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Sobre mercados y utopías

Fuentes: La gente

Para nadie es un misterio que esta época tan especial, en la cual el capitalismo ha experimentado una reestructuración regresiva a escala planetaria, se encuentra dominada por una ideología: el neoliberalismo. Éste se ha convertido en el sentido común de nuestro tiempo, si bien es cierto que su penetración e importancia práctica se distribuye de […]

Para nadie es un misterio que esta época tan especial, en la cual el capitalismo ha experimentado una reestructuración regresiva a escala planetaria, se encuentra dominada por una ideología: el neoliberalismo. Éste se ha convertido en el sentido común de nuestro tiempo, si bien es cierto que su penetración e importancia práctica se distribuye de manera sumamente desigual según países y regiones.

Así como en el pasado aun los líderes más despóticos y autoritarios no dejaban de exaltar el valor de la democracia y de asegurar que los regímenes que presidían eran auténticas expresiones de la misma, en nuestro tiempo los gobernantes parecen competir en un concurso para ver quién declara con más ahínco su adhesión a los principios del «libre mercado».

Tanto antes como ahora, esas expresiones tienen poco que ver con la realidad y, en el caso particular de los mercados competitivos, la retórica del neoliberalismo excede con creces la realidad objetiva de los mismos. Hay mucho menos mercado de lo que se dice, tal vez por aquello que oportunamente recordó John Williamson en un famoso paper al decir que «Washington no siempre practica lo que predica», y a lo cual podríamos agregar que no sólo Washington sino que tampoco Bonn, París, Londres y Tokio parecen demasiado preocupados por el llamativo contraste entre la hueca retórica neoliberal utilizada en sus exhortaciones a terceros países -¿pagando un lip service al Banco Mundial, al FMI y a la Casa Blanca?- y el curso concreto de sus políticas económicas. Pese a sus reclamos en favor de la propuesta neoliberal, los capitalismos desarrollados continúan teniendo Estados grandes y ricos; muchísimas regulaciones que «organizan» el funcionamiento de los mercados; recaudación de impuestos; promoción de formas encubiertas y sutiles de proteccionismo y subsidios y conviviendo con déficit fiscales sumamente elevados.

Si se observa la experiencia de los países «reformados» según los preceptos del Consenso de Washington -América Latina, Europa Oriental y Rusia- se advierte que el triunfo del neoliberalismo ha sido más ideológico y cultural que económico. Esta victoria se asienta sobre una derrota epocal de las fuerzas populares y las tendencias más profundas de la reestructuración capitalista y se manifiesta a lo largo de cuatro dimensiones:

a) La avasalladora tendencia a la mercantilización de derechos y prerrogativas conquistados por las clases populares a lo largo de más de un siglo de lucha, convertidos ahora en «bienes» o «servicios» adquiribles en el mercado. La salud, la educación y la seguridad social, por ejemplo, dejaron de ser componentes inalienables de los derechos ciudadanos y se convirtieron en simples mercancías intercambiadas entre «proveedores» y compradores al margen de toda estipulación política. Y, algo de particular interés para muchos de nosotros, el medio ambiente también ha sufrido un acelerado y gravísimo proceso de mercantilización que no sólo pone en cuestión la injusticia e inequidad de un orden económico como el capitalista sino que deteriora radicalmente la sustentabilidad misma de la vida en el planeta.

b) El desplazamiento del equilibrio entre mercados y Estado, un fenómeno objetivo que fue reforzado por una impresionante ofensiva en el terreno ideológico que «satanizó» al Estado mientras se exaltaban las virtudes de los mercados. Cualquier tentativa de revertir esta situación no sólo deberá enfrentar a los factores estructurales sino que, al mismo tiempo, tendrá que vérselas con potentes definiciones culturales sólidamente arraigadas en la población que asocian lo estatal con lo malo e ineficiente y los mercados con lo bueno y eficiente.

