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Sobre los usos y abusos de la palabra «islamofobia»

Fuentes: Rebelión

El reciente atentado en Barcelona no solamente ha provocado manifestaciones de solidaridad apoyo y empatía sino que también ha sido la excusa para que algunos den rienda suelta a sus más bajas pasiones. Esto se aplica tanto al españolismo rancio, que ha amonestado a las autoridades catalanas con un «esto os pasa por no estar […]

El reciente atentado en Barcelona no solamente ha provocado manifestaciones de solidaridad apoyo y empatía sino que también ha sido la excusa para que algunos den rienda suelta a sus más bajas pasiones. Esto se aplica tanto al españolismo rancio, que ha amonestado a las autoridades catalanas con un «esto os pasa por no estar a lo que hay que estar», como a la extrema derecha, que ha aprovechado la ocasión para atacar mezquitas y difundir bulos. En ese contexto, como ya ocurrió tras los atentados en París (Charlie Hebdo y Bataclan), Marsella, Londres, Manchester, Berlín, vuelve a la palestra el término «islamofobia». Vuelven las advertencias de quienes creen que es el mayor riesgo al que se enfrentan los Estados de Derecho en Europa, y vuelven a aparecer también las dudas sobre la conveniencia de su uso. A mi juicio, ambas posturas tienen algo de razón, y al mismo tiempo ambas desenfocan el problema. Estas líneas pretenden ser una pequeña reflexión crítica sobre la palabra «islamofobia» y las posibilidades de su uso.

1. Anatomía de un neologismo

Un primer hecho sobre el que conviene detenerse es la propia construcción del neologismo, formado por los lexemas «Islam» (una de las tres religiones monoteístas) y «fobia» (aversión, rechazo, odio…).

De entrada, la propia palabra parece un absurdo: ser islamófobo debería ser prácticamente imposible, dada la enorme diversidad interna del Islam. Evidentemente el Islam constituye una sola religión desde un punto de vista teológico, puesto que todas sus ramas comparten un núcleo doctrinal común (Dios es uno, Mahoma es su profeta y el Corán es la palabra de Dios), pero más allá de dicho núcleo existen múltiples variaciones según el lugar y el momento histórico. Este tipo de situación se da también en el Judaísmo (Dios es el Dios de Israel, e Israel es el Pueblo y la tierra de Dios), y en el Cristianismo (Jesús es el Cristo -murió en la cruz por nuestros pecados-, y es hijo y mesías de Dios), acerca de cuya diversidad interna, en el espacio y en el tiempo, tampoco debería caber la menor duda [1].

Sin embargo, cuando tomamos en consideración reacciones que se han calificado como «islamófobas» comprobamos que, efectivamente, en ellas no opera ningún criterio de distinción: lo mismo dan sunníes que chiíes, árabes que subsaharianos, etc. De hecho, por lo general tienden a emplearse las palabras de forma errónea, y a considerar, por ejemplo, que «árabe», «moro» y «musulmán» significan lo mismo. Y también se obvian otros datos de enorme importancia, como que Indonesia es el país del planeta donde viven más musulmanes o que a estas alturas de la historia, y desde hace ya mucho, existen musulmanes europeos porque hay tanto conversos, como hijos y nietos de inmigrantes y de parejas mixtas. Igualmente ocurre que se producen reacciones «islamófobas» contra personas que, dado su país de origen, podrían ser musulmanas, pero que resultan ser cristianas, judías o ateas. Esto quiere decir que el término «islamofobia» no hace más que recoger, en su indeterminación, la propia falta de criterio que se observa en el fenómeno que designa.

Por otro lado, tenemos el término «fobia», que automáticamente hace a cualquiera pensar que el neologismo «islamofobia» sirve para concretar un fenómeno todavía más general, más indeterminado, que es el de la «xenofobia». Aquí aparece de nuevo una potencial crítica al uso de la palabra: si el islamófobo (el que manifiesta aversión, rechazo u odio hacia los musulmanes -sin más distinción-) es en general un xenófobo (el que manifiesta aversión, rechazo u odio hacia los extranjeros -sin más distinción-), no debemos permitir que se particularice, enmascare o circunscriba un fenómeno que en realidad tiene repercusiones mucho más amplias.

