Los debates agrios tienden a generar posiciones enconadas. Las posiciones enconadas anulan los matices, lo que conduce irremediablemente a la simplificación. Y la simplificación a la caricatura. Es el sino de la izquierda y puede que de cualquier colectivo humano en el que se confronten distintas posturas. Quizá la izquierda carga con una dosis particular […]
Los debates agrios tienden a generar posiciones enconadas. Las posiciones enconadas anulan los matices, lo que conduce irremediablemente a la simplificación. Y la simplificación a la caricatura. Es el sino de la izquierda y puede que de cualquier colectivo humano en el que se confronten distintas posturas. Quizá la izquierda carga con una dosis particular de acritud en sus debates por las condiciones en la que estos se han desarrollado históricamente. La represión, la ausencia de espacios útiles o la derrota son condicionantes que a veces nos han impedido ser lo suficientemente justos a quienes luchamos por la justicia. Sin embargo, la discrepancia y la confrontación de ideas son indispensables para la superación más o menos enriquecedora de cualquier debate.
Estamos ante un debate necesario, tal y como evidencia la incapacidad manifiesta de la izquierda transformadora para organizar el sufrimiento de la clase trabajadora y los sectores populares ante la crisis y la globalización. Sin embargo, no es especialmente novedoso, pues la relación dialéctica, compleja y contradictoria entre lo «material» y lo cultural en sentido amplio ya fue estudiada por el propio Marx, así como por aquellos marxistas que pusieron el matiz en el «momento subjetivo» como Gramsci o Lukács, o más adelante los culturalistas como Stuart Hall. De la misma manera, y partiendo del reconocimiento de nuevas complejidades, la conflictiva relación entre la izquierda y los nuevos movimientos emergentes también fue analizada tanto desde posiciones marxistas como posmarxistas. Manuel Sacristán y Ernesto Laclau son, respectivamente, dos buenos ejemplos de ambas posiciones.
Ningún debate puede darse por zanjado de manera escolástica, pues la realidad concreta somete a todo (y a todos) a una permanente revisión. Sin embargo, para evitar retrocesos cabría tener en cuenta algunas enseñanzas que a modo de síntesis se extrajeron de discusiones anteriores, pues aunque las grandes aportaciones revolucionarias están vinculadas con la ruptura con los esquemas caducos, existe un hilo rojo en permanente enriquecimiento que debe ser tenido en cuenta. La mayoría de las críticas a la diversidad señalan limitaciones correctas y parten de análisis más o menos correctos, pero su interpretación puede suponer un retroceso hacia una izquierda tosca que en vez de intentar comprender la complejidad de la realidad que le supera, la esconde debajo del sofá. Si eso ocurre, la salida lógica e inevitable será la nostalgia paralizante.
Hace unos meses se generó un interesante debate sobre la izquierda y su deficiente relación con la «clase obrera». Aunque se escribieron artículos lúcidos desde distintas perspectivas un tiempo después queda la sensación de que, más allá de señalar un problema relativamente obvio, no se superó un falso dilema caricaturesco de dos posiciones que a mi juicio son igual de erróneas y en buena medida son las dos caras de una misma moneda. Ahora puede sonar raro, pero se llegó a debatir si la clase obrera era «buena» o «mala», es decir si era tan racista como los líderes a los que parecía apoyar o si escribía poesía.
Una posición «intermedia» (marxista) podría entender que somos seres sociales y por tanto no tenemos cualidades o defectos innatos en nuestro ADN. Al final somos el resultado de un proceso de socialización en el que influye la cultura en sentido amplio y en el que las condiciones materiales siempre están presentes, pero sin «determinar nuestra conciencia» como sugiere la mala traducción marxista, pues si así fuera el capitalismo no existiría al menos desde 1929. Como se ve de manera fantástica en Pride (Matthew Warchus, 2014), los mismos obreros británicos que reciben entre insultos a los gays y lesbianas del LGSM semanas después marchan junto a ellos tras un proceso de socialización y hermanamiento. De eso se trata.
Por otra parte, en todo momento parecía que se debatía sobre una clase obrera caricaturizada en el obrero de cuello azul. Sin embargo, el capitalismo no permanece inmutable, de hecho su capacidad de pervivencia depende en buena medida de su habilidad de adaptación. Esto significa que en 2018 las contradicciones del capitalismo adquieren una mayor complejidad que hace un siglo, por ejemplo, sin que esto signifique que la historia llegara a su fin, que no existan las clases sociales o que el capitalismo pueda ser derrotado con un giro lingüístico.
