La frase ha ganado un espacio en la terminología de moda: socialismo del siglo XXI. Muchos en el planeta esperamos que no sea eso: una lexicalización temporal que pierda, con los días, a fuerza de repetirse, significado nuevo y capacidad de estimular el sueño, la práctica y, en particular, la teoría. Porque, a mi juicio, […]
Por fortuna, ya se va alcanzando consenso en que el socialismo del siglo XX en la Unión Soviética y Europa Oriental se disolvió porque «estaba mal concebido y mal realizado». La explicación pertenece al comunista cubano Carlos Rafael Rodríguez, uno de los cerebros más sólidos del movimiento revolucionario de Cuba. A él, que ocupó principales cargos en el Gobierno Revolucionario de Cuba, fue a quien primero le oí ese juicio cuando otros pretendían explicarlos por causas secundarias: que si la perestroika, que si la prensa… Sociedad que nace coherentemente y se desarrolla coherentemente y se consolida firme y racionalmente, como expresión de una necesidad social, no puede demolerse por la transparencia política o la crítica y la información periodística. Si se estremece por un artículo de periódico, el mal no radica en la prensa, sino en las bases de la organización social, parecidas, según la gastada metáfora, a un gigante con pies de barro.
En estos días, Armando Hart ha expuesto ideas semejantes en un artículo publicado el pasado sábado 9 de diciembre en el periódico Juventud Rebelde. El ex ministro de Cultura de Cuba, agradece que «haya desaparecido aquel ‘socialismo’equivocado, mediocre y ajeno a las esencias de la mejor cultura universal».
Fidel Castro ha reconocido con preclara lucidez cuán poco sabemos sobre cómo construir el socialismo. Lo dijo el 5 de noviembre de 2005, cuando en un discurso en la Universidad de La Habana, alertó sobre la posibilidad de que la Revolución cubana, obra de más de cincuenta años de pelea, resistencia, tanteos, aciertos y errores, y continuación de la revolución independistas del siglo XIX, pudiera ser reversible. La causa primordial, la más probable no sería la hostilidad -nunca cesante- de los Estados Unidos de América, sino los yerros y vicios de los revolucionarios y comunistas cubanos.
El pensamiento de Fidel, como el de Marx, Engels y Lenin, no surgió de una concepción dogmática de la vida, la sociedad y la Historia. Por el contrario, como la vida, la sociedad y la historia son tan cambiantes, tan antidogmáticas, las ideas de los clásicos sirven como «guía para la acción», índice para la procreación y crecimiento de un pensamiento flexible, sagaz, vigilante. Y por ello, uno puede deducir de la advertencia de Fidel que Cuba afronta el riesgo de que las aspiraciones primordiales de la nación -la independencia política y la justicia social- perezcan, si sigue manteniendo en su estructura fermentos del llamado socialismo del siglo XX, el socialismo que fracasó, con el cual Cuba mantuvo tantas inevitables afinidades y tanta colaboración en la época de la «guerra fría».
Desde luego, el socialismo del siglo XXI surgiría lastrado, minusválido, si asumiera fórmulas del viejo socialismo. La tarea de fundamentar con la teoría y concretar con la práctica el socialismo del XXI, no es tan simple como darle un nombre. Bautizar lo hace cualquier persona con buena voluntad. Criar, educar, formar, sólo corresponde a revolucionarios para quien lo posible -hoy, ahora- no puede estar supeditado rígidamente a lo soñado o a lo prescrito. Por ello, la teoría socialista ha de ejecutar la autopsia del socialismo soviético -sin ánimos antisoviéticos, sería injusto y nocivo- para determinar con la cuchilla de la crítica, sobre un diagrama de concentración, los resortes del fracaso; un fracaso que, según parece, no se gestó en los años 80, sino más bien desde los años inmediatamente posteriores a la Revolución de Octubre. Y ese análisis no merecerá el calificativo de seudo científico con que los dogmáticos suelen invalidar el pensamiento más libre y menos encorsetado. Seudo científico sería -según el científico soviético Kapitza- no reconocer los errores.
El propio Armando Hart señala en su artículo ya citado que «debemos profundizar en un problema filosófico clave: la búsqueda de la relación entre lo que se llamó objetivo y se denominó subjetivo». Y concluye: «Lamentablemente, muchos en el siglo XX olvidaron que el hombre es también materia.»
Este articulista, sin ánimo de enmendar, añadiría que a veces también algunos olvidaron que el hombre es también subjetividad. Conciencia. Espíritu al que las fronteras y los cartabones limitan y deforman.
Una de las regularidades del socialismo del siglo XX y de su caída consistió en que el sentimiento de propiedad social nunca se afincó en la conciencia de los trabajadores. Jamás sintieron que sus fábricas fueran verdaderamente suyas, a pesar de la distribución mediante los fondos sociales de consumo. Algo impedía que se desarrollara una relación de propiedad entre el productor y los medios de producción. Y claro esta, no podía haber surgido esa relación ni ese sentimiento, porque los trabajadores no eran dueños en la práctica: seguían siendo asalariados. Ese era el efecto: asalariados del Estado. Porque nadie podrá discutir ya que el acto de estatalizar la propiedad no significa socializarla.
Doctrinalmente, el proyecto era perfecto: los obreros gobernarán y administrarán lo suyo como clase dominante, mediante sus representantes en el partido y el Estado. A la larga, los funcionarios derivaron hacia una casta y como casta adquirieron intereses que se separaron de los intereses de los trabajadores y del pueblo. No se estimuló la crítica ni la participación política que evitaran esas deformaciones.
Y cómo hacerlo hoy para que en realidad la clase obrera asuma el poder y se sienta poder. No sé. Quién lo sabrá. Sabemos sí que la organización socialista conocida y fracasada en el siglo XX no logró la plenitud de la justicia. Confundió los plazos. Aceleró la etapa de tránsito del capitalismo al socialismo. Priorizó la política sobre la economía, y las centralizó de manera tan excesiva que nulificó la prerrogativa de acción de los lados. Convirtió el principio de igualdad en el emparejamiento de todos, sin distinguir las naturales diferencias de aptitudes y aplicación. El mercado no existió para vender, sino para dar. Y convirtió en un problema el acto de comprar. Fue, pues, una igualdad lograda en la pobreza, en el mínimo; jamás en el bienestar creciente regido por la ley distributiva de «a cada cual según su capacidad y a cada cual según su trabajo. No cuesta admitirlo, la igualdad convertida en igualitarismo paraliza a la sociedad. Y el desafío radica en hallar el término medio entre la «polarización» de la propiedad privada del capitalismo y la «paralización» del individuo ahogado en la colectividad del «socialismo» hasta ahora conocido. Y en una sociedad donde los individuos reciben al margen de su potencialidad y sus merecimientos, la democracia se convierte en una verticalizada y maquinal ceremonia, a la que le falta ese «buen sentido y equilibrio de derechos» que José Martí decía que habían olvidado los socialistas europeos del siglo XIX.
La propaganda, parece exacto decirlo, no puede transformar la voluntad en acción, el error en acierto, la escasez en abundancia, un mediatizado aparato conceptual en justicia. Superar al capitalismo es campaña que se gana sólo con las evidencias. Con las evidencias de una lucidez que ha de trascender los nombres y las consignas, para erigirse en hechos inconmovibles en una sociedad que logre ver y tratar al hombre como materia y conciencia a la par. Necesitado a la vez del bienestar material y de la cultura, bien espiritual. Y de ahí, partir hacia la sociedad y el hombre nuevos.