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Hipótesis para un arte coordinado (Texto en marcha)

Sobre Los horacios y los curiacios

Fuentes: Cádiz Rebelde

El quince de Diciembre de 2004 leí una ponencia sobre este tema en el seminario Economía y Cultura del proyecto UNIA, Arte y Pensamiento. Las aportaciones que tuvieron lugar a continuación de la lectura, junto a la posterior discusión de la ponencia con miembros de tres colectivos diferentes, me han llevado a introducir sucesivas modificaciones. […]

El quince de Diciembre de 2004 leí una ponencia sobre este tema en el seminario Economía y Cultura del proyecto UNIA, Arte y Pensamiento. Las aportaciones que tuvieron lugar a continuación de la lectura, junto a la posterior discusión de la ponencia con miembros de tres colectivos diferentes, me han llevado a introducir sucesivas modificaciones. La primera de ellas es aclarar que si mi nombre figura en el encabezamiento lo hace sólo de forma instrumental, equivale mi nombre por así decirlo a un apartado de correos donde se van depositando cartas. Bien, tal vez no sea la imagen adecuada porque este apartado de correos es al cabo quien después transcribe, introduce, en ocasiones desecha las cartas que le llegan. Pero aún así, se trata de una autoría instrumental que busca que este texto pueda seguir existiendo y tarde o temprano concretarse en cinco, dos, acaso una sola acción encaminada a transformar el actual modo de producción de las ficciones.

En 1934 Bertolt Brecht escribió Sobre los horacios y los curiacios, una pieza didáctica que, entre otras cosas, era casi un manual de estrategia acerca de cómo un ejército más débil puede vencer a otro más fuerte. Voy a contar primero la historia de esa batalla para a continuación plantear la posibilidad de que haya llegado el momento de combatir también desde el lugar en donde se producen las ficciones.

Los curiacios deciden atacar a los horacios: «Hemos resuelto tomar las armas y en tres cuerpos de ejército invadir el país de los horacios para someterlos por completo y apropiarnos de todo lo que tienen sobre el cielo y bajo el suelo». Los horacios responden: «¡Llegan los bandidos! Con un poder militar monstruoso invaden nuestra tierra. Pretenden que nos dejaran con vida si les damos lo que nosotros necesitamos para vivir. ¿Por qué temer la muerte y no el hambre? ¡No nos rendiremos!». Ambos bandos hacen recuento de sus hombres y de sus armas. Los horacios tienen menos hombres y sus armas son peores. «Este arco», dirá el arquero , «no es de mucho alcance». Y el coro de horacios, que sabe que no hay otro, le responde: «Acércate al enemigo». Así también el lancero debe aceptar una lanza más corta que la del enemigo. En cuanto al espadero, ante un escudo débil, dirá: «He comprendido, como no aguanta un golpe directo tendré que procurar que los golpes resbalen».

La primera batalla es la del arquero. Al principio lucha bien porque logra elegirle él la posición al enemigo. Puesto que no dispone de un buen arco, el arquero necesita una distancia pequeña. La necesidad es, por tanto, lo que le hace planificar una estrategia adecuada. El arquero logra herir levemente al enemigo. Sin embargo, después comete tres errores y ambos son fruto de una misma actitud: «Se aferraba a un lugar, se aferraba a un arma y se aferraba a un consejo». En efecto, el arquero no quiere abandonar su posición, sin darse cuenta de que la mañana, que pudo con la luz del sol cegar al enemigo, avanza inexorablemente y acabará perjudicándole a él. Sin advertir que el consejo que el coro le dio a mediodía no es igual de útil por la tarde. Sin comprender que aunque sea un arquero acaso deba renunciar a su arco y utilizar los puños. Así el arquero cae.