Ahora bien, tal vez lo primero que habría que hacer entonces es una reflexión crítica sobre el propio uso de la palabra xenofobia. Para hacerlo es necesario tomar en consideración un dato interesante: la voz xenofobia está registrada en diccionarios poco antes que la palabra racismo (1918 y 1970 en el caso del castellano; 1877 y 1902 en el caso del inglés; 1900 y 1902 en francés). Sin embargo, cabe dudar de que sean exactamente sinónimos, especialmente si uno tiene en cuenta cómo se emplean en la actualidad.

Desde el punto de vista del uso coloquial, expresiones tan desagradables y tramposas como «no soy racista, soy ordenado», pretenden señalar que la aversión hacia esos «otros» extranjeros no se basa en teorías biologicistas sobre las diferencias entre razas y su relación jerárquica, sino en la existencia de diferencias culturales. De hecho, puede haber casos en los que todo tenga un barniz de relativismo cultural: el supuesto «xenófobo no racista» no prefiere su cultura o su modo de vida frente a otros porque sea objetivamente mejor, sino porque es el suyo. Probablemente, sin embargo, baste adentrarse un poco en la argumentación para que salga a relucir la diferencia entre «civilizados» y «bárbaros» y otros matices del mismo estilo. En todo caso creo que es posible trazar una cierta evolución en el posicionamiento de la extrema derecha, que ha pasado de un discurso basado en la supremacía racial a otro que prioriza la supremacía cultural o que incluso se basa en un relativismo cultural intolerante y excluyente.

¿Y qué ocurre con los discursos que se producen desde instancias de poder? ¿Qué ocurre con el discurso de los medios de comunicación? Aquí me atrevería a decir que «xenofobia» es un término que aparece mucho más que «racismo», y que sin embargo no siempre ha sido así. Puede que esa preeminencia de un término frente al otro tenga que ver con la propia evolución discursiva de la extrema derecha a la que acabo de referirme, pero puede ser que haya algo más en juego.

¿Qué sería ese algo más? En mi opinión, ese algo más tendría que ver con la forma en que ha mutado el racismo de Estado y su relación con el racismo socialmente existente. Esa relación es siempre bidireccional: el racismo, como fenómeno social, puede existir independientemente del Estado, pero existe una gran diferencia entre un Estado que tolera e incluso fomenta el racismo porque eso legitima sus propias políticas racistas, y un Estado que realmente toma medidas contra el racismo y, si no lo borra, lo convierte en algo residual que de ningún modo sirve para justificar cualquier ejercicio de poder por parte del propio Estado.

El hecho incómodo al que tenemos que enfrentarnos es el siguiente: todos los Estados europeos han sido y son racistas. Y esas prácticas de racismo de Estado se han extendido a lo largo y ancho del planeta, como se ha extendido igualmente el Estado como estructura de dominación. Así tenemos el racismo de Estado en Estados Unidos, el racismo de Estado en América Latina, etc. El racismo de Estado sirve para al menos tres cosas: sirve para estratificar a la clase trabajadora, lo cual tiene un sentido económico y también político; sirve para probar con los ciudadanos de segunda, víctimas de discriminación, prácticas de dominación que, por esa vía, se vuelven tolerables y luego pueden ser extendidas al conjunto de la sociedad [2]; y sirve para justificar la inserción de los Estados en la jerarquía imperialista global, sea más cerca o más lejos de su cúspide.

Cuando el discurso del Estado, de los grandes medios, deja de hablar de racismo y habla de xenofobia, ¿qué es lo que hace? En primer lugar, borra la existencia del racismo de Estado: el problema es de la gente, no del modelo de sociedad. Y, en segundo lugar, desvincula ese racismo de Estado del racismo socialmente existente. La xenofobia aparece representada como un problema social, una especie de tara psicológica grupal, un mecanismo de defensa irreflexivo e incontrolable, que los poderes públicos solamente pueden administrar a través de estímulos superficiales, igual que ocurre con la inflación, el desempleo o la criminalidad.

El mejor ejemplo de cómo funcionan los neologismos fóbicos es bien reciente: la «turismofobia». El palabro, que ha sido acuñado y globalmente asumido por los grandes medios en un tiempo récord, ha servido para condicionar en favor de las elites políticas y económicas la entrada en el debate público de un problema: el incremento descomunal de los alquileres y los precios en las viviendas en el centro de las ciudades como consecuencia de la altísima demanda de alojamiento turístico pero «auténtico» y de bajo coste, lo cual también repercute en el pequeño comercio (tiendas, bares, etc.) y en la provisión de servicios públicos para los habitantes que se resisten a dejar el barrio. El término «turismofobia» ha servido para convertir en una suerte de reacción social patológica un problema político-económico que no se circunscribe a un sector concreto (el turismo) sino que toca directamente el corazón del «modelo productivo» del país por partida doble: por un lado, porque la industria turística es un motor económico fundamental para España en este momento; por otro, porque la vivienda es uno de los elementos indispensables para la reproducción de la fuerza de trabajo, independientemente del sector económico en el que se inserte.

