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La democracia socialista es la alternativa al capitalismo global

Socialismo o barbarie

Fuentes: Rebelión

Se cumple ahora el noventa aniversario de la Revolución Rusa de Octubre de 1917. Fue un acontecimiento que conmovió los fundamentos del capitalismo a escala universal. Con anterioridad se habían dado luchas magníficas, sobre todo la Comuna de París, que sirvió de inspiración a los obreros de todo el mundo. Pero la Revolución Rusa fue la prueba práctica de que otro mundo era posible, de que el capitalismo no era eterno, de que los oprimidos podían construir una democracia socialista enterrando el capitalismo. El éxito del partido dirigido por Lenin y Trotsky fue el estímulo para una ola de revoluciones en todo el mundo. Durante décadas sirvió de inspiración y determinó la política internacional, la división en bloques y todo lo que eso conllevó.

Sin embargo, nueve décadas después, hemos vivido el acontecimiento de signo opuesto; el derrumbe de los regímenes del Este de Europa y de la URSS, el capitalismo salvaje que se ha impuesto en ellos. Las atrocidades de una sobreexplotación capitalista, más propia del período de la acumulación originaria de capital, unida a la miseria de las masas, es la realidad cotidiana que nos llega de los países otrora «faros de la revolución mundial», especialmente en el caso de China y Rusia, donde se combina un capitalismo depredador con regímenes despóticos y ausencia de libertades democráticas.

¿Qué ha sucedido?

Esta es la pregunta clave para comprender el período histórico que nos ha tocado vivir, el nudo gordiano de cuya atadura depende la capacidad o no de la izquierda para reencontrar su identidad como foco de transformación social de alcance histórico.

El efecto de este derrumbe ha tenido consecuencias catastróficas, al igual que la Revolución del 17 provoco un efecto profundo y de larga duración para impulsar los movimientos revolucionarios, la restauración capitalista ha tenido su efecto contrario: ha contribuido a reforzar al capitalismo senil, a crear un mundo en que los capitalistas han llegado a creer en su triunfo histórico definitivo y ha desmoralizado a las fuerzas revolucionarias.

Decía el gran filósofo Spinoza, que ante los problemas la solución no está en el llanto o en la risa, sino en la COMPRENSIÓN. Y ésta es la cuestión: la izquierda no ha sido capaz de comprender, de analizar el proceso de descomposición de los mal llamados países de «socialismo real». Ya que lo primero era entender que no se trataba de socialismo, sino de BUROCRATISMO, de un régimen de economía planificada pero sin democracia socialista.

El triunfo de Stalin y sus teorías antimarxistas del «socialismo en un solo país», la persecución y asesinato de Trotsky y de todos aquellos marxistas que defendían la planificación democrática de la economía y la necesidad de un socialismo internacionalista, la proscripción de las obras de Rosa Luxemburgo, la creación de inmensos campos de concentración en los países del Este, el enriquecimiento de una casta apoyada en el poder burocrático del Estado que amasaba privilegios económicos y sociales… era, primero una caricatura del socialismo y después una deformación monstruosa. Y los demás regímenes (China, países del Este…) se fueron construyendo a imagen y semejanza de la «revolución traicionada», muy lejos de las ideas de Marx y Engels, de Lenin y Trotsky, o de Rosa Luxemburgo.

Los Partidos Comunistas no fueron capaces de comprender estos procesos y defendían estos sistemas. Así, «la caída del muro», el conocimiento de las atrocidades cometidas por monstruos como Ceacescu o la burocracia china, han creado una imagen en todo el mundo que ha dañado profundamente todo lo que tenga que ver con la palabra comunismo y que ha sumido en crisis cualquier proyecto socialista en occidente.

Ahora la «socialdemocracia», o si preferimos decirlo así: la izquierda moderada, ha abrazado definitivamente el capitalismo como «el mejor de los sistemas posibles», en célebre frase de Felipe González. Y los partidos comunistas languidecen en una crisis profunda que está llevando a su descomposición teórica y organizativa, ya que son incapaces de reconocer su error histórico respecto a la URSS y China. Desde un punto de vista teórico, sólo León Trotsky, principalmente en sus obras «La Revolución Traicionada» y en «Estado obrero, Thermidor y Bonapartismo», explicó la naturaleza de la URSS, y claro, los partidos comunistas que consideraban a este revolucionario, compañero de Lenin y organizador del Ejército Rojo como «el diablo con la sartén», no pueden beber en unas fuentes que han considerado siempre como venenosas, mientras se siguen resistiendo a desprenderse del estalinismo que les «inspiró» durante décadas.

