Prólogo a La fragilización de las relaciones sociales (Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2007), con textos de Jacques Donzelot, Judith Walkowitz, Jaime Pastor, Julia Valera, Ian Parker y Erica Burman.
Según una explicación tan extendida como tranquilizadoramente sociológica del surgimiento de la sociología, los trabajos pioneros de esta disciplina habrían sido una especie de respuesta teórica a la crisis fundacional de la modernidad, esto es, a las dramáticas inestabilidades vinculadas al proceso de industrialización y mercantilización y al declive de las estructuras comunitarias seculares en beneficio de una vivencia individual de la realidad social. En las versiones más caricaturescas de esta tesis, el éxodo rural, los nuevos regímenes laborales, la relativización de los valores tradicionales y, en general, las condiciones de vida típicas de la ciudad dickensiana, habrían despertado el interés de los titanes de la sociología, que rescataron la observación de la realidad social de las garras de la filosofía política y la transformaron en un saber sistemático y empíricamente significativo. Más verosímilmente, Durkheim, Marx y Weber habrían estructurado, desarrollado y dotado de una pátina de respetabilidad teórica un importante bagaje de estudios empíricos ya en curso y a menudo fruto de la búsqueda de respuestas pragmáticas a los nuevos problemas de anomia social: censos, informes sanitarios, libros contables, documentos policiales y militares… En cualquier caso, tal vez no sea disparatado clasificar a los tres grandes nombres de la época heroica de la sociología en función de su diagnóstico de la crisis germinal de la modernidad y sus respectivas prognosis o prescripciones: el aggiornamento del comunitarismo durkheimiano, la melancólica jaula burocrática weberiana, la jovial comunidad creativa marxista… Por supuesto, no se trata de un fenómeno exclusivamente académico. El mundo del arte también fue sensible a esta vivencia más o menos apocalíptica de la labilidad de los vínculos sociales tradicionales, y las palabras de Leopardi, Rilke, Baudelaire o Dostoyevski se convierten en ruido sordo sin la música de fondo de un lema del Manifiesto comunista que dio título a un memorable ensayo de Marshall Berman: todo lo sólido se desvanece en el aire.
Sin duda, una cierta conciencia de la destructividad social del capitalismo -correlato de su exuberancia material- permaneció a lo largo de los años, con ocasionales rebrotes en autores poco sospechosos de catastrofismo mórbido, como Tawney o Schumpeter, y se generalizó tras la crisis económica mundial de los años treinta del siglo XX, cuando, en palabras de Eric Hobsbawm, «por primera vez (salvo en caso de guerra) la vida de la gente común se vio sacudida por movimientos sísmicos que no eran de origen natural y que movían más a la protesta que a la oración»(1). El propio Hobsbawm subraya cómo, tras el derrumbe del patrón oro y el inicio del intervencionismo estatal en las economías occidentales, la incompatibilidad del librecambismo con la supervivencia del capitalismo era una opinión generalizada: «Los gobiernos capitalistas tenían la convicción de que sólo el intervencionismo económico podía impedir que se reprodujera la catástrofe económica del periodo de entreguerras y evitar el peligro político de que la población se radicalizara»(2).
Tal vez el epítome de este consenso de posguerra no sea tanto el keynesianismo -ni siquiera su apuesta original por la «represión financiera», pronto sublimada por la ortodoxia económica- cuanto La gran transformación, una obra de Karl Polanyi que permaneció incomprensiblemente enterrada en los seminarios de antropología económica durante décadas. La gran transformación -un ensayo cuyo gran alcance contrasta con la modestia de sus presupuestos teóricos- intenta explicar la crisis del liberalismo económico que, tras un largo periodo de paz, dio lugar a dos guerras mundiales, la caída del patrón oro y el auge de propuestas reactivas como el fascismo y el comunismo. Básicamente, Polanyi presenta el librecambismo como un proyecto utópico y autófago cuya puesta en práctica destruyó los cimientos materiales y políticos de la sociedad moderna, e intenta demostrar la exoticidad antropológica del capitalismo. Así, distingue entre los mercados -un fenómeno casi universal pero de importancia social marginal- y el moderno sistema mercantil, que integra todos los mercados en una única economía y constituye una innovación radical en la historia de la humanidad. En contraposición a las comunidades tradicionales -en las que la economía está «empotrada» en otras relaciones sociales, como las estructuras de parentesco o las prácticas religiosas-, el sistema mercantil habría escindido el mercado del resto de instituciones sociales, que quedaron sometidas a sus leyes. De este modo, según Polanyi, saltaron por los aires las bases materiales de la subsistencia humana: por primera vez en la historia, los elementos fundamentales de toda economía -el trabajo, el dinero y la tierra- quedaron a merced de la oferta y la demanda, lo que creó un excelente caldo de cultivo para lo que Polanyi denomina «contramovimientos», proyectos de reconstrucción de las antiguas relaciones sociales a menudo espurios y radicales.