Volvamos, pues, a la cuestión de la islamofobia. Podemos decir, a la luz de lo planteado hasta aquí, que efectivamente existe el riesgo de que el término sirva para cumplir un papel distorsionador parecido al que desempeña el uso de la palabra «turismofobia» como estrategia para no hablar de «protestas contra la gentrificación», o al que podría desempeñar el uso del término «xenofobia» cuando sería adecuado hablar de «racismo». Pero también es posible afirmar que, del mismo modo que la palabra «xenofobia» nos ayuda a entender cómo se ha transformado el racismo, la palabra «islamofobia» también puede permitirnos comprender cómo opera el racismo de Estado en un caso concreto.

2. Islamofobia: la utilidad política del estereotipo

En el apartado anterior he tratado de analizar la palabra «islamofobia» en un sentido etimológico, formal. Y ese análisis ha permitido explicitar el contenido implícito en dicha forma. Ahora corresponde hacer el ejercicio inverso: tratar la islamofobia desde el punto de vista de su contenido.

El punto de partida es algo que ya he planteado: el modo en el que la islamofobia se aproxima al Islam es totalmente absurdo e infundado. El absurdo se hace tanto mayor cuanto más se disfraza de opinión informada: citas del Corán provenientes de malas traducciones [3]; aseveraciones históricas del tipo «llevan 400 años de guerras intestinas», refiriéndose al cisma entre sunníes y chiíes como si en sus supuestas manifestaciones actuales (las tensiones geopolíticas entre las monarquías del Golfo e Irán) la discrepancia religiosa no fuera lo de menos, y como si las Guerras de Religión no hubieran ocurrido o, en todo caso, como si fueran un pasado bárbaro que hemos dejado civilizadamente atrás [4]; posicionamientos pretendidamente feministas por parte de hombres europeos que se permiten juzgar cómo deben o no deben vestirse las mujeres musulmanas…

En el fondo, la islamofobia es un ejemplo perfecto de cómo funciona nuestra inteligencia a la hora de comprender lo que ocurre a nuestro alrededor: allí donde carecemos de conceptos recurrimos a estereotipos [5]. El contenido de la islamofobia es, por tanto, un estereotipo del Islam.

¿Cómo describir, formalmente, lo que es un estereotipo? La caracterización que hace Robyn Quin es de una precisión total: (I) es una representación reiterada que convierte lo complejo en algo simple; (II) expresan lo que un grupo piensa de otro; (III) parten de elementos ciertos, pero los organizan y presentan de un modo que de hecho distorsiona la realidad; y (IV) muchas veces surgen en contextos de confrontación social en los que el grupo dominante quiere neutralizar la supuesta amenaza que supone el grupo dominado.

Es tan evidente que la islamofobia se basa en un estereotipo que, de hecho, sigue un patrón muy parecido al de casos anteriores en los que toma forma un discurso racista contra trabajadores pobres que profesan una religión distinta de la mayoritaria en el seno de la clase dominante: por ejemplo, las afirmaciones sobre el machismo, la violencia y el rigor religioso que ahora forman parte del estereotipo sobre los musulmanes han sido (pueden seguir siendo) muy frecuentes en los entornos en los que una clase dominante protestante explota a un sector especialmente pobre de la clase trabajadora que resulta ser católico; esto ha afectado muy especialmente a los irlandeses (en Reino Unido y en Estados Unidos) pero también a los católicos pobres del sur de Europa (portugueses, españoles e italianos).

Estas reflexiones me permiten volver a una cuestión que ya se formuló antes: ¿por qué el estereotipo en el que se basa la islamofobia remite esencialmente al «Gran Oriente Medio»?, ¿por qué generalmente deja fuera a poblaciones musulmanas cuantitativa y cualitativamente tan importantes como las del África Subsahariana, Pakistán, la India o Indonesia? Esta pregunta solamente se puede responder si ubicamos la islamofobia en su contexto: el racismo de Estado como dispositivo de dominación de clase e imperialista.