El desarrollo en profundidad de este tema es inabarcable en un artículo, pero al menos esbocemos el argumento medular en sus dos aspectos, a mi entender, decisivos.

Fracasa la burocracia

Desde un punto de vista histórico la Revolución Rusa del 17, al quedar aislada por la derrota de la Revolución Alemana y de otros movimientos, sufrió un proceso similar al de la Revolución Francesa. Es decir, el ala revolucionaria (los jacobinos- los bolcheviques) derrotó al poder establecido (la aristocracia-la autocracia y la burguesía) basándose en el poder de las masas, en las ansias de libertad, y ambos movimientos generaron un tipo de democracia ( la burguesa-la obrera) que rompía los moldes históricos conocidos. Pero, en ambos casos, tras la ola revolucionaria se produjo una contrarrevolución (El Thermidor) que NUNCA LLEGÓ A RESTAURAR EL RÉGIMEN ANTERIOR. El cambio en las relaciones sociales y en las relaciones de propiedad fue tan decisivo que cambiaron el mundo. Pero todas las comparaciones históricas tienen sus limitaciones, así mientras la Revolución Francesa llevó al poder a una nueva clase dominante, la burguesía, que permitió que muchos aristócratas se reciclasen en una alianza de opresores, la Revolución Rusa destruía el poder de las clases dominantes, así que, aún en su expresión deformada, su sola supervivencia siempre ha representado un peligro para la burguesía mundial y siempre han luchado para destruirla.

Pero la destrucción de los regímenes burocráticos de economía nacionalizada no llegó como consecuencia de una guerra sino de sus debilidades internas, principalmente (y pido perdón por el esquematismo) por no ser capaz de elevar la productividad del trabajo, desde el punto de vista del valor de uso, y por la ausencia de la democracia socialista.

Veamos: Todo régimen económico, a lo largo de la historia, que sustituye al anterior, mostrándose superior, lo hace, en última instancia, porque eleva la productividad del trabajo humano, es decir que es capaz de reducir el tiempo de trabajo socialmente necesario para cubrir las necesidades de la producción. Eso es lo que posibilitaría una mejora constante de las condiciones de vida, la drástica reducción de las jornadas laborales y la posibilidad efectiva de participar en la política cotidiana, consolidando la democracia socialista. A pesar de los éxitos económicos de la primera etapa de la URSS o de China, la burocracia acabó ahogando la economía: en palabras de Trotsky: «el taller que retrasa a todos los demás se llama BUROCRACIA».

El capitalismo tiene un sistema brutal, pero eficaz, para regular «sus» necesidades en la producción: las crisis, los cierres de empresas, el desempleo masivo… Pero la economía planificada y nacionalizada carece de esos «reguladores naturales» en las palabras de Adam Smith de esa «mano invisible» que regula la economía. La democracia obrera, la libertad de crítica, la capacidad de elegir a los comités que dirigen las fábricas y a los políticos no es una cuestión romántica pequeño burguesa ES UNA NECESIDAD MATERIAL EN UNA ECONOMÍA PLANIFICADA, es como el aire y la sangre para el cuerpo humano, y ese aire y sangre fueron sustituidos por una burocracia torpe y criminal en los casos de la URSS y China. Sólo era cuestión de tiempo que se llegase a un conflicto decisivo, tal como Trotsky había previsto, o bien la Revolución Política que acabase con la burocracia y sus privilegios, o bien la restauración capitalista. Por desgracia la Revolución Política fracasó y dio paso a la restauración de un capitalismo especialmente voraz.

Esta contrarrevolución ha sido un factor decisivo en el desarrollo de la llamada «globalización», pues ha dejado las manos libres a las distintas potencias capitalistas para proceder a un nuevo reparto del mundo y a una intensificación de la explotación del mismo en su beneficio. Sin embargo, la globalización no es otra cosa que el pleno desarrollo de las tendencias del capitalismo que ya Marx apuntara en el siglo XIX, sólo que elevadas a la enésima potencia: la creación de un mercado mundial cada vez más integrado y que abarca a la práctica totalidad del planeta, el dominio decisivo de la economía por parte del capital financiero que propicia la especulación más extrema, y el crecimiento de las desigualdades sociales hasta proporciones estratosféricas, lo que no es otra cosa que el desarrollo de la «ley general de la acumulación capitalista» que señalaba la tendencia del sistema a acumular la riqueza en un extremo, cada vez en manos de una porción más pequeña de la población mundial, y la miseria más extrema en el otro, conformado por la mayoría de la humanidad.