El lancero también empieza su batalla con buen pie. Sobre todo porque cuando persigue al enemigo sabe entender los siete usos de la lanza, como punto de apoyo, como rama, como sonda, como pértiga, como balancín, como puntal, como lanza. Sabe entender que «hay muchas cosas en una cosa». No obstante, el cansancio tras la marcha hace que el lancero se duerma y el enemigo escapa. El lancero debe entonces desandar el camino andado. «No puedo más», dice. «He hecho lo que debía», y el coro le responde: «Entonces aprende que eso no basta (…) Has hecho mucho, pero no has detenido al enemigo». El lancero horacio concibe un plan. Acorta su lanza, partiéndola, y baja por el río en una balsa con esa lanza corta que el lancero curiacio no puede ver. Escuchamos ahora las palabras del curiacio, del enemigo: «Y, con toda la fuerza del río, sobre el que cabalga como un caballo brioso, me clava al pasar el trozo de lanza en el cuerpo. Caigo al suelo. Mi adversario está perdido. La cascada se lo tragará. Yo estoy gravemente herido y permanezco inmóvil en el desfiladero. Me había olvidado de que el río no es imposible de navegar, sino navegable arriesgando la vida, es decir, que mi posición no era inatacable sino atacable sólo arriesgando la vida». Así el lancero pierde la vida pero logra herir gravemente al enemigo.

La última batalla es la de los espaderos. El espadero horacio está solo, el lancero y el arquero han sido aniquilados. El lancero y el arquero curiacios están heridos, y el espadero lleva un escudo pesado como su espada, pero ellos son más, sin duda. Entonces el horacio huye y mientras huye logra dividirles, pues no todos pueden correr igual. A continuación el horacio da la vuelta y ataca primero al espadero, extenuado por correr y cargar con sus pesadas armas. Le vence. Ataca luego al arquero también cansado, y herido. Le vence. Ataca por fin al lancero herido y le derriba sin esfuerzo. «Lo que ahora se acercaba como un ejército había sido antes tres y por lo tanto podía volver a ser tres», dice el espadero horacio. Así el espadero consuma la victoria.

Mi planteamiento es que el arte que se hace en el capitalismo es un arte invadido, un arte que está siendo diariamente invadido. Debo hacer en primer lugar la salvedad de que tengo una visión amplia acerca de qué sea el arte, y dentro de ella estaría la producción de ficciones. A esa parte del arte es a la que voy a referirme. De lo que se trata ahora es de plantear la posibilidad de ofrecer una resistencia coordinada a la invasión. Durante mucho tiempo creímos, yo al menos lo creí, que el rigor y el talento podían hacer que una obra de arte fuera revolucionaria incluso a pesar de las intenciones de su autor. Es el clásico ejemplo de Marx citando a Balzac. Voy a permitirme poner en duda esta afirmación y no por su verdad o falsedad intrínsecas sino por las condiciones económicas en que hoy se produce el imaginario colectivo. Es tarde ya, me parece, para pensar que siendo la industria del ocio una de las más poderosas y uno de los pilares de la sociedad capitalista, apenas confiando en la buena voluntad de los talentos individuales vamos a lograr sobreponernos a las visiones del mundo que esa industria ha creado. Sin embargo, susbsiste aún esa visión, como si el artista, por el mero hecho de existir, por el mero hecho de llevar a cabo un trabajo destinado a indagar de un modo radical en la vida real y en la vida posible de hombres y mujeres, fuera ya un combatiente. Como si bastara con decir que todo ese otro arte que consiente en la invasión y la aplaude y le da alas no es arte verdadero. Pero lo es, es cuando menos ficción verdadera que contribuye a que la invasión se perpetúe. Por eso es preciso reaccionar, plantar cara, iniciar una cierta coordinación.

Hoy por hoy, cuando se piensa en proyectos revolucionarios surgen análisis interesantes sobre la organización popular, sobre la burocracia, sobre la cultura política, sobre los sistemas productivos, pero en el campo de la construcción de una nueva ficción estos análisis apenas existen. Y sin embargo, es preciso lograr cuanto antes una cierta reconfiguración de la ficción dentro, en contra o a pesar del mercado. Lo es desde el punto de vista del trabajo político. Lo es porque cada vez que los proyectos revolucionarios reivindican la cooperación, la solidaridad, la relación armónica con la naturaleza, el valor de lo común, la moderación, etcétera, acaban asumiendo que esas opciones parezcan un modo de resignarse. Como si el sueño de éxito -eso sí, a costa de otros- propuesto por el capitalismo en cada una de sus ficciones fuera el único sueño deseable.

Tal vez hemos caído en una trampa. Tal vez tantas apelaciones a la importancia del talento individual se hayan convertido en un modo de desactivar el talento colectivo, común, coordinado.

