras duró, fue un disfrute pleno. Las ilusiones pueden ser amores, y como los verdaderos amadores saben… todos los amores son eternos. Como dice William Blake en una famosa cita, es como vivir la eternidad en un minuto, o como escribe Oscar Hahn: «y quizás el amor no es más que eso: / una mujer o un hombre que desciende de un carro / en cualquier estación del Metro / y resplandece unos segundos / y se pierde en la noche sin nombre».

Las ilusiones son como heraldos del futuro. Para un teólogo católico como Jean-Luc Marion, equivaldrían a íconos que apuntan (como agujas góticas) hacia lo divino. Así, los ídolos (los santitos milagrosos), aunque carecen de valor intrínseco, sirven de señeros en el camino hacia un poder superior posible, y si esto lo entiende así el suplicante tendrían toda la legitimidad propia de íconos. Consideramos las ilusiones como nuestro derecho humano a sentir el futuro como promesa: la noción de que lo mejor que nos puede suceder todavía no ha sucedido. Es la sustancia de la esperanza: la evidencia de que hay un mundo por venir y que no hay razón para cerrar sus puertas y mirarnos el ombligo o, peor, el trasero. Vivimos en un tiempo abierto hacia el futuro y así lo explica elocuentemente Hans Reichenbach en su libro póstumo La dirección del tiempo especialmente cuando estudia el complicado problema de la predictibilidad. Y también sabemos que el futuro, como el tiempo y el espacio, están en continua expansión delante de nosotros. Las ilusiones, las utopías son, pues, nuestras guías de viaje.

Debemos recordar, además, el uso que la palabra «ilusión» tiene en las religiones hindúes, especialmente desde Shankara (circa Siglo VIII), lo cual suele asociarse con las reflexiones teológicas de Meister Eckhart. La percepción colectiva de la luz transformándose en flor no implica que las flores sean irreales. Son tan reales como la luz. La posibilidad de que el universo entero sea una ilusión no puede descartarse frívolamente: si esto fuera así, probablemente no notaríamos la diferencia; estaríamos como inmersos en un maravilloso sueño cósmico.

Más aún, el concepto de lo numinoso propuesto por Rudolf Otto en su clásico libro Lo santo, de cara al misterio y la grandeza del universo, nos transporta al espacio de una divinidad ilusoria. La noción de uncanny (unheimlich) en El ser y el tiempo, de Martin Heidegger, es el resultado de la ansiedad existencial de «no sentirse en casa», de perder el sentido de lo familiar, y nos impele a enfrentar lo desconocido. El lenguaje mismo se transforma en esa casa todavía deshabitada, esperando un ser que todavía no ha advenido, pero que se convoca. ¡Qué más alta ilusión que esa!

La poesía a lo largo de su historia ha evolucionado desde la simple imagen descriptiva a la comparación, la metáfora, la alegoría y el símbolo hasta llegar a esos pronunciamientos enigmáticos de T.S. Eliot, César Vallejo u Octavio Paz. Testimonio de esta riqueza espiritual de las ilusiones lo ofrece ese abundante tesoro de escrituras heredadas del pasado, algo que atesoramos no sólo por su belleza sino por su poder de sugestión e inspiración.

Lo que me sospecho es que esas espléndidas visiones creadas por nuestros antecesores son nuestro mayor derecho a ocupar un lugar privilegiado en el devenir de la naturaleza. La tentación a asumir que ellas tienen un origen trascendente es difícil de resistir. Pero la verdad es que la realidad de ese origen es algo que carece de toda relevancia porque la ilusión se alimenta de su propia eficacia.

Los románticos supieron que el amor es más intenso cuando emerge de un deseo imposible, de una ilusoria y desesperanzada fantasía cuya única posibilidad de llegar a hacerse efectiva deriva de la imprevisibilidad misma del transcurrir del tiempo. Como afirma Leonardo Boff en Saber cuidar, la humanidad no puede vivir sin utopías. La alternativa sería un mundo mezquino y ruin. Según él, las utopías conforman la «condición humana fundamental».

En último término, ilusiones y utopías no son más que lo que todas las religiones han dado en llamar «gracia divina». Si esa gracia es trascendente o inmanente, a los ilusos los tiene sin cuidado.

Algunos libros aludidos:

Sigmund Freud, The Future of an Illusion (Norton, 1989; 1a.ed. en alemán: 1927)

Oscar Hahn, Versos robados (Madrid: Visor, 1995)

Jean-Luc Marion, God Without Being (U of Chicago P: 1995; 1.ed. en francés: 1982)

Hans Reichenbach, The Direction of Time (Dover: 1999; 1a.ed.: 1956)

Natalia Isayeva, Shankara and Indian Philosophy (SUNY Press: 1993)

Rudolf Otto. The Idea of the Holy (Oxford: 1928; 1a.ed. en alemán: 1917)

Martin Heidegger, Being and Time (HarperSanFrancisco: 1962; 1a.ed en alemán: 1927), H 188-190 and passim

Leonardo Boff, Essential Care: An Ethics of Human Nature (Baylor UP: 2008; 1a.ed. en portugués: 2000)