A pesar de los augurios del fin del Estado nacional, lo cierto es que la burguesía contemporánea está cada vez más pertrechada detrás del Estado y la mejor expresión de ello es la nueva escalada armamentista a la que asistimos desde hace años y el recorte de las libertades democráticas que lo acompaña, aprovechando la «lucha contra el terrorismo».

Así pues, las fuerzas productivas modernas están a todas luces atrapadas en el marco de las relaciones capitalistas -básicamente el Estado nacional y la propiedad privada- que impiden la realización de una planificación democrática de la economía a escala internacional orientada a satisfacer las necesidades sociales, garantizar unas condiciones de vida dignas para el conjunto de la humanidad y un desarrollo armónico con los recursos de nuestro planeta.

Pero, siguiendo el análisis de Marx, ese mismo desarrollo ha generado las circunstancias más favorables históricamente, desde un punto de vista objetivo, para la transformación socialista de la sociedad. La humanidad tiene a su alcance los medios técnicos y científicos más que suficientes para procurar una existencia digna a todos, respetando el planeta sobre el que vivimos y desterrando cualquier forma de opresión al museo de la Historia. Hoy es más evidente que nunca el papel parasitario de la burguesía, reducida a una minoría de grandes accionistas que controlan en su beneficio unas fuerzas productivas de carácter social pero con apropiación privada de los beneficios, en una carrera alocada de productivismo sin límite que amenaza la supervivencia de la tierra como planeta habitable. El capitalismo se ha convertido definitivamente en una sociedad de capitalistas financieros, meros rentistas, que no son más que una adherencia parasitaria sobre el cuerpo vivo de la sociedad y la economía, carente de cualquier justificación social. Bastaría sustituir a los accionistas privados por una gestión pública y democrática de una economía que ya es social. Eso resume en esencia la tarea que en el futuro tendrá que llevar a cabo la clase obrera contemporánea si quiere resolver los problemas que sufre.

La vigencia del socialismo

Este período que nos ha tocado vivir, donde el capitalismo ha vuelto a «sobrevivirse a si mismo», con un nuevo ciclo de expansión económica y, sobre todo, el derrumbe del antiguo bloque soviético, podrían inducirnos a cometer el error de, al tirar el agua sucia de la bañera, tirar también al bebé. El socialismo, basado en la propiedad colectiva de los medios de producción y en la democracia obrera, sigue siendo el arma decisiva, el objetivo emancipador de la humanidad. En todo sistema de producción, sea capitalismo o socialismo, caben, junto a unas relaciones de propiedad dadas, unas estructuras políticas muy distintas. La distancia entre el capitalismo regido por el nazismo de Hitler frente a la democracia burguesa sueca o británica, no es mayor que el que separa el régimen de Stalin del de los primeros momentos de la Revolución del 17, o de la Comuna de París o la Comuna asturiana de 1934.

Cabe, asimismo, la tentación de pensar en que debemos «inventar» algo nuevo. No lo creo, más bien pienso que debemos rescatar las ideas originales de Marx y de Rosa Luxemburgo, e intentar llevarlas a la práctica. ¿Por qué?, porque el enemigo y los obstáculos a que nos enfrentamos siguen siendo los mismos, y la única manera de superar el capitalismo es a través del socialismo. Eso sí, debemos aclarar qué entendemos por socialismo.

Y eso tiene unas vertientes teórica y práctica que son inseparables. Aquellos que dicen ser socialistas, pero que hacen cualquier cosa por un puesto burocrático en un partido o un sindicato, que traicionan los principios por una miserable concejalía, que cobran salarios y viven de manera que se alejan de la clase obrera, que aceptan coche oficial y guardaespaldas, no son los aliados de la clase obrera en la lucha por la emancipación, son obstáculos que debemos remover del camino, pues la democracia socialista debe impregnar las organizaciones de que nos dotemos, que hoy en día están burocratizadas.