c) La creación de un «sentido común» neoliberal, de una nueva sensibilidad y de una nueva mentalidad que han penetrado muy profundamente en el suelo de las creencias populares. Como sabemos, esto no ha sido obra del azar sino el resultado de un proyecto tendiente a «manufacturar un consenso», para utilizar la feliz expresión de Noam Chomsky, y para lo cual se han destinado recursos multimillonarios y toda la tecnología mass-mediática de nuestro tiempo a los efectos de producir un duradero lavado de cerebro que permita la aplicación aceitada de las políticas promovidas por los capitalistas. Este conformismo también se expresa en el terreno más elaborado de las teorías económicas y sociales por aquello que en Francia se denomina «el pensamiento único». Basta comprobar la ausencia de todo debate económico significativo en América Latina para aquilatar los perniciosos alcances de aquél en nuestra región.

d) Finalmente, el neoliberalismo cosechó una importantísima victoria en el terreno de la cultura y la ideología al convencer a amplísimos sectores de las sociedades capitalistas -y a la casi totalidad de sus elites políticas- de que no existe otra alternativa. Su éxito en este terreno ha sido rotundo: no sólo impuso su programa sino que, inclusive, cambió a su provecho el sentido de las palabras. El vocablo «reforma», por ejemplo, que antes de la era neoliberal tenía una connotación positiva y progresista -y que fiel a una concepción iluminista remitía a transformaciones sociales y económicas orientadas hacia una sociedad más igualitaria, democrática y humana- fue apropiado y «reconvertido» por los ideólogos del neoliberalismo en un significante que alude a procesos y transformaciones sociales de claro signo involutivo y antidemocrático. Las «reformas económicas» puestas en práctica en los años recientes en América Latina son, en realidad, contrarreformas orientadas a aumentar la desigualdad económica y social y a vaciar de todo contenido las instituciones democráticas.

¿Mercados o naciones?

Ahora bien, la soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe necesariamente encarnarse en un Estado nacional. Es posible que en el futuro esto no sea así y que el sistema interestatal ceda su lugar a una nueva configuración política internacional. Pero, mientras tanto, la sede de la democracia continuará siendo el Estado nación. Ahora bien, ¿cuál es el drama de nuestra época? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han sido concientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las políticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las grandes empresas. A resultas de lo anterior, aquéllos se convirtieron en verdaderos «tigres de papel» incapaces de disciplinar a los grandes actores económicos y, mucho menos, de velar por la provisión de los bienes públicos que constituyen el núcleo de una concepción de la ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.

Una somera indicación de los alcances de este fenómeno se torna evidente a partir de una sencilla operación. Si comparamos las cifras de ventas de algunas de las grandes empresas transnacionales con las correspondientes al producto bruto de los países latinoamericanos en 1992 y compilamos una lista unificada de Estados y empresas hallaríamos a la cabeza de la misma a Brasil, con un producto bruto de trescientos sesenta mil millones de dólares. Luego vendría México con trescientos veintinueve mil millones y a continuación Argentina, con doscientos veintiocho mil millones. Después comienza a aparecer una serie de «países» muy extraños: General Motors, con ciento treinta y dos mil millones; Exxon, con ciento quince mil millones; Ford, con cien mil millones; Shell, con noventa y seis mil millones; Toyota, IBM; y a continuación aparece Venezuela, con sesenta y un mil millones y, al final, Bolivia con apenas cinco mil trescientos millones de dólares de producto bruto.

¿Qué lecciones se desprenden de una lista tan heterogéneo como ésta? Que la capacidad de negociación de nuestros países con estos gigantes de la economía mundial se ha visto menoscabada a lo largo de las últimas décadas. Mientras los Estados de la periferia se achicaban y debilitaban al ritmo impuesto por los ajustes neoliberales de los ochenta y los noventa, el rango y el volumen de operaciones de las megacorporaciones se acrecentó extraordinariamente. Como bien lo recuerda el citado informe del UNRISD, entre 1980 y 1992 las ventas de las megacorporaciones crecieron a más del doble, mientras que los Estados sufrieron las sangrías ocasionadas por la ortodoxia neoliberal auspiciada por esas mismas empresas. El movimiento de tijeras hizo que los primeros quedaran en una posición cada vez más desventajosa en relación a las segundas. Aquellos Estados tienen escasas posibilidades de lidiar con estos nuevos «Leviatanes» de la economía mundial. No se encuentran totalmente inermes, pero las probabilidades de ejercer un control efectivo sobre las grandes empresas son muy limitadas. Esto es particularmente cierto en el caso de países con economías pequeñas: ¿cuáles son los instrumentos con que cuenta un gobierno democrático de Bolivia para negociar con una corporación como la GM, cuya cifra de ventas anuales es veintiséis veces superior a la de su producto bruto? ¿Cómo podría hacerlo la totalidad de los países del Africa subsahariana, cuyo producto bruto combinado es levemente superior a las ventas anuales de General Motors y Exxon?