Quienes no poseemos y además rechazamos el discurso hegemónico estamos condenados a tropezar con las palabras porque sus dueños son los dueños del discurso, aquellos que ejercen la dominación. Hablo de talento colectivo y debo a continuación señalar que lo colectivo no es una reunión de cinco directores de marketing diseñando el final de una película. Ni son tres novelistas escribiendo una novela a tres manos. Por talento colectivo entiendo el que trabaja para allanar el camino hacia una sociedad socialista, o comunista, y no el que trabaja en aras del beneficio capitalista. No es necesariamente en la ejecución material de la obra o el proyecto donde tiene que darse la cooperación, sino en el acto fundamental de desbrozar los fines dados, los fines que no vemos y al servicio de los cuales trabajan la mayoría de los productos culturales en el capitalismo, para alcanzar unos fines distintos, digámoslo ya, revolucionarios.

Hasta el día de hoy los artistas que, dentro del capitalismo, se oponen, nos oponemos, a él, nos hemos acostumbrado a la doble vida o a la doble escritura: no escribimos ni filmamos ni imaginamos del todo aquello que querríamos sino sólo aquello que siendo posible, viable, publicable, rentable, no traiciona demasiado nuestro proyecto. Es lo que hay, nos dicen, es lo que hay, nos decimos. Y en todo caso si se oyen voces de resistencia proceden de quienes ni siquiera pueden acceder a esa doble vida, de quienes aún no han entrado en los circuitos y desean entrar. Es en cierto modo legítimo que deseen entrar: lo necesitan para vivir y para que su trabajo pueda ser conocido. Y es en cierto modo legítimo que los que hemos entrado trabajemos ahí, con las limitaciones que nos imponen, también lo necesitamos para vivir y para que nuestro trabajo pueda ser conocido.

Pues bien, lo que vengo a proponer es que intentásemos rechazar ese «en cierto modo», que cuestionásemos la legitimidad de nuestro comportamiento. Podríamos decir en cambio que es comprensible, pero no legítimo. Porque semejante actitud no es, al cabo, fruto de ninguna justicia sino de la imposición.

Sólo si admitimos que trabajar siempre haciendo concesiones a lo que funciona, a lo publicable, a lo que engancha, a lo rentable, es trabajar sometidos, podremos presentar batalla. Los pocos apuntes de algo distinto que logramos introducir no se nos aparecerán como victorias sino como señales de nuestra «mala vida». Y a partir de este reconocimiento tendrá sentido pensar en la necesidad de un arte coordinado, coordinado para, cuando menos, dificultar la condiciones en que actúa el enemigo.

¿Es esto posible? ¿Puede ser la conciencia un mero acto de voluntad? ¿Pueden, podemos, en verdad los intelectuales y artistas reconocer nuestra condición de sometidos ? El voluntarismo, lo sabemos, no es una solución. El actual modo de vida, que es también el actual modo de producción, lleva consigo la obligación cotidiana de enterrar nuestra «mala vida», la obligación de no dejar nunca al descubierto que lo que hacemos no es decisión nuestra, ni es justo. En efecto, cualquier intento de producción de un nuevo relato sobre nuestra vida explotada y dominada -también la vida explotada y dominada de los artistas- tiene que alterar todas y cada una de las mediaciones pues, por ejemplo, de nada sirve llamar la atención sobre la precariedad laboral como forma de concentración de una «reserva industrial de parados» que mantiene el «mercado laboral» útil y beneficioso para los empresarios si no podemos desactivar al mismo tiempo la impresión de que la vida cuesta mucho cambiarla, de que la sociedad siempre ha sido así o de que el trabajo asalariado es lo único que te permite vivir adecuadamente.

Esto es cierto, el voluntarismo, el esfuerzo, por así decir, de la conciencia, no es una solución. Sin embargo, tampoco lo han sido la resignación o el autoengaño. Apelar a las condiciones subjetivas tal vez despierte sospechas de insuficiencia, incluso de idealismo. Pero las condiciones subjetivas forman parte de la historia. Y más aún debieran formar parte en este caso en el que no hablamos de hazañas individuales, sino de la responsabilidad de un cuerpo social que a su vez es el encargado de construir una de las mediaciones a través de las cuales se articula la sumisión, la mediación de la cultura.