La mención de Polanyi no es caprichosa. Cuando, en la década de 1990, distintos economistas heterodoxos comenzaron a alertar del riesgo de colapso de una economía mundial cuya hipertrofia financiera se había metastatizado en los mercados tecnológicos, se produjo una amplia recuperación de La gran transformación. Frente a la escolástica matematiforme que dominaba las facultades de economía, Polanyi inspiró el desarrollo de modelos de análisis económico dotados de un mayor espesor político, histórico y antropológico. Tampoco ha sido ajeno a su influjo la creciente atención de los científicos sociales a los «contramovimientos» fundamentalistas que han surgido en el Tercer Mundo como reacción a la disolución postcolinal de las relaciones sociales tradicionales, o a su antistrofra en los países occidentales en forma de nueva derecha religiosa. A menudo se han señalado importantes paralelismos entre la destrucción del tejido social que Polanyi diagnosticó a principios del siglo XX y las transformaciones sociales contemporáneas. Desde este punto de vista, una explosiva combinación de turbocapitalismo e intereses geopolíticos ha dejado a millones de habitantes del Tercer Mundo en una brutal intemperie social que hace muy seductora la promesa de amparo en la comunidad y en la fe que ofrecen distintos proyectos religiosos. Del mismo modo, se suele subrayar cómo la precarización de las condiciones laborales y el desmantelamiento de los sistemas de protección social, unidos a la atomización de unas sociedades cuya única experiencia comunitaria parece ser el centro comercial, ha hecho más atractiva una inquietante forma de política-ficción conservadora y militarista que renuncia tácita o explícitamente a abordar las causas de los problemas políticos, pero cuyo subproducto es un reconfortante simulacro del vínculo social.
Al menos en parte, esta perspectiva crítica tiene algo de reacción intelectual contra una ingente literatura postmoderna dedicada a demostrar que el despojo de todo lo que, al menos durante unos cuantos milenios, se había considerado intrínsecamente humano, quedaba compensado por una especie de astucia de la razón postmetafísica, una valiosísima externalidad positiva del capitalismo avanzado: la evacuación a un depurado universo telemático de inigualable riqueza semiótica donde quedaríamos liberados de las cadenas de la identidad. Posiblemente el abanderado más conocido de esta suerte de rebelión sea Richard Sennett(3). La corrosión del carácter, publicado originalmente en 1998, es de nuevo un ensayo de modestas aspiraciones teóricas y gran alcance conceptual que relaciona las mutaciones que desde los años setenta ha experimentado el mundo del trabajo y, más en general, la economía mundial con una intensa crisis personal que habría afectado a los habitantes de los países occidentales en lo más profundo de su intimidad:
¿Cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo? ¿Cómo sostener relaciones sociales duraderas? ¿Cómo puede un ser humano desarrollar un relato de su identidad e historia vital en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos? Las condiciones de la nueva economía se alimentan de una experiencia que va a la deriva en el tiempo, de un lugar a otro, de un empleo a otro. (…) El capitalismo del corto plazo amenaza con corroer aquellos aspectos de la personalidad que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos la sensación de tener un yo sostenible(4).
La corrosión del carácter desafiaba directamente todas esas apologías de la sociedad de la información marcadas por el mismo defecto que Walter Benjamin achacaba a las novelas de Julio Verne, quien hacía «viajar por el espacio en los más fantásticos vehículos a pequeños rentistas ingleses o franceses»(5). De igual modo, por los vertiginosos bulevares digitales de la nueva economía no pasea la versión postindustrial del probo trabajador fordista con casa en propiedad y jubilación asegurada, sino sujetos frágiles a los que la inestabilidad ambiente mantiene en permanente estado de angustia. Sobre todo, la obra de Sennett sirvió como letrero luminoso que permitió identificar una comunidad de problemas relacionados con la licuefacción de las relaciones sociales que estaban siendo abordados por autores de muy distinta procedencia intelectual -de Pierre Bourdieu a Zygmunt Bauman pasando por Robert Castel, Amartya Sen o Alasdair MacIntyre-, así como recuperar puntos de vista que desde los años sesenta habían circulado por la trastienda de la corriente hegemónica -de Christopher Lasch a Ivan Illich pasando por Nicholas Georgescu-Roegen-. Tampoco en este caso se trata de una experiencia puramente académica. Resulta difícil entender la obra de escritores como James Ballard, Michel Houellebecq, George Saunders o, remontándonos en el tiempo, los últimos John Cheever y Pier Paolo Pasolini sin tener en cuenta este marco común.
Los ensayos que componen este volumen están plena y conscientemente empapados de este humus del que se ha nutrido la sociología crítica de los últimos años. Todos los autores que participan en La fragilización de la relaciones sociales asumen en mayor o menor medida la existencia de un proceso de crisis social asociado a la descomposición del modelo de estado que se había afianzado tras la Segunda Guerra Mundial y la relación de este fenómeno con la globalización económica. El resultado es, curiosamente, un retorno a las raíces mismas de la investigación sociológica, indisolublemente ligadas a la debilitación del vínculo social en la modernidad, por caminos originales y renovadores: de la renovación comunitarista de los estudios urbanos que propone Jacques Donzelot(6) a la arqueología del cabaret de Judith Walkowitz(7) pasando por la original crítica de la ideología de la autoayuda de Ian Parker.
Notas
(1) E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, p. 217.
(2) Ib., p. 181.
(3) En las jornadas que dieron lugar a este volumen, Richard Sennett presentó un avance de La cultura del nuevo capitalismo -la tercera entrega de la trilogía que completan La corrosión del carácter y El respeto– que se publicó en castellano en noviembre de 2006, lo que explica también que no participe en esta recopilación. Véase la entrevista que aparece en
(4) R. Sennett, La corrosión del carácter, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 25, http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=47
(5) W. Benjamin, «Experiencia y pobreza» en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 170.
(6) Véase el coloquio entre Fernando Álvarez Uría y Jaques Donzelot en http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=48
(7) Véase la entrevista con Judith Walkowitz que aparece en http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=102