La realidad es que nuestros Estados son hoy mucho más dependientes que antes, agobiados como están por una deuda externa que no cesa de crecer y por una «comunidad financiera internacional» que en la práctica los despoja de su soberanía al dictar las políticas económicas dócilmente implantadas por los gobiernos de la región. La gravedad de este proceso de creciente subordinación de los Estados de la periferia a los oligopolios que controlan los mercados mundiales es de tal magnitud que incluso un personaje tan poco propenso a expresar ideas de avanzada, como el presidente Fernando de la Rúa, reconoció durante el festejo por el Día de la Independencia argentina, el 9 de julio de 2001, que el país era más dependiente que antes. Pero, por una de esas paradojas de la historia las teorizaciones sobre la dependencia o el imperialismo son desestimadas por los elencos gobernantes y los intelectuales orgánicos del capital como meros anacronismos, precisamente cuando adquieren una vigencia mayor aún de las que tenían en los sesentas. Nuestros países son hoy muchísimo más dependientes de lo que lo eran en los años sesentas. A esto hay que añadir que las perspectivas de la autodeterminación nacional -un corolario necesario de la soberanía popular- se cierran aún más bajo la égida del neoliberalismo al prevalecer una ideología autoincriminatoria que so pretexto de la «reforma del Estado» lo conduce a su radical debilitamiento y su casi completa destrucción. En consecuencia, la fenomenal desproporción entre Estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros países. Para enfrentarla es preciso: construir nuevas alianzas sociales que permitan una drástica reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, diseñar y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios públicos democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las empresas transnacionales.

Un vicio imperdonable de muchos economistas, producto de la crisis teórica y la asombrosa estrechez de miras que caracterizan a la disciplina en estos días, ha sido el de considerar a los países y a los Estados simplemente como mercados. Sin embargo, pese al economicismo dominante, nuestros países son antes que nada naciones y, tan sólo luego, sedes de mercados. En los años del auge petrolero mexicano, Carlos Fuentes escribió un memorable artículo en el New York Times con el título: «¡México no es un pozo de petróleo!» La ideología dominante no por casualidad resignifica a los países convirtiéndolos en grises mercados, todos uniformizados por la dinámica incesante de la oferta y la demanda. Es que el debilitamiento de los Estados nacionales facilitado, por un lado, por la extinción práctica de la idea de nación -supuestamente subsumida bajo la corriente «civilizatoria» de la globalización- y, por el otro, por el imperio de las políticas «orientadas hacia el mercado» culmina en la degradación de la nación al rango de un mercado. Además, lo anterior significa aceptar -tal como lo hace el discurso dominante de la economía- que los hombres y las mujeres de la democracia son despojados de su dignidad ciudadana y se convierten en instrumentos, en simples medios, al servicio de los negocios de las empresas. Reducir los significados, el destino y el propósito por el cual vivimos en una sociedad a la mera obtención de una tasa de ganancia nos parece, a la luz de la ética y la teoría política, de una sordidez incalificable, aparte de ser una operación que sella ominosamente el destino de las democracias tan laboriosamente conquistadas en América Latina.