Bastaría para empezar con sentarnos en torno a una mesa y admitir que cuando empezamos a pensar en una historia no somos libres, no estamos del todo preguntándonos sobre qué nos interesaría escribir o pensar sino que esa pregunta nace ya sometida por la presencia de los grupos económicos que van a legitimar, producir y distribuir nuestra historia.

A continuación, si queremos combatir, necesitaremos saber con qué armas contamos y cómo funcionan tanto como con qué armas cuenta el enemigo. Deseo llamar la atención sobre el hecho de que ahora está ocurriendo precisamente lo contrario: los referentes literarios y cinematográficos de los militantes de distintos movimientos populares, de distintos colectivos de trabajo político, no en mucho difieren de los referentes del resto de la población. Resulta llamativo que en el ensayo y en las propuestas políticas y en la orientación de la realidad que busca el periodismo exista una clara diferenciación entre publicaciones, textos, medios que están al servicio del orden establecido y publicaciones, textos, medios que lo combaten, y que, y sin embargo, esa diferencia se diluya hasta casi desaparecer cuando se trata de hablar de ficción.

Ha habido momentos en la historia en los que el socialismo ha ganado algunas batallas. Ocurrió en los primeros años de la revolución rusa, y ocurrió y sigue ocurriendo con la revolución cubana. Se ganan batallas, no se gana la guerra todavía. El enemigo está dentro o está fuera y muy cerca y por eso sigue siendo preciso combatir. Y bien, en cada uno de esos casos algo aprendimos. Se aprendió en la Unión Soviética que era posible y necesario pensar en un arte diferente. Se aprendió en Cuba con las palabras de Ernesto Che Guevara que no había que » buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida». Pero en todo caso sabemos, también en palabras del Che, que en el capitalismo «la superestructura impone un tipo de arte en el cual hay que educar a los artistas». Hay un tipo de arte que es idéntico en la mayoría de las pantallas, en la mayoría de los anuncios, en la mayoría de las narraciones. Un arte único que no rechazamos como sí parecemos en cambio dispuestos a rechazar el pensamiento único.

Todo arte es político, es la última consigna que nos atrevemos a pronunciar. Tan política es una película sobre el paro como una película sobre un tiburón. Y de este modo creemos que ya hemos saltado la barrera invisible. Sin embargo, seguimos en la trampa. Aceptamos que la película sobre el desempleo es política de la nuestra, y que la película sobre el tiburón, política de la suya. Así, nos resignamos a que el arte comprometido y aún revolucionario sea el de ciertas materias, cargando tantas veces el repertorio de un hipotético arte nuestro con películas sobre los pobres o poemas sobre el paro que son reaccionarios o cursis o ambas cosas. Al mismo tiempo, renunciamos, permitimos que nos hagan renunciar a un arte, a una ficción de clara intención revolucionaria que traten de abordar, refutar, construir a su modo los paradigmas propios del arte convencional, ya sean la adolescencia, la insatisfacción o el ansia de aventura.

Lo que propongo entonces es que no le tengamos miedo a la discusión ni a fijar sus términos. Los términos, a mi juicio, podrían ser no arte o imaginación colectiva políticas, sino arte o imaginación colectiva para qué política. Y ahí caben cientos de proyectos y temas diferentes, que ahora nos están siendo robados. Arte para qué política aquí y ahora. Porque existió El acorazado Potemkin, existieron Brecht y Piscator, existieron Una tragedia americana y La consagración de la primavera, y el cine de Gleyzer y la canción política y el análisis marxista de las obras pasadas, pero se trata del presente. Y bien, hay, en la actualidad, por ejemplo, películas de denuncia interesantes, no todas, desde luego. Sin embargo, ni siquiera creo que la denuncia, tal como ahora se concibe, tuviera que ser un elemento fundamental en esa ficción coordinada posible. Conocemos la omnipresencia y también el soborno del poder capitalista en nuestros días. Esta situación de ahora es distinta de la situación que Piscator enfrentaba en su teatro político. Y esta situación de ahora es la que no hemos analizado. ¿Tiene sentido mostrar con la ficción una opresión que de sobra conocemos y en la que a veces participamos? Tal vez tenga sentido. Lo que parece claro es que esa crítica tal como se hace la mayoría de las veces desde el interior del capitalismo no moviliza ningún resorte en la imaginación de quien la recibe. Lo que parece claro es que desconocemos cuáles son los resortes que necesitamos movilizar. ¿Seríamos capaces de dejar atrás, mediante ficciones no melodramáticas, pero tampoco ambiguas, los valores individualistas, consumistas, irresponsables del mundo de hoy? Apenas lo hemos intentado.