Lo que significa es que hay factores como el desarrollo tecnológico, la complejidad de la división del trabajo, los nuevos ropajes de explotación o los cambios en la estratificación social derivados del llamado Estado de bienestar ineludibles para entender que la clase obrera vende su fuerza de trabajo de diversas formas, tiene múltiples estéticas y diferentes culturas políticas. Tampoco podemos olvidar que la agudización de las contradicciones del capitalismo conlleva un aumento inevitable de quienes viven de su trabajo y sufren las consecuencias de la crisis. Es aquí donde adquiere mayor sentido hablar de «clase trabajadora y sectores populares» y pensar en clave de bloque político y social y bloque histórico.
Más adelante vino otro falso dilema a la hora de concretar cómo mejorar nuestra relación con quienes son golpeados con más dureza por la crisis, esta vez en torno al discurso. Cuanto más se desatendían los factores sociales, culturales e ideológicos más se analizaba a la clase obrera desde posiciones morales, lo que llevaba a una apuesta lógica por la mimetización con lo existente. Desde una especie de admiración crítica hacia los populismos de extrema derecha la solución parecía evidente: debemos amoldar el discurso a las condiciones subjetivas actuales entroncándolo con las cuestiones materiales y obviando las cuestiones «secundarias» (hablamos de la inmigración, el feminismo o el ecologismo) que nos impiden ser mayoría. Esa fue una de las lecturas que se hicieron de los éxitos de Trump o Le Pen, entre otros.
Así, la tarea parecía sencilla: para llegar a la clase obrera debemos decir lo que dice la clase obrera. Por otro lado, la contrapartida izquierdista partía del rechazo radical al «populismo posmoderno» y concretamente a la centralidad taumatúrgica del discurso, pero acababa proponiendo un ¿regreso? a un discurso materialista relegando a las cuestiones secundarias al lugar del que nunca debieron salir. Así, la tarea era igual de sencilla: para llegar a la clase obrera debemos apelar a ella y a sus condiciones materiales el máximo número de veces posible sin perder el tiempo en otras «vaguedades».
Sin embargo, una posición «centrada» (marxista) entendería que la mera interpelación a las condiciones materiales de la clase obrera no determina ese proceso de toma de conciencia de «clase en sí» en «clase para sí», se haga desde una posición más derechista (rebajando el discurso y soltando el lastre de las cuestiones secundarias o no ganadoras) o más izquierdista (desde la ortodoxia retórica y simbólica). El ascenso del fascismo en los años treinta o el comportamiento político de los más vulnerables son una prueba más que evidente de que ese proceso de «catarsis» es mucho más complejo. Tanto es así que el determinismo economicista fue incapaz de ofrecer una sola respuesta en condiciones, con las consecuencias históricas que ello conllevó. De la misma manera, quienes a día de hoy no logran desprenderse de sus restos nocivos no tienen más propuesta que ofrecer la contrapartida de aquello que critican con ferocidad: frente a un discurso «blando» de identidades «yupis», un discurso «duro» que, mucho me temo, convierte la identidad de la clase trabajadora en una caricatura incapaz de recoger su complejidad.
Las opciones que en el fondo apuestan por la mimetización con lo existente o imitar a los populismos de extrema derecha «pero desde la izquierda» sólo pueden partir de una lectura mutilada y desnaturalizada de Gramsci. Debemos conectar con el «sentido común» existente, pero para elevarlo en la construcción de una visión del mundo propia de quienes formamos el bloque histórico de cambio. Asumir el marco de los populismos de extrema derecha es una excelente manera de ponérsela botando, pues es más que evidente que juegan con ventaja respecto a la izquierda. En esta pugna las políticas de la diversidad suponen un dique de contención a la expansión de dichos populismos: afortunadamente todavía no es tan fácil en algunos países como España explicar un proyecto para las víctimas de la crisis y la globalización desde el machismo o el racismo explícitos, por poner dos ejemplos. Renunciar a dar la batalla en lo que desde distintas perspectivas podrían considerarse «marcos perdedores», bien por su escaso apoyo o bien por tratarse de cuestiones secundarias, sería un suicidio poco honorable.
