Santiago Alba Rico responde, en su artículo «Neocalifato, democracia y socialismo», a las observaciones que le había presentado en un artículo anterior. Resuelve, con ello, el principal problema señalado entonces, que era la falta de justificación de una conexión, algo chirriante, entre el Califato, la Turquía actual y la construcción del socialismo. Ahora contamos, sus […]
Santiago Alba Rico responde, en su artículo «Neocalifato, democracia y socialismo», a las observaciones que le había presentado en un artículo anterior. Resuelve, con ello, el principal problema señalado entonces, que era la falta de justificación de una conexión, algo chirriante, entre el Califato, la Turquía actual y la construcción del socialismo. Ahora contamos, sus lectores e interlocutores, con una explicación extensa de lo que Santiago Alba quería decir, y ese era el objetivo principal de aquel artículo. El segundo objetivo era el de exponer mi propio punto de vista, que es ligeramente contrario al de Santiago Alba, y me gustaría dedicar este nuevo texto, más breve, a clarificar ese segundo punto.
En primer lugar, no creo que en aquél texto se confundan laicismo y secularización, sino que, aunque Santiago Alba y yo entendamos el fenómeno de la «secularización» de la misma forma, hemos empleado el término de manera distinta. Entiendo que la conjunción de lo teológico y lo político es, en cierta manera, el punto de partida inevitable de construcción de las relaciones de poder, que se representan, se legitiman, a través de su manifestación teológica. Una segunda observación es que el proceso de «secularización» (empleado aquí en su sentido más frecuente, es decir, siguiendo una línea weberiana), que es en realidad la «des-secularización» del ámbito teológico, es un proceso fallido. Lo es porque, en último término, nuestra forma habitual de referirnos a la realidad palpable del poder sigue recurriendo a términos de muy difícil definición y nos sigue llevando a discusiones teológicas; seguimos empleando representaciones «seculares», herederas directas de discursos teológicos, para referirnos a los misterios de la obediencia y el poder. Ya no somos creyentes sino individuos, ya no seguimos las leyes de Dios sino lo dispuesto por ordenamientos normativos complejos, ya no atribuimos a la divinidad la suprema autoridad, sino que se la reconocemos al soberano y a quienes puedan hablar en su nombre. El laicismo es la manifestación institucional de ese proceso.
La ficción cristiana consiste, por una parte, en pensar que la «des-secularización» del plano teológico ha sido exitosa; por otra, en creer que es patrimonio exclusivo del Cristianismo. Lo que quería mostrar es que el Islam también ha experimentado procesos particulares de secularización (de nuevo empleo el término en clave weberiana), es decir, procesos particulares de distanciamiento (siempre relativo, como en el Cristianismo) o autonomización de lo político frente a lo teológico. Yo me he centrado en un ejemplo concreto, y que no creo que tenga nada que ver con imposiciones occidentales, como el de la Turquía moderna (un proceso de secularización cuyas raíces están muy muy lejos). Santiago Alba muestra otro, que es el de la tradición de la Nahda, aparentemente recuperada ahora por el partido tunecino del mismo nombre. Y seguramente hay más ejemplos, desarrollados localmente según los contextos sociohistóricos concretos y conectados formalmente a la estructura y tradición teológicas fundamentales que (tal vez) podemos decir que todo el Islam comparte.
Pero hay un segundo problema, bien complicado, que evidentemente emerge: el de la definción de lo que es el socialismo. El problema teológico resurge aquí con la misma fuerza que tiene cuando otros discuten acerca del Reino de Dios, con la salvedad de que uno viene dado por la Escritura mientras que otro es necesariamente una construcción colectiva (posible o no) del conjunto de la humanidad. Ante los males del presente no se predica, por tanto, la pasividad y la paciente espera, sino la construcción activa. Más allá de estas vaguedades con (lo reconozco) un cierto tufillo milenarista, estamos de acuerdo en que es imposible definir el socialismo. Y ahí reside su gracia, puesto que la igualdad de condiciones sólo es posible si el socialismo es algo definido entre todos; el «intelectual orgánico» trabaja en la elaboración del «diagnóstico», pero no puede atribuirse la capacidad de prescribir un «tratamiento».
