Y Eduardo Galeano finalmente partió. El viernes me lo anticipó Eric Nepomuceno, escritor y periodista también de este diario, saliendo de Río: «Voy a despedir a Eduardo, Mempo, no creo que llegue a tiempo, pero allá voy». Le pedí que fundiera mi abrazo con el suyo. Ahora, conocida la noticia de su partida, pienso que […]
Y Eduardo Galeano finalmente partió. El viernes me lo anticipó Eric Nepomuceno, escritor y periodista también de este diario, saliendo de Río: «Voy a despedir a Eduardo, Mempo, no creo que llegue a tiempo, pero allá voy». Le pedí que fundiera mi abrazo con el suyo.
Ahora, conocida la noticia de su partida, pienso que al menos nuestro amigo va a descansar, porque llevaba mucho tiempo sufriendo.
Su salud estaba quebrantada ya cuando nos visitó en el Chaco en agosto de 2012, pero igual quiso venir al 17º Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, que es un evento multitudinario que hacemos todos los años. En un mail me pidió: «Hacé todo lo posible por evitarme esfuerzos, por ejemplo, las colas para firmar libros, las entrevistas de prensa, las fotos exigidas por los celulares convertidos en cámaras y tutti quanti». Y en otro: «Iré a Resistencia, cueste lo que cueste, al grito de: ¡Sobreviviremos, aunque nos cueste la vida!».
Y llegó nomás, con ese humor formidable que tenía y esa entereza prodigiosa. Lo cuidamos muchísimo, lo preservamos de aglomeraciones y por eso casi no participó del foro, aunque sí quiso hacer una lectura pública y la rompió. Aquella noche memorable leyó y charló durante casi dos horas ante más de 2000 personas que lo aplaudieron a rabiar en un auditorio lleno. Si hasta tuvimos que poner pantallas afuera, sobre el Parque 2 de Febrero.
Cuando partió, luego de días de pollito (ya no podía comer carnes rojas) y poco vino tinto, me escribió: «Gracias, viejo, estas andanzas compartidas me ayudan a enfrentar con buena cara los días que vienen».
Por entonces su figura estaba en lo más alto, sobre todo después de que Hugo Chávez obsequiara (creo que en 2009) Las venas abiertas de América Latina a Barack Obama (quien por lo que se vio esta semana en Panamá, parece que todavía no lo leyó). Pero fue un gesto magnífico, del que Eduardo no hablaba, por pura modestia.
Las venas abiertas (que es de 1971) fue un libro absolutamente original y para él consagratorio. Pero lo grande es que todavía sorprende. Está vivo como el primer día y sigue siendo una clase magistral de historia en tanto revisión de los dolores del continente hecha en base a investigación, información precisa, un sentido de justicia inclaudicable y una belleza en la escritura impresionante.
Maestro de la paradoja, con enorme capacidad de asociación, con humor y un manejo impecable del castellano, después escribió Memoria del fuego, trilogía publicada circa 1983-86 con tres títulos: Los nacimientos, Las caras y las máscaras y El siglo del viento. Ahí cuenta la historia de nuestra América desde la creación del mundo hasta nuestros días, en breves prosas poéticas. Una belleza de libro.
Y aquí quiero destacar su espíritu didáctico, que en él era muy poderoso. Verdadero maestro en el mejor sentido del vocablo, siempre tenía en mente al lector joven, a la generación que estaba por venir e iba a necesitar una orientación para la vida. Fue un predicador, en este sentido.
Yo lo conocí algunos años antes, primero por e-mail, que intercambiamos durante un tiempo. Mis vínculos con él nacieron de lazos en cierto modo familiares, porque soy íntimo amigo de dos de sus parientes: su cuñado, el escritor cubano Eduardo «el Chino» Heras León, que está casado con Ivonne Galeano, hermana de Eduardo. Y nuestro Eric Nepomuceno. Quizá por eso nos pasamos años mandándonos saludos, pero sin vernos.
Pero eso es lo de menos. Lo que importa ahora es la pérdida, en un sentido, porque duele. Pero sobre todo importa su vigencia. Acerca de la cual quiero decir sólo tres cosas: una es que era conmovedor su disgusto permanente con el hecho de que la Historia siempre era contada, mal contada, por los vencedores. Eduardo escribió contra eso toda su vida.
Otra es que su talento fue único para mezclar la economía y la política con el amor, el humor, el fútbol y las costumbres populares.
Y la otra es subrayar su legado mayor y mejor: Eduardo nos deja sus propias venas abiertas, su propia memoria del fuego, sus propios hijos de los días y ese puñado de oro que fue su dignidad latinoamericana ejemplar.
Aunque sea por eso, esperemos nomás que el gobierno uruguayo le rinda el homenaje que merece. No vaya a ser que hagan como con Cuba y Venezuela en las últimas semanas, lo que lo habría avergonzado.
¡Un abrazo siempre, Eduardo, maestro, compañero!
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-270473-2015-04-14.html