Por un lado, el estereotipo está construido en relación con las poblaciones migrantes desprotegidas cuya explotación se quiere mantener en el tiempo tanto como sea posible. Como la mayor parte de migrantes musulmanes llegados a Europa provienen (o al menos provenían) del Magreb y de Oriente Próximo, el estereotipo del musulmán que está detrás de la islamofobia es un estereotipo que toma rasgos de esas poblaciones y no de otras.

Por otro lado, y creo que este factor es todavía más importante, está la cuestión colonial: Oriente Próximo ha sido y es una de las principales regiones del globo de las cuales depende el sostenimiento de la estructura de dominación imperialista. Y por tanto es también una de las principales regiones en las que se manifiestan las tensiones entre el imperialismo que trata de perdurar y los movimientos de resistencia que tratan de zafarse. No es que esta región tenga, por sí misma, nada especial: son las dinámicas económicas del capitalismo, el desarrollo histórico de las rivalidades entre potencias hegemónicas con síntomas de decadencia y potencias ascendentes, y la distribución caprichosa de recursos que han resultado ser estratégicos, los que han hecho, junto con otros factores todavía más contingentes, que desde finales del siglo XIX hasta la actualidad se trate de una región de crucial importancia.

Desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad, tanto el Magreb como Oriente Próximo han sido territorios de intervención colonial (primero) y neocolonial (después) por parte de las principales potencias europeas (Francia, Alemania, Reino Unido) y del imperialismo estadounidense, al cual están subordinadas con relativo agrado. Durante casi todo el pasado siglo han sido además el escenario de confrontaciones más o menos indirectas entre dicho bloque geopolítico y la Unión Soviética, que no era solamente un rival geopolítico sino sobre todo un modelo alternativo en términos políticos, económicos e ideológicos. La actual Rusia sigue siendo lo primero y, al menos mientras Estados Unidos siga ocupando una posición hegemónica, también parece tratar de representar, igual que China, un modelo alternativo en lo que se refiere a la forma de gestionar y tomar posiciones en los equilibrios de poder globales, aunque no planteen una alternativa integral y radical al orden vigente. No tenemos por qué creernos que esto sea algo más que una táctica, pero también es difícil negar la existencia de dicho contrapeso [6].

En ese contexto geopolítico, construir estereotipos que simplifiquen, menosprecien y embrutezcan a los pueblos que van a sufrir las consecuencias de las agresiones imperialistas es perentorio. Sirve para legitimar decisiones políticas que suponen destinar a guerras e injerencias recursos que podrían estar mejor empleados. Y sirve también para tratar de anular a las víctimas, que pueden terminar por asumir los estereotipos construidos desde fuera como si fueran sus verdaderas identidades [7] . En tercer lugar, también sirve para tratar de a tribui r a causas distintas fenómenos en realidad muy parecidos de violencia nihilista, como pueden ser los atentados «yihadistas», masacres como la de Columbine o episodios de violencia aparentemente conectados a los juegos de rol [8]; se recurre, pues, a una explicación cultural y particularista, obviando que seguramente estamos ante un fenómeno de alcance prácticamente planetario que tiene que ver con la subjetividad fallida que produce el capitalismo actual [9].

Respondiendo a la pregunta que formulaba a unos párrafos atrás, es claro que no es casual que la percepción estereotipada del Islam que alimenta la islamofobia recoja y distorsione rasgos del Islam que se practica en el Magreb y en Oriente Próximo. Se trata, por el contrario, de un estereotipo que se corresponde con el proyecto geopolítico imperialista de reorganización de un «Gran Oriente Medio«, que ha sido el principal criterio estratégico de injerencia imperialista en la región durante las últimas décadas.

Desde este punto de vista, además, cobra especial importancia cuál sea la evolución de la lucha del pueblo palestino. Por un lado, porque el fortalecimiento del Estado de Israel es una pieza esencial de la dominación imperialista en la región. Por otro, porque la resistencia palestina (con todas sus contradicciones y a pesar de ellas) es el principal vector antiimperialista en la región y el principal vínculo entre el antiimperialismo local y los movimientos antiimperialistas existentes, por débiles que sean, en el seno del bloque hegemónico euro-estadounidense. La islamofobia como forma particular de racismo de Estado, y las dinámicas securitarias con las que los Estados europeos responden ante el «yihadismo», son los dos instrumentos fundamentales con los que cuenta el imperialismo para debilitar, a través de la «israelización», los lazos de solidaridad con la resistencia palestina, especialmente en Europa.