¿Por qué no existen grupos de investigación centrados en el papel de la ficción a la hora construir una subjetividad revolucionaria?¿Por qué en las escuelas de cine, en las facultades de filología, en los talleres narrativos, en las escuelas de comunicación audiovisual, en los congresos y seminarios y encuentros sobre literatura, es éste un tema absolutamente ausente, tal se diría, prohibido?

La democracia, aunque sea formal, está obligada en teoría a admitir todas o casi todas las discusiones y tendría, también al menos en teoría, que admitir aquellos cursos de doctorado o aquellas publicaciones, etcétera, que quisieran trabajar en esta materia. No será fácil, habrá que hacerlo en contra de numerosas voluntades, pero ya hemos aprendido que el capitalismo no puede controlarlo todo y que a veces un arco menos bueno o un escudo ligero generan su propia estrategia de victoria.

Por otro lado no debemos olvidar que existen sociedades socialistas o en transición hacia el socialismo. En esas sociedades lo público sí coincide con lo común o al menos su objetivo es coincidir. Y tampoco en esas sociedades, pienso en la sociedad cubana, por lo que sabemos, se está llevando a cabo una investigación en este sentido y también allí, con las dificultades que comporte el acoso constante del capitalismo, pero con la necesidad que ese acoso constante provoca, podría llevarse a cabo esta investigación.

De regreso a nuestra sociedad, más allá de lo público queda el espacio de los movimientos políticos y sociales. Grupos que sí podrían contribuir a sacar a la luz los valores, las imágenes, los sueños contra los que rebotan y a veces chocan sus propios proyectos. Grupos en donde la reflexión sobre la ficción, hoy por hoy, apenas existe o bien está casi diría dramáticamente influida por los criterios de la cultura dominante.

Sabemos que la dificultad no está sólo en los intelectuales y artistas que no se quieren poner a escribir contra el capital en colaboración con los colectivos sociales, sino en que pocos ponemos nuestro trabajo y esfuerzo participando en los mismos movimientos. La clase media encuentra una enorme diferencia entre organizar un movimiento y escribir sobre la organización de un movimiento. «Yo destrozo mis versos, los desprecio, los regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores interesa la justicia social» , escribía en 1927 el poeta y revolucionario cubano Rubén Martínez Villena. Tal vez sólo quepa decir que hoy son los versos, las ficciones, la cultura, uno de los principales instrumentos de opresión con que cuenta la sociedad capitalista, y que por eso mismo tanto como debiéramos participar en la lucha contra la injusticia, tanto debiéramos incluir en esa lucha la necesidad de arrebatarle a la sociedad capitalista esos y otros instrumentos de opresión.

De la experiencia y los errores del arquero horacio me interesa especialmente aquel que procede de su deseo de aferrarse a un consejo. ¿A qué nos aferramos hoy los artistas que podríamos estar coordinados pero que no lo estamos? Desde mi punto de vista aquello a lo que con perseverancia indebida, como el arquero, nos aferramos es a nuestra independencia. Durante demasiados años se ha cultivado el mito del artista como individuo excepcional. Ahí, en lo excepcional, en el apartarse de la regla aplicable a los de su especie, se gestó su petición de soledad, de independencia, de apartamiento. Sin embargo, si en algo tuviera que radicar, cosa de la que no estoy segura, la excepción del artista, sería precisamente en su capacidad para ser todos, para asemejarse a todos.