Escribe Santiago Alba que la definición negativa de socialismo aportada por mi artículo1 («toda opción permitida por el sistema es parte del sistema»)
«no sólo permite poca flexibilidad de análisis sino que, en algún sentido, nos reduce a la impotencia al poner en la cuenta del sistema, como estrategias maquiavélicas de reproducción, todas aquellas conquistas que los pueblos han obligado a «aceptar» al mismo: desde la jornada de 8 horas hasta la declaración de DDHH. Es poco útil imaginar el capitalismo en términos prosopopéyicos, como un Sujeto hegeliano providente que sólo pondría delante de sí, o contra-sí, las cosas que puede comerse o al menos permitirse, de manera que, verdaderamente fuera , sólo quedarían al final los muertos, las desilusiones y las derrotas. Pero también porque esa definición implica la aceptación de su reverso; es decir, el hecho de que «toda opción no permitida por el sistema es socialismo».
En este punto mi posición es, por lo que veo, radicalmente contraria a la de Santiago Alba. Creo que una de las aportaciones políticamente más útiles que hace Marx es la de presentar al capital como un sujeto automático y dominante aparentemente capaz de subsumirlo todo. Y su utilidad política reside en su capacidad para ponernos en guardia frente a cualquier tipo de autocomplacencia.
Efectivamente, diría que «toda opción no permitida por el sistema es socialismo» porque, para empezar, no estoy seguro de encontrar nada que «el sistema» no sea capaz de permitir una vez que se encuentra oportunamente resignificado. Por eso no podemos estudiar el socialismo como Marx analizó el capital. Por eso no es un trabajo que un alemán pueda hacer encerrado toda su vida en una biblioteca, sino algo que todos tenemos que construir juntos, generación tras generación, durante siglos, y sin la seguridad de que podremos dar nuestra tarea por concluida algún día.
Estoy de acuerdo con Santiago Alba en que la sublevación de los pueblos árabes ha sido y es (donde pervive) una manifestación clara de que éstos buscan la construcción de alternativas políticas no permitidas. No estoy de acuerdo con él en que la constitución de un gobierno elegido a partir de los presupuestos del gobierno representativo sea otro paso en la misma línea. Tampoco estoy tan seguro como él (por prudencia, y no porque pretenda conocer mejor la situación) de saber interpretar las condiciones en que estas sublevaciones se producen y desarrollan en lugares como Libia o Siria.
Estoy de acuerdo en que la lucha por el reconocimiento generalizado de los derechos humanos o por el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas son pasos igualmente importantes. No estoy de acuerdo en que el cumplimiento (más o menos exitoso) de estos objetivos haya supuesto un gran impedimento para el desarrollo y la reproducción de modo de producción capitalista, sino que al contrario han sido una enorme fuente de dinamismo, legitimidad y capacidad de expansión.
Estoy de acuerdo, llevando la discusión a un nivel más abstracto, en que la lucha de clases es una vía de acción política de resistencia y de búsqueda de alternativas que puede resultar beneficiosa para el proletariado. No pienso, sin embargo, que en la lucha de clases misma resida la clave de la construcción del socialismo, puesto que ésta es, más allá de sus éxitos ocasionales, un elemento dinamizador del capital.
Estoy de acuerdo, y es otro ejemplo más en la misma línea, en que para los países que sufren el ejercicio de un poder colonial la condición de posibilidad de la construcción del socialismo es la preservación efectiva de la soberanía. No estoy de acuerdo en que los reflejos de soberanismo del gobierno turco actual estén yendo en esa línea ni en que constituyan una auténtica oportunidad para Oriente Medio2.