Entrando en un mayor nivel de concreción, podemos plantear una pregunta sencilla: ¿por qué cuesta tanto que las autoridades españolas cumplan los términos del acuerdo que existe entre el Estado y la Comisión Islámica? Se podría afirmar que es el miedo a una reacción negativa, que tuviera incluso consecuencias electorales, por parte de los no-musulmanes. Pero lo cierto es que no dar satisfacción a demandas tan lógicas (y formalmente aceptadas) como que los niños musulmanes reciban clase de religión islámica igual que los católicos reciben clase de su propia religión, o que en los comedores escolares se prevea la comida halal, genera más probabilidades de tensión y conflicto que su cumplimiento (porque la demanda se reitera con cada vez más insistencia, y se reabre periódicamente el debate, cada vez más enconado). De modo que hay razones para sospechar que el Estado quiere mantener ese conflicto vivo. ¿Por qué?

Por un lado, porque el racismo de Estado cumple una serie de funciones políticas y económicas, a las que ya me he referido. En términos geopolíticos, y en coherencia con la política de alianzas que mantiene, el Estado español está tolerando y favoreciendo la dependencia de las comunidades musulmanas locales en Marruecos y las monarquías del Golfo.

Por otro, porque el cumplimiento de esas demandas llevaría a una revisión restrictiva de los privilegios que actualmente disfruta la Iglesia Católica. Seguramente la extensión de esos privilegios a todas las confesiones, es decir, su conversión en garantías generales del ejercicio del derecho de libertad religiosa, sería considerada excesiva (sobre todo en sus repercusiones económicas), y por lo tanto lo que se produciría sería un avance significativo para todas las confesiones que ahora mismo son discriminadas, y una pérdida de poder notable para la Iglesia Católica, y consiguientemente para un sector de la clase dominante española.

3. Sobre los dos tópicos esenciales del estereotipo islamófobo: democracia y laicismo

Volvamos sobre la visión estereotipada del Islam de la que se alimenta la islamofobia. Me interesa abordar con un poco de detalle, aunque de todos modos se trate de una reflexión breve, los que a mi juicio son los dos principales elementos de ese estereotipo. Los dos remiten a la supuesta incompatibilidad del Islam con nuestro «modo de vida», porque de lo que hablan es de la supuesta incompatibilidad del Islam con dos principios en los que supuestamente se asientan nuestras sociedades. El primer tópico es el de la incompatibilidad del Islam con la democracia. El segundo tópico es el de la incompatibilidad del Islam con el laicismo. Lo que me propongo es proporcionar los argumentos necesarios para desmontar ambos tópicos.

Empecemos por el Islam y la democracia. La pregunta esencial en este caso es qué se está entendiendo por democracia. Especialmente porque quienes afirman que el Islam es incompatible con la democracia suelen ser los mismos que afirman que el Estado de Israel. Estamos hablando de un Estado cuya economía se fundamenta en importantes desigualdades acompasadas con una fuerte jerarquización étnico-racial (el judío europeo está mejor que el judío árabe, que a su vez está mejor que el judío etíope…). Y cuya constitución política es indisociable de un régimen de apartheid contra el pueblo palestino. Lo que sí es Israel es un Estado con un parlamentarismo liberal razonablemente funcional, aunque se asiente sobre un terrible lado oscuro. Y es cierto que, en general, todas las regiones que han sido víctimas de la colonización moderna y que se mantienen en posiciones subordinadas dentro de la estructura de dominación imperialista tienen enormes dificultades para construir órdenes parlamentarios liberales exitosos. Es normal: el parlamentarismo liberal necesita operar sobre una base material (social y económica) que no se da de forma óptima en los países en los que prevalecen formas sociales tradicionales y en los que el capitalismo opera con debilidades importantes.

La democracia real, es decir, la participación activa y sostenida en el tiempo de todos los miembros de una comunidad en los asuntos públicos, no depende de la religión ni de otros rasgos culturales. Depende de la existencia de una considerable igualdad material en el seno de esa comunidad, y de condiciones políticas favorables a la deliberación abierta y a la implicación activa de todos los miembros de la comunidad en el proceso de toma de decisiones vinculantes, directamente y mediante representantes. Algunas de esas condiciones políticas tienen origen interno, es decir, dependen de la existencia de un sujeto político mayoritario que quiera dotarse de una constitución política democrática y que tenga la fuerza necesaria para sentar las bases materiales de esa constitución. Otras, igualmente importantes, son externas: la democracia y la deliberación pueden ser muy difíciles de mantener, objetiva y subjetivamente, cuando se da una situación de enfrentamiento permanente con un enemigo militar y económicamente superior que además no tiene que preocuparse demasiado por su propia democracia interna. Ese tipo de adversidades internas y externas las enfrentan todos los pueblos que han sido y son víctimas de la colonización y el imperialismo.