La lucha interna para reconquistar estas organizaciones siempre ha formado parte de la lucha por la revolución social. «Lo que queda para la gran masa de miembros es el pago de las cotizaciones, la difusión de los panfletos, las elecciones y la organización de la campaña electoral (…) La iniciativa de la base acaba por lo general estrellándose contra el muro de las innumerables instancias» se quejaba Rosa Luxemburgo, para añadir: «Las revoluciones que ha habido hasta ahora, y en especial la de 1848, nos han demostrado que NO ES A LAS MASAS A QUIEN HAY QUE SUJETAR, SINO A LOS PARLAMENTARIOS PARA QUE NO TRAICIONEN A LAS MASAS Y A LA REVOLUCIÓN».

Nuestras tareas son básicamente las que Marx planteaba en el Manifiesto Comunista. Se puede objetar que «retrocedo en la historia», pero os diré, compañeros y compañeras, que la historia ha retrocedido. Robándole sus palabras a la compañera Patricia Rivas, parece que estamos abocados a ser Sísifo castigado por los dioses, en su penosa tarea de volver a subir eternamente la montaña cargado con una roca que vuelve a rodar hasta abajo, pero la historia y la dialéctica nos enseñan que Sísifo puede transformarse en Prometeo , y entonces arrebata el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres, acaba con el poder de los privilegiados.

Abusando del recurso a la más actual teórica marxista, Rosa Luxemburgo, creo que debemos plantearnos nuestro reto histórico y teórico de la siguiente manera: «Siempre hemos distinguido el contenido social de la forma política de la democracia burguesa, siempre supimos ver la semilla amarga de la desigualdad y de la sujeción social que se oculta dentro de la dulce cáscara de la igualdad y la libertad formales, no para rechazarlas, sino para incitar a la clase obrera a no limitarse a la envoltura, a conquistar antes el poder político para llenarlo con un nuevo contenido social. La misión histórica del proletariado, una vez llegado al poder, es crear, en lugar de una democracia burguesa, una democracia socialista y no abolir toda democracia».

La Democracia Socialista

Es imprescindible precisar el concepto de democracia socialista y el camino para alcanzarla. Existe la mala costumbre, derivada de la filosofía idealista, de utilizar conceptos abstractos con pretendido valor universal, y esto, en política, conduce a la asimilación de la ideología de la clase dominante. Uno de los ejemplos más claros de esto es «la democracia». Se habla de democracia como de algo universal e inmutable, algo para lo que no afectan ni siquiera las normas cartesianas de espacio y tiempo. Así se consigue que todo aquello que favorece a las clases dominantes «es democrático», y lo que les perjudica «es antidemocrático».

Claro que existe un concepto abstracto de democracia, pero sobre todo, desde un punto de vista histórico y político necesitamos definir un concepto concreto. Esto queda mucho más claro cuando nos referimos al contenido de la democracia, es decir a los derechos democráticos que podemos ejercer.

Al hacer esto nos encontraremos con que la democracia es distinta según el período histórico, y según su contenido de clase, es decir que tiene nombre, pero también tiene apellido. Sólo la ignorancia, o la mala intención, pueden llevar a la pretensión de que es lo mismo la democracia de los griegos en la época de esplendor de Pericles, en el siglo V antes de nuestra era, o la República romana en sus mejores momentos, basadas en la esclavitud en la familia patriarcal y en un concepto restrictivo de ciudadanía, que la democracia alcanzada tras la Revolución Francesa e Inglesa o la guerra de la independencia de América del norte.

Pero todas las democracias tienen un rasgo común: sólo existe auténtica democracia para la clase dominante, para los poderosos, para aquellos que detentan el poder económico, militar y, en la democracia moderna, del aparato del Estado.

Es un error referirnos al modelo de estado bajo el que vivimos en occidente hablando sencillamente de «democracia», omitiendo lo que verdaderamente la caracteriza: «burguesa». Vivimos en un régimen de democracia burguesa, donde sólo existe auténtica democracia para la burguesía, pues son ellos quienes controlan los resortes esenciales del Estado y de la economía. Tienen buen cuidado de establecer un sistema en el que votamos cada cuatro años a políticos profesionales que defienden sus propios intereses, con sueldos y condiciones de vida muy por encima de la media de la población, en lugar de gentes de la clase trabajadora que vivan con los sueldos y los problemas que tenemos todos nosotros.

