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Intervención en Perfiriak, organizada por Arteleku en junio de 2005. Euskadi

Sobre la verdad inútil

Fuentes: Rebelión

¿Por qué motivo un hombre o una mujer nacidos en Europa, en Italia acaso, o en España, en el Reino Unido, en Francia, en Grecia, por qué motivo él o ella, con cuarenta, con cincuenta, con treinta años una tarde, al reclinar su frente en el cristal de una ventana, deja de mirar lo que […]

¿Por qué motivo un hombre o una mujer nacidos en Europa, en Italia acaso, o en España, en el Reino Unido, en Francia, en Grecia, por qué motivo él o ella, con cuarenta, con cincuenta, con treinta años una tarde, al reclinar su frente en el cristal de una ventana, deja de mirar lo que no ve? Antes, al proyectar la vista hacia el punto de fuga donde las hileras de edificios parecen chocar, él o ella concentraban a veces su atención, su deseo y su voluntad en lo que no veían y, aunque no lo veían, lo miraban.

Vamos a imaginar que es él. Vamos a imaginar que tiene cuarenta años. Que nació en un pueblo de La Rioja y ahora vive en Madrid. Que trabaja en una empresa de gestión cultural. Y que está solo ahora, en un despacho donde hay una mesa, dos sillas, un ordenador y una ventana.

Está de pie, de espaldas a la puerta y, como en tantas novelas, apoya la mano en el cristal mientras mira la calle. Mira y ya no sueña con la revolución. No es cuestión de edad, se dice. Conoce a algunos, pocos, individuos mayores de sesenta años que sueñan con ella todavía. Y a otros de treinta y cinco que no han soñado nunca. En cuanto a él, le cuesta recordar en qué momento dejó de hacerlo. ¿En qué momento, por qué motivo?

A veces ha pensado que fuera por las cosas, sonoras, rutilantes. Las cosas, sí, los aparatos que desde hace años dan vueltas alrededor de su vida. A veces ha pensado que las cosas, un exprimelimones, el coche, un mp3, le mantienen ocupado, le distraen de las intensas demandas que hiciera en otro tiempo. No tendrían por qué estar ausentes las cosas de la revolución, pero quizá hubiera menos, quizá brillaran menos, y en todo caso la revolución es un largo camino, incierto, sobre todo, y él es un hombre cualquiera con poco tiempo libre.

Ahora hagamos un inciso para preguntarnos qué sucede con los personajes de las películas televisadas cuando un anuncio les interrumpe. ¿Permanecen inmóviles, como en una foto fija, o bien bajan del caballo, se quitan el sombrero, el penacho de plumas, y fuman un cigarrillo mientras tanto? Quizá desaparecen, dejan de existir en el intervalo del perfume y la caja de cereales y el detergente, para recomenzar luego. Esta última versión es la más difundida, la versión según la cual se actualizan las cosas cuando pasan. En cuanto a las otras dos hipótesis, cercanas ambas a lo increíble, diríamos que son, sin embargo, más reales. Nada queda suspendido nunca, no hay variación en la flecha del tiempo y por ello a ese hombre que, de pie, mira tras el cristal de la ventana, vamos a permitirle que se siente mientras tratamos de averiguar por qué ya no sueña con la revolución.

En ocasiones, él suele recordar la canción Existen: «…menos mal que existen los que no tienen nada que perder, ni siquiera la muerte». Y se pregunta entonces si él no es uno de esos, pues tiene en cambio tantas cosas que perder: objetos, aparatos, un sueldo, una cierta perspectiva -bien que oscura- de futuro. Pero tener las cosas no debiera significar, no siempre al menos, tener miedo a perderlas. La canción deja un espacio para quien, teniéndolas, elige otro comportamiento: «no esperan a echar sombra o raíces, pues viven disparando contra cicatrices». Él intuye que dar pábulo a una noción mezquina de la condición humana favorece al capitalismo. Intuye que las leyendas según las cuales resultaba bien fácil comprar a los indios con espejuelos de colores, según la cual a un hombre se le compra con un coche, con algo de dinero y comodidades, son útiles para conservar este orden social. Pero no son ciertas. O quizá deba decir no son exactas. El hombre que arriesga la vida por un sueño colectivo, y el que se queda en casa, y aun el que en medio de un incendio no acierta a salir porque quiere recoger unas joyas y así muere, cada uno de esos hombres no es el mismo y en cada uno ha de existir una condición humana, sea la que sea.