El otro tópico es la incompatibilidad entre Islam y laicismo [10]. Lo esencial aquí es constatar un hecho totalmente contra-intuitivo: el laicismo europeo está concebido, construido y explicado a partir de la matriz teológica cristiana, especialmente en su variante católica.

Una matriz teológica no contiene solamente ideas y doctrinas, sino que también involucra prácticas y usos sociales. Esto significa que el vínculo religioso es un tipo de vínculo social, pero no es el único. Lo que ocurre es que en las sociedades tradicionales tiende a prevalecer o imperar sobre los demás. Y la forma concreta en que prevalece o impera, la forma en que se relaciona con el resto de vínculos sociales y les reconoce un lugar, varía según cada matriz teológica.

El conflicto entre el contenido normativo de una matriz teológica y las necesidades objetivas de la vida práctica es inevitable. Las sociedades se van desarrollando y transformando como resultado de sus tendencias propias y del contacto de unas con otras, y por tanto van cambiando las normas que orientan el comportamiento de los individuos y los grupos. En general las matrices teológicas son muy rígidas, y si cambian es más bien gracias al cambio de la interpretación que se hace de normas cuyo contenido literal permanece inalterado. Pero incluso el abanico de interpretaciones posibles está teológicamente predefinido o condicionado, de modo que, en realidad, cada matriz teológica tiene un modo particular y restringido de adapta ción al cambio social.

El laicismo en sentido estricto, el laicismo a la europea, cuyo arquetipo es el laicismo francés, es la forma en que el Cristianismo, especialmente en su variante católica, se adapta progresivamente a la llegada de la modernidad. Es la forma en la que se resuelve el conflicto que surge entre las nuevas formas de relación social, las nuevas relaciones económicas y las nuevas dinámicas políticas, por un lado, y la matriz teológica que se supone que tendría que ordenarlas todas, por el otro.

La solución es, por una parte, la conversión de las creencias religiosas en un asunto «privado», aunque todavía pueden tener y tienen una enorme influencia sobre el posicionamiento político de los agentes políticos. Por otra, también se produce la inhibición del Estado en materia religiosa, es decir, la asunción de que la matriz teológica no puede prevalecer como el marco normativo dominante. En su lugar, el papel predominante en la ordenación de la vida social lo desempeñan el Derecho y el mercado. Esta forma de inhibición de la teología se da por dos motivos: primero, porque existen las condiciones materiales necesarias para que el Derecho y el mercado ordenen lo que antes ordenaba la teología; y segundo, porque es teológicamente justificable que la inhibición se produzca en esos términos (las raíces de esa justificación están básicamente en la teología política paulina).

De modo que, si de lo que se trata es de plantear la incompatibilidad entre laicismo e Islam, hay que partir de la constatación de dos diferencias fundamentales. La primera es que la matriz teológica es distinta, y por tanto el proceso de secularización, es decir, de debilitamiento de las normas religiosas y su sustitución por otras que manan de poderes «temporales», se va a dar de forma distinta. La segunda es que las sociedades musulmanas son sociedades atravesadas por el hecho colonial, y por tanto en ellas no existen las condiciones materiales para que órdenes racionales e impersonales como el Derecho y el mercado sean totalmente hegemónicos. En definitiva, ni teológica ni socialmente se puede pensar en una inhibición de la norma religiosa idéntica a la que se produce en el Cristianismo europeo. Es más: las circunstancias materiales son tan importantes que la inhibición del orden religioso incluso en países católicos puede ser enormemente distinta, y para constatar esas diferencias no hace falta más que comparar el laicismo francés con la «aconfesionalidad» española, y ambas, a su vez, con las prácticas religiosas existentes en América Latina.

