Alguna vez en el 2001 un analista político europeo dijo sobre el presidente argentino Fernando De la Rúa: “Ahí gobierna la izquierda”. Unos pocos meses después de esa aseveración (más que incorrecta, por cierto) la población enardecida sacaba a ese mandatario, y a cuatro más: Puerta, Rodríguez Saá, Camaño y Duhalde, en el lapso de una quincena, al grito –furioso, asqueado– de “¡que se vayan todos!”. ¿Era De la Rúa de izquierda? ¡En absoluto! Pero para un conservador de derecha, sí.
Entonces: ¿qué significa ser de izquierda? La respuesta a esta pregunta da para largos desarrollos; simplifiquémoslo diciendo que “es la búsqueda de un horizonte post capitalista”. En otros términos: se trata de participar de un ideario que, aportando conceptos teóricos (lucha de clases, explotación, plusvalía, acumulación, Estado) invita/conlleva a la praxis político-social transformadora. La gran cuestión es cómo lograr operativamente esa transformación.
Salvo casos psicopatológicos, nadie se declara amante de la violencia. De todos modos –verdad incontrastable– la misma está eternamente presente en la dinámica humana. Los grandes cambios sociales, más allá de los eternos llamados al pacifismo, se dan a través de grandes procesos que implican el uso de la fuerza. La máxima romana de “Si quieres la paz prepárate para la guerra”, mal que nos pese, es una verdad. Entonces: ¿se puede ser de izquierda, es decir, se puede buscar el cambio del actual sistema capitalista, sin apelar a un radical golpe de timón? La realidad lo demuestra: no.
Las distintas experiencias de triunfos electorales de candidatos o partidos nombrados “de izquierda” reafirman que cambios reales en la historia no se pueden dar en los marcos de las democracias parlamentarias. Sobran los ejemplos: desde Juan Domingo Perón en la Argentina a Getulio Vargas en Brasil, desde Salvador Allende en Chile a Jacobo Arbenz en Guatemala. Los llamados “progresismos” de estos últimos años que se dieron en Latinoamérica, luego de transcurrido algún tiempo, muestran sus resultados. Por cierto, no son los mejores.
Sin dudas en todos ellos hubo cambios en la forma en que se repartió la renta nacional, beneficiándose así las amplias capas populares. Pero pasado un período de bonanza a principio de siglo, dado el fabuloso desarrollo de China convertida en la gran compradora de recursos naturales de la región, la pobreza continúa. Sucede que en los marcos de la institucionalidad capitalista no se puede superar el capitalismo. Eso es un círculo cuadrado.
Si la población votante –supuestamente el “soberano”– gobierna solo a través de sus representantes y no en un ejercicio de democracia directa real (los consejos populares, las asambleas de base, los soviets), entonces no gobierna. ¿Quién decide las líneas básicas de lo que sucede? El capital. Punto. Los políticos profesionales solo manejan la administración del Estado. En tal sentido, desde ese aparato no se puede cambiar una relación de poder, porque ese aparato –el Estado– está justamente para mantener esa estructura, no para cambiarla.
Salvando las distancias, es como esperar que estamentos como las fuerzas armadas de una nación, o el clero, puedan ser revolucionarias. Si lo son, deben alejarse de la institución que les cobija: desertar en el caso de los militares, y quizá enmontañarse como guerrilleros alejándose de la Iglesia en el caso de los curas, si no, terminan como Ernesto Cardenal ante el papa Juan Pablo II en Managua, arrodillado pidiendo perdón.
Ser de izquierda, en definitiva, significa distanciarse de la lógica del capital. Caso contrario, no hay cambio posible: hay modificación cosmética. No más que eso.
¿Qué pudieron hacer los gobiernos de “izquierda” que se han venido dando últimamente? Hablar con un lenguaje pretendidamente anticapitalista, pero defendiendo el orden constituido en último término, tal como sucede en la actual Nicaragua orteguista. “Vean lo que hago, no lo que digo”, expresó alguna vez el argentino Néstor Kirchner ante empresarios españoles. ¿Un engaño para la población? “Capitalismo serio” pidió su sucesora, Cristina Fernández. “Perdón social” demanda el candidato presidencial colombiano Gustavo Petro. Eso “es una expresión de la sociedad en busca de reconciliación. Tiene un motor: acabar con un conflicto en Colombia. Y por tanto la cárcel no es la pieza fundamental, (lo) es el corazón del ser humano”, explicitaba. ¿Significa olvido?
En Chile Gabriel Boric finalmente mandó a las fuerzas armadas a controlar la región de la Araucanía y dos provincias de la región del Biobío buscando reprimir la resistencia popular en la zona mapuche. ¿La derecha ganó la pulseada? “Rechazo rotundamente que vamos a traer modelos de otros países. No somos chavistas, no somos comunistas, no somos extremistas, menos somos terroristas”, dijo Pedro Castillo al asumir la presidencia de Perú. ¿Qué podrá cambiar entonces en favor de los oprimidos?
Pepe Mujica, en Uruguay, fue un presidente honesto, como lo es López Obrador en México, no robando recursos públicos: ¿esos son los cambios que verdaderamente necesitan las masas para levantar cabeza?
Como dijera Marx, sin cortapisas, dando paso al pensamiento revolucionario: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”.
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