El falso dilema que subyace en el trasfondo del debate conduce a un callejón sin salida. Por un lado, es cierto que la mera agregación de demandas e identidades no puede erigirse en un proyecto nítidamente transformador por las limitaciones inherentes de la estrategia populista-laclausiana. Sin embargo, esta crítica (que merecería un artículo aparte) no debería llevarnos a una reducción de la diversidad y de las políticas de la identidad que a su vez nos llevaría a una contraposición de éstas con «lo material». No podemos olvidar que más allá de los disparates reales resultantes de la fragmentación, en realidad también estamos hablando de cuestiones como el feminismo o el ecologismo.
Aunque exista un nítido anclaje material detrás de ambas, una mala interpretación de la crítica a la diversidad haría que la «contradicción principal» las acabara desplazando incluso de manera inconsciente. Y es que cuando a un conflicto le otorgas una categoría principal significa que a otros de manera indirecta le otorgas una categoría secundaria. Los datos sobre el drama que viven las mujeres o sobre la escasez de los recursos naturales -y su distribución- son tan evidentes que entrar en ellos parecería un ejercicio de demagogia. ¿O acaso se puede hablar del eje de clase y de «lo material» sin analizar y advertir que una en una nueva sociedad socialista no todos podríamos tener un coche o que esa nueva sociedad requeriría un nuevo reparto del trabajo del hogar y de los cuidados?
Debemos hacer un análisis certero del mundo actual y de sus complejidades. La diversidad es una expresión de éstas. La tarea de la izquierda consiste en última instancia en la creación de un nuevo sentido común que se concrete en una visión del mundo, de la vida y de las cosas. Para ello, debemos elevar las distintas luchas y reivindicaciones: del plano individual al corporativo y del corporativo a una visión más amplia (y política) de bloque para, por último, desarrollar una cultura -en sentido amplio- propia.
Por lo tanto, nuestra tarea no es redactar una lista con las contradicciones y los conflictos más importantes ordenados de mayor a menor, sino buscar las maneras de unir los distintos conflictos que son una manifestación más explícita de la contradicción trabajo/capital (los laborales, por ejemplo) con todos los demás: luchar por mantener el puesto de trabajo es importante, pero también lo es la lucha contra un poder judicial machista. La separación mecánica y artificial entre «lo material» y lo cultural sólo puede generar la conversión de lo «lo material» (la «cuestión de clase») en otra identidad más a disputar discursivamente, es decir en otra pieza más del puzle posmoderno. Y nuestra tarea debe ser precisamente la contraria: la unificación de todas las luchas.
Precisamente el movimiento feminista en los últimos meses nos ha brindado el mejor ejemplo de cómo elevar la política al plano «hegemónico». Mientras la izquierda política y sindical no suele pasar de propuestas programáticas, porcentajes de presupuestos o leyes concretas, las mujeres empezaron a construir una nueva visión del mundo y de la vida. Intentar medir ese trabajo en términos electorales o legislativos sería incidir en los errores históricos del institucionalismo. Recuerdo con tristeza las críticas izquierdistas al movimiento feminista por «burgués» o «transversal». De nuevo, un movimiento real valió más que cien programas… y que cien proclamas de retórica ortodoxa y, en este caso, obrerista.
Cuando renunciamos al choque frontal con «el Estado» por razones obvias, apostamos por la expansión política y el intento permanente de conquistar posiciones dentro de la sociedad civil. Lo que antaño se definía desde posiciones marxistas como proyecto «nacional-popular» consistía, entre otras cosas, en la asunción de nuestra responsabilidad ante «los problemas generales» del país. Hoy no basta con buscar una alianza de clase entre el proletariado urbano y el campesinado pobre y dotarlo de una propuesta territorial entre el norte y el sur o entre el centro y las periferias. Hoy las contradicciones y los conflictos son infinitamente más diversos. Nos guste o no. Sólo reconociendo la complejidad y las particularidades «nacionales» podremos construir un proyecto de país. Entender la política como un catálogo de distintas demandas es un error que no puede ser subsanado con un supuesto regreso a las raíces materiales a través de un obrerismo tosco del que parece desprenderse una única -y paradójica- propuesta: un discurso más duro centrado en una visión muy reduccionista de «lo material».