Los proyectos revolucionarios latinoamericanos suponen una búsqueda de alternativas incómodas sólo en la medida en que el pueblo consigue mantener activo un poder constituyente que oriente la dirección en que avanza el poder constituido. A pesar de sus felices éxitos, es evidente sin embargo que no todos los ámbitos de la vida social están igualmente abiertos a este tipo de dinámicas, y que no en todos ellos el poder constituyente es realmente capaz de articular alternativas por mucho que desee hacerlo3. En el caso árabe, y si «exportar el modelo turco» significa constituir regímenes políticos con una articulación de poder constituyente y constituido equivalente a la que encontramos en Turquía actualmente, no me atrevería a decir que el horizonte sea igualmente bueno…
La idea de la «pedagogía del millón de muertos» tiene para mí sentido en tanto que reflejo de la violencia explícita que supone la acumulación originaria. Allí donde parecen darse las condiciones para el desarrollo de alternativas incómodas, se buscará la posibilidad de ponerles freno. El empleo de una violencia genocida es, entonces, tan excepcional como necesario.
Normalmente basta, a lo sumo, con un golpe de Estado y unas decenas de muertos; a veces esto se complica y estallan terribles guerras civiles, en cuyo caso el resultado se vuelve incierto. La mayoría de las veces, sin embargo, es más sencillo, y basta con forzar la convocatoria de elecciones o la redacción de una nueva Constitución.
Pero ocasionalmente resulta imposible poner freno a esas dinámicas de transformación política, y emergen regímenes políticos a los que llamamos revolucionarios; éstos, sin embargo, se encuentran con la dificultad de que, una vez que han puesto freno a la violencia explícita de sus adversarios, no necesariamente tienen la capacidad de hacer frente a las violencias implícitas, que nada tienen que ver al final con el signo de los gobiernos.
La ley del valor no puede abolirse por decreto ni en un sólo país, y mientras no seamos conscientes de esos límites no podremos buscar la forma de subvertirlos. Hasta entonces la subsunción seguirá operando sin que podamos ponerle remedio.
Es por todo esto por lo que digo, efectivamente, «que voten lo que quieran», y no lo hago en un renuncio colonial, sino basándome en los mismos supuestos a partir de los que pienso la realidad política española. Aquí también votaremos lo que prefiramos, y aquí también está en marcha una revuelta, con otros tiempos, otros espacios y otros interlocutores.
Pero lo que es evidente, aquí y allí, en América Latina, en España, en Turquía y en Túnez, es que la construcción del socialismo no se da en las urnas, sino en las calles, y que, frente a estas últimas, la importancia de las primeras es sólo relativa. A veces constituyen, como en Venezuela, una oportunidad (y diría más bien un arma de doble filo); otras, como en España, y tal vez como en los países árabes, son una trampa.
Notas
1Y la idea no es en absoluto mía, sino un préstamo, ligeramente re-elaborado, de algo que plantea Slavoj Zizek en su texto «Can Lenin tell us about freedom today?«.
2En realidad diría que el soberanismo turco jamás ha supuesto al cien por cien un intento de construir alternativas políticas incómodas, puesto que muy rápido el gobierno turco entró en el juego de la política de bloques, aunque fuera con ambigüedad. Sólo en la medida en que intentó olvidarse de las presiones de las potencias occidentales y de la Unión Soviética, sólo en la medida en que lo hizo como complemento exterior a un cierto populismo interior en diálogo con las propuestas socialistas, se puede entender, desde las claves del período histórico, que el gobierno turco hizo viable la opción de construir el socialismo.
3No se ha conseguido todavía en ningún sitio, y utilizo palabras del Che, cortar definitivamente el cordón umbilical que nos une a la sociedad capitalista: la ley del valor. Siguen, por tanto, y a pesar de sus éxitos en otros campos, irremediablemente subsumidos.
* El autor es estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad del Bósforo
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