Cada condición humana se hace, el cuerpo que se mueve es distinto del cuerpo sedentario y como sucede con los músculos ocurre también con las pasiones, y con la inteligencia.

Cuánta literatura de terror, recuerda, ha debido soportar en las historias que oía sobre el hombre nuevo. Cuántas películas de revolucionarios de acero con gafas afiladas y una absoluta incapacidad para la comprensión de las imperfecciones. Al final, en las historias de terror, en las películas, esos revolucionarios resultaban para colmo ser los más imperfectos, los más perversos y crueles y cobardes y siempre tenían un trauma vergonzoso que ocultar. Cuántas historias, también, de terribles burócratas empeñados en obtener atletas de mente dócil y cuerpo vigoroso, científicos de mente dócil aunque potente, como si esa mezcla de docilidad y vigor o potencia tuviera algo que ver con la idea del hombre nuevo.

Él piensa en el hombre actual, y en los cientos de miles de ejecutivos de empresas privadas cuyo trabajo consiste en idear modos de hacer que coma donuts el hombre actual, que permanezca quieto ante su game-boy de niños o de adultos, quieto y solo junto a sus aparatos, y comiendo. Ah, pero no va a caer en el juego de las contraposiciones. No va aceptar que existen dos modelos. En primer lugar, porque no está de acuerdo en cómo han sido diseñados y difundidos esos modelos, y en segundo lugar y sobre todo porque un modelo es distinto de una posibilidad. La condición humana, piensa, no es otra cosa que una posibilidad.

En la posibilidad que él concibe y que numerosos teóricos y activistas revolucionarios han soñado antes que él, anidan hombres y mujeres con sentido del humor, tranquilos aunque no dóciles, que se distraen quizá con espejuelos pero a quienes no cabe comprar con ellos pues son firmes, conocen la felicidad y saben, quizá no en todos los minutos pero sí durante la mayoría de los días y los años, saben por qué se hacen las cosas y a dónde pertenecen. Saber eso, que los hombres y las mujeres puedan saber eso, es la primera y fundamental consecuencia de una revolución, o al menos él así lo ha imaginado siempre y así ha podido verlo en Cuba. El hombre piensa ahora que, al dejar de mirar lo que no ve ha renunciado a saberlo. Ha convenido en una vida larga, acaso, y rica, tal vez, en bienaventuranzas, mas donde nunca podrá decir a ciencia cierta porqué él hace las cosas ni a dónde pertenece.

El hombre tiene un pueblo, el hombre tiene una familia, el hombre tiene amigos y es posible que a todo ello pertenezca. Pero un pueblo en donde no haya una respuesta a ese porqué hacemos las cosas no es para el hombre completamente un pueblo. Y aunque en teoría todos tienen respuesta a esa pregunta, son respuestas turbias, respuestas que deben ocultar una o más de las razones. Porque no basta con hacer las cosas por la prosperidad de un pueblo si ello significa el hundimiento de otro. El hombre no pertenece a su pueblo como no pertenece a su país y ya no alcanza a ver el conjunto de vidas que veía cuando soñaba con la revolución.

El hombre intuye que si un día alguien le diera una razón nítida y limpia, entera, para hacer las cosas, esto le haría sentirse más cabal y capaz de mayor valentía.

Durante los últimos años el hombre se ha contemplado dentro de su propio círculo vicioso. Lo ha discutido con amigos. Han comentado en voz alta que ya no sueñan con la revolución porque están demasiado ocupados, entretenidos con sus comodidades y sus miedos y su necesidad de acumular dinero que es protección para los suyos. Y luego se han preguntado si no es tal vez el hecho de no soñar con la revolución lo que les hace necesitar esas comodidades, ese dinero, la protección para los suyos en un futuro agresivo y voraz.

El hombre ha repasado a veces, en soledad, todos y cada uno de los días, los momentos en que le han enseñado a ser mezquino, dividiendo, siempre dividiendo: tú sí trabajarás, pero tu compañero no; tu hijo no tendrá un empleo, pero el hijo de tu compañero sí. La hipoteca sí podrás pagarla, pero para el seguro médico ya no te quedará dinero. Es lo común lo que se le ha negado al enseñarle mezquindad. Al obligarle a experimentar la mezquindad como una parte de la condición humana. Corre a quedarte con el puesto, con el dinero, con la migaja porque si tú no lo haces se lo quedará otro. De está forma ha desaparecido el espacio en donde lo que el otro tenga no es una resta, sino que es parte de un conjunto mayor.