Ahora bien: argumentar en estos términos no implica optar por un multiculturalismo relativista. El laicismo, entendido como una solución institucionalizada al conflicto entre normas religiosas y realidades sociales basada en asegurar una gran flexibilidad a favor de estas últimas y en una interpretación muy laxa de las primeras es, sin lugar a dudas, la mejor opción posible. Es universalmente defendible como la que mejor garantiza la coexistencia de grupos que practican religiones diferentes, y la que mejor asegura a los individuos y a los grupos humanos la libertad de optar por un modo de vida guiado con mayor o menor rigor por las normas religiosas, asegurando que los más rigurosos no tendrán poder para imponerse por la fuerza a los más laxos.

Pensado el laicismo en estos términos, no cuesta mucho encontrar numerosos ejemplos de su puesta en práctica , con relativo éxito, en multitud de países donde el Islam es la religión mayoritaria. Kemalismo y baazismo son los dos más claros y conocidos. A mi juicio, lo que mejor ha perdurado en el tiempo y se ha consolidado de estos modelos es lo que entroncaba con la matriz teológica de la que partían y con la que dialogaban, lo que mejor sintonizaba con el contexto social y cultural en el que tenían que operar. Por el contrario, lo que peor ha funcionado, y por eso estos modelos han entrado en crisis, es lo que en realidad replicaba acríticamente las pautas de la dominación colonial. En todos estos casos se puede constatar, junto con otros factores, la existencia de elites locales que identifican Europa con modernidad, desarrollo y riqueza, y que importan de las antiguas metrópolis todo lo que les llama la atención, incluido un laicismo a la francesa que tratan de imponer yendo más allá de lo que el propio contexto social demanda y puede asumir.

La reacción «islamista» a la crisis de estos modelos laicos nos resulta desagradable porque se puede llevar por delante los beneficios del laicismo, las tradiciones socialistas y una parte de las redes regionales de solidaridad internacionalista. Sin embargo, no podemos responder con una defensa a capa y espada del laicismo de siempre, el europeo, el francés, porque ese laicismo está teológicamente sesgado y solamente es exportable si se mantiene como fundamento el esquema colonial. Nos guste o no, al laicismo universal solo se puede llegar desde matrices teológicas particulares.

4. A modo de conclusión

En definitiva, lo que he querido plantear en este texto es que es posible y necesario recurrir al término islamofobia para entender cómo funciona, en una de sus vertientes, el racismo de Estado, que es una expresión más del orden imperialista que garantiza la reproducción del capitalismo a nivel global. Es necesario complementarlo con análisis de otras manifestaciones del racismo de Estado en su relación con los pueblos de otras regiones, lo cual nos llevará a otros estereotipos y tópicos, tales como las supuestas tendencias «caudillistas» de los latinoamericanos o el supuesto «tribalismo» de los subsaharianos.

Me gustaría concluir estas reflexiones relatando la conversación que hace unos cuantos meses tuvimos algunos miembros del Foro contra la Guerra Imperialista con el ex-diplomático y comunista etíope Mohamed Hassan, después de la presentación del libro Yihad made in USA en la librería Contrabandos de Madrid. En esa conversación, Hassan planteó una curiosa crítica del modo en que los comunistas europeos intentan captar a nuevos militantes: seguimos, según él, el esquema cristiano del sermón eclesial. Esto, decía Hassan, es nefasto cuando encima lo que se busca es ganar aliados en otros países: el africano, decía, va a escuchar la perorata del militante comunista, pero no va a retener nada de lo que diga y acabará harto y aburrido. En su lugar, Hassan recomendaba una estrategia de aproximación mucho más cautelosa: se empieza por establecer un vínculo personal normal, invitando a un té o a un café, y hablando de cualquier cosa; ese gesto genera un vínculo, y además deja al interlocutor con la sensación de que ha contraído una deuda, de modo que la siguiente vez que se vaya a dar una conversación será él quien querrá invitar a un té o un café; ese tipo de vínculo inicial, en condiciones de igualdad y mutuo respeto, sienta la mejor base para que cuando haya que hablar de un tema político (una manifestación o una huelga) la disposición del interlocutor sea otra.