Por otra parte, es curioso que aquel prestigio elitista de que gozó el artista y que provocaba el que nadie pudiera entrometerse en su acto privado de creación, conviva hoy con la absoluta dependencia profesional de quienes trabajan para estudios y editoriales creando ficciones. Esos asalariados ya no son llamados artistas, pero tienen un peso mayor en la construcción del imaginario que los escasos artistas teóricamente independientes y que producen alguna novela metaliteraria o alguna película lenta. Mi propuesta es que unos y otros debieran ser cuestionados, analizados, interpelados por los colectivos que se quieren revolucionarios.

No vivimos en España ni en Europa en un momento en que los artistas deban temer la injerencia de un partido fuerte. Los cientos de colectivos que trabajan con criterios de izquierda y acaso revolucionarios, incluidos, con buena voluntad, el Partido Comunista e Izquierda Unida, lo hacen desde posiciones diferentes, a menudo contradictorias, con pocos medios y poco apoyo. En estas circunstancias, no es del partido de quien podemos temer que merme nuestra libertad. No existe pues el temor a la injerencia. Sí conocemos, en cambio, la capacidad de expansión de las telarañas del poder mediático. Si ante esas telarañas permanecemos aislados, protegiéndonos solos, aferrados al consejo de independencia que una vez, hace mucho tiempo, se nos dio, tal vez caigamos como el arquero de Brecht.

Y al cabo debemos recordar que ese consejo de independencia lo ha hecho suyo y complace antes que nadie al capitalista. Son artistas independientes, «libres», lo que el capitalista sobre todo desea. A los otros, a los que dependen de los estudios o de las productoras de televisión, como decía, ni siquiera les llama artistas. La independencia es así el valor de cambio con que el artista se vende en el mercado, la independencia es lo que garantiza que precisamente aquello que vende -conformidad, refugio, legitimidad de este presente y por tanto legitimidad de la dominación, cierta ideología y no otra, etcétera- es fiable y debe ser comprado.

En efecto, el mercado rechazaría sin duda al artista dependiente de un partido, de un colectivo, de un proyecto revolucionario. El mercado le privaría de su condición de «artista». ¿Cómo sobrevivir entonces? No lo sabemos. Tal vez debiéramos recurrir, como tanto lo ha hecho y sigue haciendo el enemigo en su propia guerra fría cultural, a dependencias clandestinas. Y tal vez debiéramos también concentrar una parte de la energía que dedicamos a la construcción de ficciones a desvelar, a hacer patente, la dependencia real de los otros artistas, sus vínculos con los grupos a los que defienden y de qué modo no sólo sus ingresos sino también los argumentos de sus ficciones resultan condicionados por esos grupos mediáticos, por esas fundaciones, por esas instituciones de las que dependen más allá de la productora o la editorial concreta para la que trabajan.

En cuanto a las posibilidad real de sobrevivir en el mercado como artista dependiente de otra cosa que no sea el capitalismo, la posibilidad de hacerlo de un modo abierto, sin duda esta posibilidad estará ligada a la fuerza que tenga esa otra cosa, ese otro proyecto político socialista o comunista o revolucionario. Pues a nadie se le oculta que esta hipótesis para un arte coordinado no quiere ni tiene la menor voluntad de circular en un campo aislado y corporativista compuesto sólo por productores de ficciones, sino que se dirige, a su modesto modo, a ese proyecto político posible.

En cuanto a los siete usos de la lanza que es capaz de encontrar el arquero horacio, quizá debamos pensar en los siete usos posibles de lo que hoy se entiende por «talento individual».

Romper el legado que nos ha encerrado dentro del mito del «talento individual» empezaría por saber quién o qué nombra nuestras individualidades para llamarnos novelistas, dramaturgos, etc. De algún modo, quien ahora les habla tanto como muchos de aquellos a quienes se dirige hemos sido construidos como sujetos «artísticos» por el mercado, por la institución académica y por la producción de obras que no contribuyen a la destrucción de este sistema.

Y bien, esto es así, y tal vez de nuevo sólo quepa decir que al menos no lo sea con nuestro consentimiento, el de los así llamados artistas, y el de los proyectos políticos que renuncian a interferir en el camino de los artistas como no renuncia en cambio el proyecto del capital.