La mezquindad se aprende, como la valentía. Ninguna forma parte necesaria de una supuesta condición humana o forman parte ambas en su estado de posibilidad. ¿En nombre de qué ha renunciado el hombre a lo que podría ser? ¿En nombre de qué lo ha sustituido por ese otro que es ahora, ansioso y apático, eufórico y mezquino, resignado y violento? ¿Por qué prefirió un día conceder, convenir, firmar el pacto del «esto es lo que hay» y retirar esa parte de sí que había soñado a un espacio pequeño, a tímidos meandros que en nada variarán el curso de las cosas, así la lectura de cierto libro, la asistencia a un congreso sobre «distancia, complejidad e ironía», escasísimas reivindicaciones laborales o, alguna vez, todavía, un poco de rabia, una conversación exaltada, cierta nostalgia?

Quizá no exista una sola razón. Quizá el aprendizaje de la mezquindad comporte al mismo tiempo el olvido de lo justo, de lo nítido, de lo común. Hay no obstante una razón que bien conoce: el miedo. El miedo histórico que se ha ido gestando en guerras perdidas, en golpes de Estado. Y el miedo cotidiano a quienes si le quitan su medio de vida, le quitan su vida. Entonces es así, piensa, entonces hay dos bandos, sigue habiendo dos bandos y esto es una guerra con períodos en donde la violencia se manifiesta y otros en donde sólo está latente. Sin embargo, el hombre sabe que la palabra guerra no es la adecuada, que la expresión exacta, por más que tantos renieguen hoy de ella, es lucha de clases. Él siente cierto rubor al emplearla, y aún más rubor y vergüenza sentiría si tuviera que definirse como un trabajador, como un proletario. Sabe al fin que esa vergüenza forma parte del miedo. No se trata de una guerra ni de dos bandos pues eso presupondría que el objetivo es que un bando domine al otro. La lucha de clases, por el contrario, debe resolverse en la abolición del hecho mismo del dominio.

El hombre percibe ahora el cuarto, la ventana, los cristales como una prisión. Se siente viejo con cuarenta años y por un segundo se pregunta qué pasaría si volviera exigir un sentido para su vida. Qué pasaría si volviera a vivir como quien piensa que el momento es ahora, que existe la lucha de clases, y que ahora, hoy, él podría estar combatiendo en ella. Se levanta el hombre, se acerca a su mesa, busca en uno de los cajones y encuentra un artículo de hace algo más de un año. En aquel momento lo guardó porque sintió que se reconocía en algunas palabras. Todavía ahora le parece que el título del artículo, La verdad inútil, está retratando su vida. El hombre lee el artículo en voz alta. Lo firma Pascual Serrano y dice así:

La verdad inútil

«Durante años hemos pensado que el férreo control de la información por parte de los poderosos impedía que los ciudadanos conocieran la verdad sobre los asuntos más controvertidos logrando que, de ese modo, la sociedad no se rebelara. (…) Frente a esa situación, hemos sido muchos los que apostamos por dedicarnos a buscar la información necesaria y las vías de difusión que pudieran llevar esa necesaria verdad a la mayor gente posible, convencidos de que, por esa vía, sentábamos los principios para la consolidación y formación de una oposición mayoritaria a las tesis y sectores dominantes. Hemos de reconocer que siempre era una batalla perdida en términos de mayoría, nunca conseguíamos que nuestras tesis ni nuestras informaciones fueran las mayoritarias entre la población. Considerábamos que por ello se lograba mantener el orden y la situación vigente, lo que no nos disuadía de continuar trabajando en la búsqueda y difusión de la información crítica y alternativa como nuestra aportación a esa causa común de un orden social más justo y libre.

Sin embargo -prosigue el autor del artículo- creo que asistimos a un momento inédito en la historia reciente. Nunca hasta ahora una verdad, crítica y contraria a la tesis de los poderosos, había estado tan clamorosamente instalada en la sociedad. Me refiero a la inexistencia de armas de destrucción masiva en Iraq, la ausencia de relaciones de Sadam Hussein con Al Qaeda y el reconocimiento público de las verdaderas razones de la guerra e invasión: la apropiación del petróleo iraquí. Así lo percibe no una elite intelectual crítica y politizada, sino la gran mayoría de la opinión pública, incluidos los sectores sociales que nunca mantuvieron un especial interés por estar informados ni adoptaron posiciones críticas contra el sistema imperante. Por otro lado, no es tema baladí, se trata de una cuestión por la cual han muerto miles de personas (…).