Hassan conectaba esto con la historia de la fundación del Partido Comunista de Indonesia, que tiene su origen, por un lado, en la capacidad de liderazgo de un socialista holandés, Henk Sneevilest, fundador de la Asociación Social Democráta de las Indias (ISDV); y, por otro, en la alianza de esta organización con la principal fuerza anticolonial indonesia, la Unión Islámica (Sarekat Islam). Tal y como lo contó Hassan, Sneevilest no solamente pensaba en la liberación nacional de Indonesia sino también en la ampliación y el fortalecimiento del movimiento comunista a nivel internacional y más allá de Europa. El «mundo islámico» era un objetivo evidente y prioritario, vista su extensión territorial, su dimensión demográfica, y la existencia de un vínculo (la religión) que facilita la comunicación y la difusión de ideas. La Meca era, por lo tanto, el lugar donde una célula comunista podía encontrar a más musulmanes de más sitios distintos, incluidos los indonesios. Consiguientemente, según el relato de Hassan, la progresiva consolidación de un movimiento comunista en Indonesia, y la alianza de la ISDV con la Unión Islámica, fue posible por las labores de contacto y captación de nuevos militantes realizada no solamente en la misma Indonesia sino también en La Meca.

Hassan presentó esta historia como el mejor ejemplo de la forma en que debe proceder un revolucionario en la defensa de su causa. Y yo no encuentro mejor forma de ilustrar el tipo de estrategia política que debería acompañar a un análisis como el que he planteado en este texto. Hassan concluyó su relato dando una de las definiciones más bellas que he oído nunca para referirse a la militancia revolucionaria: como ejemplifican los camaradas de Sneevilest, que se fueron a dar vueltas a la Kaaba para captar discretamente nuevos militantes, «un comunista es un pez capaz de nadar en aguas turbias».


Notas

[1] Estas observaciones sobre el núcleo doctrinal de las tres religiones del libro las tomo del teólogo Hans Küng, que les ha dedicado sendos libros, publicados en castellano por la editorial Trotta.

[2] Esta apreciación sobre la utilidad del racismo se la tomo prestada al sociólogo Christian Orgaz, que me ha señalado en alguna conversación cómo la fusión de las jurisdicciones administrativa y penal en el caso de los inmigrantes sin papeles (que son internados en los CIEs por una falta administrativa) ha preparado el terreno para la Ley Mordaza (que transfiere la respuesta jurídica a las acciones de protesta cívica del ámbito penal al contencioso-administrativo).

[3] Ver el ejemplo tratado recientemente en Twitter por @cristaljar.

[4] Y si es así, que me expliquen por qué el Estado español está evitando hacer cualquier gesto institucional con motivo del quinto centenario de la Reforma Protestante.

[5] Ver a este respecto el material producido por el Foro Contra la Guerra Imperialista como resultado del primer conversatorio que tuvo lugar durante su tercera temporada de actividad, así como el estudio «Enfoques sobre el estudio de los medios de comunicación: la enseñanza de los temas de representación de estereotipos» de Robyn Quin.

[6] Quiero explicitar que e xiste una diferencia notable entre la argumentación falaz que contrapone, desde la equidistancia, un supuesto imperialismo ruso al imperialismo estadounidense, y un análisis que es capaz de tomar en cuenta, simultáneamente, dos cosas:

Por un lado, que en un mundo en el que el capitalismo es el modo de producción dominante, el imperialismo es la estructura de dominación política global que ordena jerárquicamente a los Estados y, por consiguiente, a los capitales nacionales y regionales. Del mismo modo que no hay un «afuera» del modo de producción capitalista, sino proyectos de transición socialista que se fraguan dentro del propio capital a partir de los resquicios que dejan sus propias tensiones internas, no hay un afuera del imperialismo.

Por otro lado, sin embargo, también tiene en cuenta la naturaleza histórica tanto del capitalismo en cuanto modo de producción como del imperialismo en cuanto estructura de dominación, y por consiguiente toma en consideración las diferencias cuantitativas y cualitativas que colocan el proyecto de dominio global de Estados Unidos y sus aliados en una posición hegemónica diferente de la que ocupa cualquier gran potencia que no se inserte en ese bloque hegemónico.

[7] De hecho, lo más parecido que hay a un miembro del DAESH (tal y como se muestran en los vídeos de propaganda) es cualquier antagonista árabe-musulmán de una película de Hollywood.

[8] Es muy ilustrativo a este respecto el hilo de Twitter de @athalbert que compara la forma en la que los medios hablaron de los juegos de rol hace unos años con el tratamiento informativo que se da del Islam en la actualidad

[9] Esto lo defendió hace ya años Robert Kurz en su artículo «La pulsión de muerte de la competencia».

[10] Repito prácticamente sin modificaciones lo que planteé en un hilo en Twitter hace unos días.

Blog del autor: https://fairandfoul.wordpress.com/2017/09/01/usos-y-abusos-islamofobia/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.