La necesaria reivindicación de la utopía

Es preciso recordar y evitar ser abrumados por la ideología dominante. Sumergidos bajo su influencia e impresionados por la súbita «conversión» de numerosos intelectuales -otrora críticos vehementes del capitalismo- a su credo, grandes segmentos de nuestras sociedades parecen resignados a pensar que el mundo será, de aquí en más, neoliberal hasta el fin de los tiempos. Aunque tardíamente, los mercados se habrían «cobrado su revancha» por tantos decenios de desprecio u hostilidad a manos de socialistas y populistas de todos los colores.

Sin embargo, los tiempos del neoliberalismo serán mucho más cortos de lo que se supone. Su «gran promesa» ha quedado penosamente desvirtuada por los hechos: tanto en los capitalismos desarrollados como en la periferia la reestructuración neoliberal se hizo a expensas de los pobres y de las clases explotadas. La propiedad de los medios de producción no se «democratizó,» las desigualdades económicas y sociales no se atenuaron y la prosperidad no alcanzó a derramarse hacia abajo, como aseguraba reconfortantemente la «teoría del derrame».

Las sociedades que el neoliberalismo construyó a lo largo de estos años son peores que las que las precedieron: más divididas y más injustas, y los hombres y mujeres viven bajo renovadas amenazas económicas, laborales, sociales y ecológicas. El grave problema que caracteriza a nuestra época es que mientras el neoliberalismo exhibe evidentes síntomas de agotamiento el modelo de reemplazo todavía no aparece en el horizonte de las sociedades contemporáneas. ¿Por cuánto tiempo habrá de prolongarse esta agonía? No sabemos. Lo que sí sabemos, y nos revitaliza en nuestras luchas, es que «históricamente el momento de viraje de una ola es una sorpresa» y que el neoliberalismo puede sucumbir mucho antes de lo esperado.

Haciendo gala de su talento de historiador, Perry Anderson planteó que las fuerzas progresistas debían extraer tres lecciones de las vicisitudes históricas del neoliberalismo. La primera aconsejaba no tener ningún temor a estar absolutamente a contracorriente del consenso político de nuestra época. Hayek y sus cofrades tuvieron el mérito de mantener sus creencias cuando el saber convencional los trataba como excéntricos o locos, y no se arredraron ante la «impopularidad» de sus posturas. Debemos hacer lo mismo, pero evitando un peligro que muchas expresiones de la izquierda no supieron sortear: el autoenclaustramiento sectario, que impide al discurso crítico trascender los límites de la capilla y salir a disputar la hegemonía burguesa en la sociedad civil. La más radical oposición al neoliberalismo será inoperante si no se revisan antiguas y muy arraigadas concepciones de la izquierda en materia de lenguaje, estrategia comunicacional, inserción en las luchas sociales y en el debate ideológico-político dominante, actualización de los proyectos políticos y formas organizacionales, etc. En síntesis, estar a contracorriente no necesariamente significa «dar la espalda» a la sociedad o aislarse de ella.

Segundo: el neoliberalismo fue ideológicamente intransigente y no aceptó ninguna dilución de sus principios. Fueron su «dureza» y su radicalidad los que hicieron posible su supervivencia en un clima ideológico-político sumamente hostil a sus propuestas. El compromiso y la moderación sólo hubieran servido para desdibujar por completo los perfiles distintivos de su proyecto, condenándolo a la inoperancia. La izquierda debe tomar nota de esta lección, siendo conciente de que la reafirmación de los principios socialistas no nos exime de la obligación de elaborar una agenda concreta y realista de políticas e iniciativas susceptibles de ser asumidas por gobiernos posneoliberales. Hayek y los suyos tuvieron estas recetas disponibles cuando el keynesianismo daba muestras de agotamiento. Nosotros todavía no la tenemos, pero nada autoriza a pensar que los obstáculos que existen son insuperables. En los treinta fueron muchos los que dijeron que la burguesía había hallado en John M. Keynes «el Marx burgués». Parafraseando esos dichos, podría decirse que las fuerzas populares y todo el arco social condenado por los experimentos neoliberales están a la espera de la aparición del «Keynes marxista», capaz de sintetizar la crítica al capitalismo de Karl Marx con un programa concreto de política económica capaz de sacar a nuestras sociedades del marasmo en que se encuentran. La sola exposición de las lacras y la miseria producidas por el capitalismo no bastará para hallar una salida «por la izquierda» a la crisis actual.