Nuestros diputados y concejales en general, sin excepción en la derecha, y, por desgracia, entre muchos de la izquierda, no se ven agobiados por las hipotecas y el empleo precario, los bajos sueldos, las condiciones de vida de los barrios, las camillas en los pasillos de los hospitales, la degradación de la enseñanza pública, la falta de plazas en la educación infantil…y un largo etcétera de problemas.

Aquejados por la grave enfermedad que Lenin o Rosa Luxemburgo llamaban cretinismo parlamentario, se creen que juegan a dirigir el país, cuando en realidad las decisiones más importantes para nuestras vidas se toman fuera de los parlamentos y las moquetas del Ayuntamiento. En la democracia burguesa se deja que el juego democrático cree la ilusión de que todo se decide por «los ciudadanos», ¡como si todos los ciudadanos tuviésemos los mismos intereses!

En realidad las decisiones clave se toman en los consejos de administración de las grandes empresas y de la Banca, y, cuando la burguesía ve su sistema en peligro, entre los altos mandos del ejército y de la jerarquía eclesiástica. No es casualidad que todos estos segmentos de la sociedad estén blindados ante las libertades democráticas; nadie ha elegido a las cien familias que dominan la economía en el Estado español, son ellos quienes dan el visto bueno a los políticos, no hay un control democrático directo sobre los mandos militares y policiales ni sobre los jueces.

Por lo tanto la única manera de que exista una democracia para la mayoría de la sociedad, para la clase trabajadora, es que la economía, la banca y la tierra sean propiedad social y no propiedad de unos pocos parásitos sociales que se hacen ricos a costa de nuestras condiciones de vida.

Nos dirán, claro, que «no es democrático» expropiar a este puñado de personas que controlan la riqueza, y lo dirán sin sonrojarse, mientras cada día son arrojadas a la calle familias obreras que no pueden pagar sus hipotecas o crecen las listas de espera en los hospitales públicos.

Debemos aspirar a sustituir la democracia burguesa, que es una dictadura para la clase obrera, en una democracia socialista, aunque ello suponga, necesariamente, la expropiación de una minoría de parásitos empresariales financieros y terratenientes.

Mientras exista el capitalismo, la alternativa es el socialismo. Es decir, no podemos llegar a verdaderos derechos democráticos para la mayoría, y a mejorar nuestras condiciones de existencia y frenar la destrucción del planeta, sin una condición previa: la propiedad social de las fuerzas productivas, la democracia en la economía.

Si bien es necesario afirmar también que esta es la condición previa, pero no la única. Sobre la base de una economía nacionalizada y una planificación de las necesidades sociales y los recursos, se debe organizar la producción para satisfacer las necesidades sin por ello poner en riesgo al planeta sobre el que habitamos.

Lo que ha fracasado en el Este de Europa, la URSS y China, y otros países, no es el socialismo, sino el burocratismo, ya que carecían de democracia socialista, como insistía anteriormente. Nacionalizar la economía es necesario para superar el capitalismo, pero si esa economía es controlada por una casta burocrática, si se impone un sistema de partido único, no existe libertad de expresión, las fábricas carecen de comités elegidos democráticamente, no se puede criticar al gobierno, a la administración o al comité que dirige la fábrica, pues entonces no tenemos democracia socialista, sino un régimen autoritario, burocrático. Y este tipo de régimen es el que ha fracasado.

El socialismo expresa una necesidad histórica y el capitalismo nos conduce a un callejón sin salida. Las guerras, el hambre, la miseria… aquejan a la mayor parte del planeta. La solución a estos problemas se aleja cada vez más, ya que el capitalismo no puede resolverlos debido a su propia naturaleza. No es una cuestión de «voluntad política» o de «inteligencia» es una cuestión de intereses de clase .

Volveremos a vivir otro ciclo histórico de ascenso del movimiento por transformar el mundo en líneas socialistas, cuyos primeros pasos hemos visto ya en América Latina -especialmente en Venezuela-, y frenar la barbarie capitalista que acelera los riesgos al haber entrado de lleno un coloso como China en la loca carrera del mercado capitalista.

Si alguna vez ha sido urgente la disyuntiva, si alguna vez la consigna de nuestra lucha secular se convierte en una llamada urgente, es en nuestros días: La alternativa a la que nos enfrentamos es la de Socialismo o Barbarie.