Si aceptamos que los artistas, junto al reconocimiento de los circuitos establecidos o tal vez contra ese reconocimiento, necesitamos escalar una montaña, cruzar un ventisquero para detener al enemigo, entonces habremos creado un espacio para la puesta en cuestión de lo existente. Y es posible que en algunos casos sobrevuele el miedo a un momento que quiso acabar con Joyce, con Proust, con Kafka por tratarse de arte decadente burgués. No acabemos con ellos, pero tampoco renunciemos a la libertad, porque también ahí está la libertad, de criticarles. A tal efecto parece necesario salir del limbo ya sentimental, ya formalista , ya de culto a lo espontáneo por el que transita la lectura del arte hoy.

En torno al campo semántico de lo espontáneo se agrupan adjetivos de carácter positivo, abierto, libre, natural, sincero o expresivo. Por el contrario, lo no espontáneo es, se dice, cerebral, contenido, forzado, artificioso, cauto, todos ellos adjetivos de carácter negativo. Al margen de que convenga cuestionar esta visión hegemónica de la realidad que viene a colocar la reflexión fuera del campo de las cosas deseables, sucede que cuando se trata del arte el malentendido se multiplica.

En primer lugar, se da por sentado que el arte, en este caso la ficción, es algo bueno en sí mismo, y en segundo lugar se conviene en que por tanto será algo espontáneo, libre, abierto. No hay tal espontaneidad en la mayoría de los productos, películas, best-seller, series que alcanzan mayor difusión. Y cuando la hay, ésta pasa simplemente por no cuestionar el sistema de legitimidades en que se desenvuelve.

Hasta tanto no seamos capaces de desentrañar los usos de cada ficción concreta, lo que cada ficción concreta está proponiendo, más allá de las afinidades sentimentales e irreflexivas que nos despierte, difícilmente podremos empezar a imaginar esos otros usos de la ficción que necesitamos.

Nuestra ignorancia es tal que aun si hubiera, y a mi juicio los hay, artistas dispuestos a arriesgar su vida económica, pues ésa es la vida del capitalismo, por detener al enemigo, no sabrían cómo hacerlo. No sabemos en este momento cómo sería el guión de una película subversiva, como sería una telenovela de izquierdas o siquiera si algo así podría existir.

El enemigo nos compra, nos sugiere los temas, nos encarga las obras, nos divide, y nosotros, siguiendo la táctica del espadero horacio, ¿cómo podríamos dividirle a él? La analogía con Brecht es sencilla de ver aunque difícil de poner en práctica: obligándole a perseguirnos. No es sencillo, no somos suficientes y carecemos de medios, relevancia, etcétera, como para crearle esa obligación. Pero quizá valga la pena intentarlo. Quizá valga más la pena intentarlo que seguir tratando de lograr su aprobación.

Entretanto, tal vez sea suficiente fijar un rumbo y no correr, al menos, en la misma dirección que corre el enemigo y a su lado. Esto, cuando de arte se trata significa, desde mi punto de vista, reconocer que no nos interesan los misterios de la condición humana en la misma medida y de la misma forma en que le interesan a los artistas capitalistas. Parece tan sencillo decirlo y sin embargo hay tan pocos espacios en donde pueda ser dicho.

Hasta el momento siempre habíamos afirmado que nos interesaba deslegitimar, desacreditar, aquellas visiones de la condición humana que convierten las situaciones concretas de explotación en situaciones naturales y ahistóricas. Que nos interesaba, añadíamos, legitimar los criterios, los actos, los sentimientos que harían posible, vuelvo a Brecht «sacudir la propia esclavitud sacudiendo totalmente la esclavitud de todos». Y bien, sobre estas cuestiones ha intentado trabajar un cierto arte de un cierto signo político que sigue siendo necesario. Pero también nos interesa, digo ahora y quisiera haber construido con estas líneas un espacio para poder decirlo, imaginar la vida que querríamos, porque no deja de ser significativo que en este momento en que la contrainformación empieza a ser un objetivo posible, carezcamos casi diré por completo de una contraficción donde reconocernos, de un espacio imaginario donde poder probar hasta qué punto, en palabras de Carlos Piera, «el único porvenir digno de ser soñado es el que no tiene que ver con los sueños» o, siquiera, con esos sueños que, como en el poema Brecht, para ganarnos el pan tantas veces hemos ido a ofrecer al mercado donde se compran mentiras.