Tercera lección: no aceptar ninguna institución establecida como inmutable. La práctica histórica demostró que lo que parecía una «locura» en los años cincuenta -crear 40 millones de desocupados en la OECD, reconcentrar ingresos, desmantelar programas sociales, privatizar el acero y el petróleo, el agua y la electricidad, las escuelas, los hospitales y hasta las cárceles- pudo ser posible y a un bajísimo costo político para los gobiernos que se empeñaron en dicha empresa. La «locura» de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y «utópica» que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de von Hayek y Friedman. Su triunfo demuestra la «insoportable levedad» de las instituciones aparentemente más consolidadas y de las correlaciones de fuerza supuestamente más estables y arraigadas. ¿O es que habremos de creer que, con el triunfo de la democracia liberal y el capitalismo de libre mercado, la historia ha efectivamente llegado a su fin?

Debemos, en consecuencia, ser conscientes de que un proyecto socialista, pensado de cara al siglo XXI, también es posible y que no es más utópico que el que prohijaron los neoliberales en los años de la posguerra. Ellos perseveraron y triunfaron. Si la izquierda persevera y tiene la audacia de someter a revisión sus premisas y sus teorías, su agenda y su proyecto político -tal cual lo hicieron Marx y Engels desde 1845 en adelante- también ella podrá saborear las mieles del triunfo y el más noble sueño de la humanidad podrá comenzar a cumplirse antes de lo sospechado. Una curiosa coincidencia nos permite rematar este argumento acerca del «realismo» de las utopías. Es curiosa porque se produce entre dos intelectuales que difícilmente podrían estar más enfrentados entre sí: Max Weber y Rosa Luxemburgo. Recordemos que el primero, con su habitual mezcla de desprecio e irritación por los socialistas, llegó al extremo de afirmar, según lo atestigua uno de sus más importantes estudiosos, que «Liebknecth debía estar en un manicomio y Rosa Luxemburgo en un zoológico». En 1919 y en dura lucha contra el pesimismo y la desilusión que cundían en una Alemania derrotada y desmoralizada, Max Weber tuvo ocasión de reflexionar, probablemente sin advertirlo, sobre el papel de las utopías. Como sabemos, si había un tema muy ajeno a sus premisas epistemológicas -fundadas sobre una rígida separación entre el universo del ser y el de los valores- era precisamente la cuestión de las utopías. Sin embargo, en La Política como Vocación escribió unas líneas notables en donde reconocía que «en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez», y exhortaba al mismo tiempo a soportar con audacia y lucidez la destrucción de todas las esperanzas -y, diríamos nosotros, de todas las utopías- porque, de lo contrario, «seremos incapaces de realizar incluso aquello que hoy es posible». Una reflexión no menos aguda había formulado -pocos meses antes y en el mismo país- Rosa Luxemburgo. En vísperas de su detención y posterior asesinato y avizorando con su penetrante mirada el ominoso futuro que se cernía sobre Alemania y la joven república soviética, la revolucionaria polaca decía que «cuanto más negra es la noche, más brillan las estrellas». Lejos de extinguirse, la necesidad del socialismo se acentúa ante la densa oscuridad que el predominio del capitalismo salvaje arroja sobre nuestras sociedades. Son palabras hermanadas aquéllas, de dos brillantísimos intelectuales que en grados diversos coincidieron, sin embargo, en no renunciar a sus esperanzas y en negarse a capitular: Weber ante «la jaula de hierro» de la racionalidad formal del mundo moderno, Rosa ante el capitalismo y todas sus secuelas. Sus palabras sugieren una actitud fundamental que no deberían abandonar quienes no se resignan ante un orden social intrínseca e insanablemente injusto como el capitalismo y que, pese a todo, siguen creyendo que todavía es posible construir una sociedad mejor.

http://www.radiolaprimerisima.com/noticias/inmigrantes/20207