La emancipación de la clase obrera

La concepción que Marx y Engels tenían de la organización del proletariado en partido político distaba mucho de lo que se ha venido haciendo en su nombre. Es verdad, que la experiencia posterior del movimiento obrero ha aportado muchas cosas acerca de un tema tan importante, así se ha reflejado en las obras de todos los pensadores marxistas, especialmente en Rosa Luxemburgo y Lenin. Pero no es menos cierto que Carlos y Federico marcaron una serie de puntos vitales, algunos en el propio Manifiesto Comunista, que están totalmente vinculados a su concepción política global.

No se puede pensar en un partido político como si de una cuestión organizativa o estatutaria se tratase. La organización será siempre el reflejo de las concepciones políticas; una secta responde a ideas sectarias y una organización amorfa es la consecuencia de falta de claridad en las ideas políticas. Si volvemos a estudiar las concepciones marxistas encontraremos en ellas como factores sustantivos el internacionalismo, el anti-sectarismo, la democracia interna y la defensa implacable de los intereses de clase.

«Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos obreros. No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No proclaman principios sectarios a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.

«Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto».

Como afirmaba con confianza y orgullo el programa de la Asociación Internacional de Trabajadores (la AIT, la primera Internacional): «La emancipación de la clase obrera debe ser obra de la propia clase obrera».

Es nuestra tarea destacar siempre los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, es decir, el interés del movimiento obrero enfocado en su conjunto. No defendemos los principios descubiertos por un «supremo redentor», sino la expresión generalizada de las condiciones materiales de la lucha de clases real y viva.

La cuestión fundamental es la propiedad, y debemos combatir, ideológicamente, las ilusiones de quienes siguen creyendo que es posible la «planificación económica del capitalismo». Sólo mediante la abolición de la propiedad privada de las grandes fuerzas productivas es viable ejercer una planificación democrática de la economía en función de las necesidades sociales y respetuosa con el medio ambiente.

El socialismo nos ofrece un método de evaluación de la sociedad capitalista y de cómo afrontar su transformación, que hace frente tanto al fatalismo como a la casualidad. Se basa en la concepción de que los acontecimientos históricos no surgen por generación espontánea sino de condiciones previas existentes, y de ellas las económicas son las determinantes (en palabras de Engels, «los acontecimientos políticos están determinados, en última instancia, por la producción y reproducción de la vida real»), y es capaz de analizar la presencia e influencia de toda una serie de factores objetivos y subjetivos con agilidad, flexibilidad y firmeza de la que carecen todas las demás ideologías.

Aunque el programa del socialismo no esté hoy en el orden del día de las grandes organizaciones de la izquierda, la necesidad de defender y luchar por dicho programa surgirá de la experiencia de la propia clase obrera. El papel del partido, que debe ser la expresión organizada de los intereses objetivos de la clase obrera, es vital pero no para suplantar a los trabajadores. La sociedad no la cambia ni un triunfo electoral, ni una mayoría parlamentaria, ni un partido fuerte. O la cambian los trabajadores, o no hay cambio. El papel principal del partido es ayudar a los trabajadores a llegar a esa conclusión y encabezar esa lucha, de la misma forma que el pistón de una caldera puede concentrar la fuerza del vapor para darle efectividad.

Y la defensa de las ideas socialistas no se puede llevar a cabo de forma aislada del movimiento obrero presente ni de sus organizaciones. Siguiendo el ejemplo de Marx y Engels que formaron parte del movimiento obrero de su época y trabajaron desde su seno hasta que lograron convencer de sus ideas a la inmensa mayoría, hoy es necesario reivindicar la necesidad de formar parte de Izquierda Unida, de fortalecerla con nuestra participación, a la par que defender en sus filas la importancia de que ésta se dote de un proyecto coherente con las ideas socialistas.

Las condiciones materiales para la construcción del socialismo a escala planetaria están hoy mucho más maduras que en la época de Marx y Engels, y la clase obrera es incomparablemente más poderosa numéricamente. La tarea sigue siendo levantar una organización internacional que se convierta en un faro que guíe con confianza los pasos de la lucha de los oprimidos del mundo. No sólo reivindicamos, pues, las ideas del Manifiesto del Partido Comunista, reivindicamos la tarea que sus autores propusieron como la lucha fundamental de nuestra época: la organización política de la clase obrera en una internacional para, tomando el poder político, construir, sobre las bases de la democracia socialista, una Federación Socialista Mundial.

Alberto Arregui, miembro de la Comisión Permanente Federal de IU y redactor de la revista marxista Nuevo Claridad