Nunca antes habían quedado tan en evidencia las mentiras y engaños de unos gobernantes. Sin embargo, y he aquí la gran frustración y angustia de muchos de nosotros, en nada parece que vaya a afectar a la situación actual el evidente conocimiento de la verdad entre toda la sociedad. Hemos conseguido ganar la batalla de la verdad y hemos descubierto con tristeza que nada importa ni en nada afecta. Es como si el nivel de las conciencias y de la dignidad de las personas estuviese tan bajo que ni la muerte ni la verdad logran despertarles de la sumisión y el sometimiento. Quizás esto ayuda a entender aquellos momentos de complicidad de la humanidad con tantas tragedias de la historia. No aprendemos.»

El artículo se publicó en un sitio de Internet llamado Rebelión. Ahí, la verdad sobre asuntos políticos controvertidos se abre paso. Es, a su modo, una verdad eléctrica, piensa el hombre. Una verdad que pareciera sólo se dice mientras las máquinas están encendidas, de tal manera que el precio que deben pagar quienes son honestos y carecen de capital para comprar papel y rotativas es no existir del todo, no llegar a ser materia sino en las manos de los hombres y mujeres que, tomados de uno en uno, tengan ordenadores, conexiones, voluntad y tinta para imprimir un texto o dos, nunca la rebelión entera, el sitio entero, nunca. Y piensa el hombre en esa terminología: «el sitio», lugar, porción de espacio en que está o puede estar otra cosa. Un sitio en la red parece designar no obstante una porción de tiempo, un tiempo frecuentado, si esto es posible, si se pudiera ir a las dos de la tarde como vamos a veces al final de esa calle, al último edificio.

Al hombre le inquieta la dependencia: depender de conexiones, depender de servidores, depender de los instrumentos. Sin embargo, prefiere esa dependencia a la supuesta autonomía del capital. Como una guerra de guerrillas que se amolda al terreno, así quienes hoy ocupan ese sitio tal vez mañana sean expulsados y aprendan a luchar en otras condiciones. Eso piensa el hombre y se da cuenta de que ha usado la palabra lucha sin rubor. Por otro lado, piensa, quizá no sea tan fácil expulsarles como no fue tan fácil callar sobre la inexistencia de armas de destrucción masiva.

El hecho concreto de que no hubiera armas de destrucción masiva en Irak y sí, entonces y ahora, en el país que las usó con ignominia en Hiroshima y Nagasaki, ese hecho concreto tuvo que publicarse en los grandes medios de comunicación. Los medios que habitualmente mienten tuvieron que decirlo. Ahora bien, como es sabido decir un día algo real es distinto de ponerlo delante cada minuto, con cada texto y pretexto, en cada objeto y juicio, en cada declaración. La verdad pavorosa, la verdad que si estuviera delante de los ojos cada minuto podría tal vez provocar un cambio político está detrás, mientras que delante de los ojos del hombre, delante de casi todos los hombres y mujeres del llamado primer mundo se extiende algo que no es la verdad, algo que es un conjunto formado por una industria icónica poderosa y una abundante producción de noticias y una generación continuada de narraciones que oscurecen la verdad y la sepultan, manipulan y pervierten.

Aun cuando un enunciado sencillo cual es la no existencia de armas de destrucción masiva en Irak se abra camino, apenas alcanza a ocupar un rincón mínimo en ese conjunto, y no logra alterarlo porque bajo la idea de la libertad de expresión se oculta la absoluta desigualdad con respecto a la potencia de difusión. Y porque la potencia de difusión de los más fuertes actúa cada día para extender una gran no-verdad a la que contribuyen la mayoría de las narraciones y todas las falsas noticias, la no-verdad que dice: nada puede ser modificado, hay un único rumbo, cualquier intento de alterar el orden establecido trae más dolor.

Cuando la sencilla verdad de la ausencia de armas se recorta sobre ese telón de fondo es, en efecto, difícil que sea útil, difícil que siquiera sea verdad porque se contamina y parece que aun no habiendo armas de destrucción masiva la invasión era igualmente inevitable. O parece que llevarse algunas tropas de un país y ponerlas en otro país y sustituir un gobierno capitalista por otro gobierno capitalista fuese cambiar lo fundamental, cuando no es más que una ligera remodelación de lo accesorio.

