Tu me ressembles parfois à ces beaux horizonsQu´allument les soleils des brumeuses saisons…Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, L A Marie Courpied Resulta cada vez más difícil describir con exactitud el mundo que habitamos. Destrozado por el tentador arrullo del consumo y sus propuestas de placer inmediato y felicidad sin límites, sitiado por la poderosa […]
Tu me ressembles parfois à ces beaux horizons
Qu´allument les soleils des brumeuses saisons…
Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, L
Resulta cada vez más difícil describir con exactitud el mundo que habitamos. Destrozado por el tentador arrullo del consumo y sus propuestas de placer inmediato y felicidad sin límites, sitiado por la poderosa maquinaria mercantil, el espacio social de las relaciones humanas, es decir, el territorio público de lo afectivo, ha perdido las señas de identidad que lo definían, sus características esenciales (protección, cariño, entrega mutua, colaboración y solidaridad, entre otras cualidades) para integrarse -como cualquier otro producto- en una infinita cadena de intercambios y servicios: la red de plusvalías de carácter sentimental. Sería larga -quizá estéril- la discusión sobre la existencia o no de un territorio privado, ajeno al pensar de la clase dominante y al lucro, un campo de batalla donde el discurso sobre los afectos -siempre colectivo- no estuviera bajo la tiranía de la mercadotecnia de las multinacionales. «Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por medio de otro afecto contrario, y más fuerte que el que ha de ser reprimido» (Spinoza, Ética, IV, prop. VII).
En permanente balanceo o desintegrada, sustentada sobre los transparentes y previsibles hilos del deseo inducido, la subsistencia cotidiana se desarrolla en un caos relacional, librecambista, compuesto por extrañas «conectividades» y sensaciones efímeras, cada vez más contingentes, un ágora de individualidades, en permanente estado de insatisfacción, en el cual resulta improbable delimitar el territorio del sentido y la referencia sin caer en la tentación natural de «consumir» al otro, usar y disfrutar del otro, como principal objeto de placer. Este fenómeno de usufructo emocional, heredero indirecto del perverso nexo amo-esclavo descrito por Hegel, llevado al extremo por Sacher-Masoch y demostrado por Freud, se ha impuesto -debido a la excesiva valoración de los sentimientos- como única comunicación posible entre las personas. En realidad, traficamos con lo afectivo como lo hacemos con el arte, la gasolina o el pescado congelado, estableciendo vínculos placenteros que aumentan a medida que la satisfacción que producen es más rápida. Lo que algunos tratadistas están describiendo en la actualidad como sociedad moderna es, sin embargo, una vuelta al sentido originario de la explotación; al siglo XIX, a Zola y Dickens: a las tramas de la dependencia marcadas, sin duda, por la lucha de clases. El hecho de que en las sociedades neotecnológicas se haya disparado la venta de libros de autoayuda, el apoyo psicológico, el coaching (para ser eficaces trabajadores y «gestionar» nuestra vida), las drogas de diseño que facilitan el acceso al otro y los fármacos de estabilización psíquica demuestra la fragilidad afectivo-emocional que padecemos. «Un afecto cuya causa imaginamos presente ante nosotros es más fuerte que si no imaginamos presente esa causa» (Spinoza, Ética, IV, prop. IX).
El ser humano se ha convertido -pese a la mentira establecida y difundida, pese a la idea de lo privado como refugio del yo (interior)- en mercancía emocional. Igual que los esclavos de la antigüedad, hemos vuelto a ser mercancía. Marcados con imaginarios códigos de barras y atentos, más que nunca, al propio valor de uso y de cambio, las mujeres y los hombres del siglo XXI democrático-capitalista están perdiendo su condición de seres sociales sensibles (en el sentido clásico, aristotélico, del término) para pasar a la vitrina cultural de los objetos perecederos: el escaparate donde no ser admirado y adquirido se convierte en un verdadero drama. No es necesario insistir en la idea: ser mujer es, si cabe -teniendo en cuenta los cánones norteamericanos imperantes y sin necesidad de referirse al inferior salario ni al «techo de cristal»- mucho más duro. La presencia mediática y la afirmación diaria, autocomplaciente, de la empresa Corporación Dermoestética bastaría para confirmar esta observación.
Dominada por las tensiones generadas por cualquier tipo de intercambio desigual y la fuerza coercitiva de la mítica (e inexistente) subjetividad interclasista (el capitalismo occidental presenta el consumo y lo afectivo como segmentos neutros de mejora y satisfacción personal, ajenos al lugar desde donde se realiza o se siente), la sociedad occidental ha cambiado la norma y los usos de la burguesía liberal bajo la presión igualitaria (consumista) del modo de producción postcapitalista. Así, la igualdad afectiva, posible sólo entre seres libres -que son de natural agradecidos, como recuerda Spinoza- ha dejado su lugar a un agujero negro donde prima lo sentimental/artificial -producto de la cultura- frente lo sensible, la memoria de la piel. Desde los contratos de trabajo por horas -jornales de miseria- hasta las relaciones paterno-filiales basadas en el chantaje, de las masturbaciones telefónicas a los affaires amorosos establecidos a través de Internet, el caso es concebir algo, aparentemente privado y voluntario, donde lo singular toma cuerpo, se materializa, se hace real, presente, actualidad. En este sentido, tanto la publicidad mítica como la referencial hacen constante alusión a la bondad de lo expresado, de lo sentido. La vuelta, por tanto, a lo puro, a lo natural, es -como se constata- un valor añadido que dota de fortaleza y verosimilitud a las etéreas conexiones creadas entre el objeto y el consumidor, entre los diferentes objetos. Poco importa que se trate de adquirir un automóvil o una sensación de frescura, el mensaje ha sido tan repetido que requiere la presencia de una nueva categoría: lo único. «El deseo que brota del conocimiento del bien y el mal, en cuanto que este conocimiento se refiere al futuro, puede ser reprimido o extinguido con especial facilidad por el deseo de las cosas que están presentes y son agradables» (Spinoza, Ética, IV, prop. XVI).
Cabalgando a lomos de un tigre albino desbocado, por utilizar la metáfora del economista liberal Samuelson, esta sociedad silenciosa (sólo existe ruido, por saturación, en el paraíso de las telecomunicaciones) galopa con festiva alegría hacia ningún sitio, ese lugar despejado, lleno de neón, cosas personalizadas -iguales a las del vecino- y nada donde habrá desaparecido la necesidad de pensar en términos sociales o colectivos. Subsistir como objetos, sin que el camión de la basura pase por debajo de nuestras emociones y nos arrastre al vertedero del pasado, será todo un desafío.