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Sobre los miedos que amamos, en recuerdo de Arnaldo Otegi y otros

Fuentes: Rebelión

De nuevo un paseo por la ribera del Isar en conversación con el bávaro Harald Martenstein. Me relata su miedo en tarde otoñal. «Hace meses, me cuenta, sigo las noticias sobre la crisis, la deuda y el euro. No pierdo entrevista o discusión sobre el tema en la tele. Leo todos los artículos que caen […]

De nuevo un paseo por la ribera del Isar en conversación con el bávaro Harald Martenstein. Me relata su miedo en tarde otoñal.

«Hace meses, me cuenta, sigo las noticias sobre la crisis, la deuda y el euro. No pierdo entrevista o discusión sobre el tema en la tele. Leo todos los artículos que caen en mis manos. Y me he dado cuenta que me gusta. Me alegra imaginarme que se acerca una inflación monstruosa, que todo se derrumba, que estamos ante un Armageddon de la economía. Realmente me llevé un chasco cuando los jefes de los Estados se unieron sobre la hechura de la deuda griega. Leí: «Las bolsas festejan un final feliz del euro». Pensé: lástima si ocurriera esto.

Me doy cuenta de la calaña moral de mis sentimientos. Está claro, el hombre no es bueno por naturaleza. Sin embargo estoy seguro de que si tuviera la posibilidad de apretar el botón desencadenante del derrumbe de la economía no lo haría. Probablemente no. Quizá luego pensaría: lástima si hicieras esto.

Técnicamente se dice «placer por la angustia». La persona necesita miedo, igual que comer o beber. La angustia hace que uno huya cuando se acerca un tigre o un tsunami. Según mi teoría propia el miedo es como un músculo, al que hay que entrenar de vez en cuando. De lo contrario el miedo no funcionaría cuando se lo requieriera, se volvería tan fláccido como una esparmia o tilo de tiesto tras semanas sin riego. Y para entrenar la angustia de manera permanente tiene que producir al menos cierto placer.

Pertenezco a una generación, continúa Harald mientras mira al horizonte, a la que no le ha ocurrido nada grave, pero yo siempre he sentido angustias soberbias, excelsas: Miedo a una guerra atómica, a un super estruendo. Siempre que pasan por televisión veo la película El día después. El miedo ante una catástrofe ecológica con las variantes más diversas, la muerte de los bosques, del clima, miedo ante epidemias, ante el terrorismo, miedo por el regreso de los nazis, a que los alimentos sean envenenados. La angustia ante la energía atómica fue uno de los miedos más bellos vividos, participé en cadenas humanas, subscribí cientos de resoluciones, abracé a miles de hippies con parcas y entoné canciones antiatómicas; así de bien lo pasé.

Cuando en las noches de invierno me siento ante el fuego y miro al pasado: Las mujeres más bellas y sensibles en realidad las encontré en el movimiento antienergía atómica, fuertes, llenas de energía, su angustia convirtieron poco a poco en sensualidad. Las mujeres del movimiento por la paz eran con frecuencia un poco lánguidas, asustadizas, medrosas y a mí no me atrae demasiado el pachulí. Existe un miedo que tiene un algo de cobaya, de conejillo de Indias, total asexual, y existe el miedo de la fiera acorralada. ¡Ah, este miedo yo lo idolatro, es vital, pura pasión, y las personas se aman como si fuera la última vez.

El miedo ante el Islam a mí no me excita, pero ante el miedo de la inflación se me engordan las venas y me pongo a tope. Me enardece. He comprado un jardín y hago experimentos con plantaciones de verduras. La única que allí crece y se desarrolla es la calabaza. Cuando llegue la inflación voy a tener que comer calabaza durante meses. Cantaremos, bailaremos, nos amaremos y comeremos calabaza con miel silvestre. Sin duda, algún día ocurrirá realmente algo, luego otro día, en algún sitio y no sé qué forma moriremos.

Entonces me gustaría decir que he vivido una vida plena de angustias y miedos, una auténtica orgía de placer por la angustia que me hizo saborear casa segundo».