La utilidad de la verdad, piensa el hombre, tiene que ver con lo evitable. Evitar el daño de la mayoría y evitar también, por qué no, el indigno y sangriento beneficio de unos pocos.

Sin embargo, la impotencia y la rabia de no tener hoy los mecanismos, la organización, la fuerza suficiente para evitar el daño han conducido a veces a la desconfianza, han llevado al hombre a desconfiar de la utilidad de la verdad y, de este modo, de la verdad misma.

El hombre piensa en ese sitio, Rebelión. Hay quienes allí dicen a veces que la verdad es inútil pero siguen dirigiendo hacia ella la mirada, la buscan, recogen pedazos de verdad y los publican, los hacen públicos en el tiempo electrónico. Dicen, en cada hora del día con su página, que la verdad es útil, y dan cuenta de esa utilidad en países que resultan lejanos para el hombre y de tanto en tanto en calles y fábricas de su país, de su ciudad. Piensa entonces el hombre que la verdad ha de tener un fin, la verdad es una acción como también lo es el conocimiento.

La verdad contemplativa, la mera erudición con que se aciertan respuestas en un juego de sobremesa o se enumeran embarazos y divorcios de las revistas del corazón no es así conocimiento y apenas tiene que ver con la verdad, es en efecto juego, y si el divorcio estuvo amañado o la tarjeta del juego contiene un error científico, en nada se alteran las reglas, el jugador gana por lo que dice la tarjeta, la conversación en la peluquería se atiene a la revista porque de lo que se trata es de pasar el tiempo y no de conocer.

La verdad, como el conocimiento, es una acción, existe para organizar de un modo u otro el mundo. Por eso la inutilidad de la verdad, la sustracción de las posibles consecuencias de la verdad, acaba con el hombre, le impiden imaginar el futuro, le vuelven blando y tibio y nada.

Al cabo, la mentira también es una acción. Cuando el mundo, la sociedad, se organizan en torno a la mentira, es la posibilidad de una vida buena o grata o simplemente regular pero no indigna o vergonzante la que desaparece.

El hombre se levanta. Le gustaría que la conciencia fuera un fogonazo. Le gustaría que los quince minutos de haber estado quieto, retirada la mano del cristal y también la frente, pensando, hubieran sido un acto, un acto de libertad. No se suspende el mundo, nunca. No se detiene el mundo durante los anuncios y en sus quince minutos ha matado el mercenario, le ha dolido al muchacho la herida, el plusvalor correspondiente a la parte treinta y dos de la jornada ha sido extraído. No se suspende el mundo y su pensamiento solo ahí, en el cuarto de trabajo, carece de relevancia. Mira el hombre la hora. Debe acudir a una reunión. Le gustaría al hombre que el pensamiento fuera irreversible como un acto. Y no lo es. El hombre recuerda las últimas palabras de aquel artículo: «Hemos conseguido ganar la batalla de la verdad y hemos descubierto con tristeza que nada importa ni en nada afecta».

Deja el hombre que transcurran unos segundos. Sabe que aquel sería el cierre perfecto de lo que le ha pasado. Sus quince minutos debieran haber concluido ahí, y su pensamiento derivaría en nada, se haría verdad contemplativa, melancólico esgrima de salón para nadie. Por el contrario cualquier resolución que él hombre tome ahora parecerá voluntarismo y un mal final desde los parámetros de la literatura capitalista. Repara sin embargo el hombre en la tristeza colectiva del artículo: «Hemos descubierto con tristeza que nada importa ni en nada afecta». El hombre quiere formar parte de ese «hemos». Porque si la verdad es una acción el único modo de refutar el aire hecho mentira que respiramos será con actos, serán los actos ligados a esa no-mentira que en algunos lugares se hace pública los que impidan a su artículo y a su reflexión convertirse verdades contemplativas, inútiles. Vienen a su memoria dos versos de un poema titulado Lamento y esperanza: «Y en la revolución pensábamos: un mar/ cuya ira azul tragase tanta fría miseria». Habla el poeta en pasado, «pensábamos», pero el hombre acierta a ver ese mar, muy lejos, quizá como impulsos eléctricos, como acumulación de verdades y batallas, cómo saber por qué se hacen las cosas ahora que el hombre ha visto que hay un «hemos» al cual podría pertenecer.

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La verdad inútil
Pascual Serrano
10-02-2004