Resulta frecuente que, si no se trabaja con la atención adecuada al espacio que al intelectual acoge, éste lo desprecie mediante el insidioso salir-del-paso y no responda al privilegio con el debido intercambio, que es el tiempo. Nace así la chapuza. Quizás resulte insólito, pero el día 31 del pasado mes redacté para esta sección […]
Resulta frecuente que, si no se trabaja con la atención adecuada al espacio que al intelectual acoge, éste lo desprecie mediante el insidioso salir-del-paso y no responda al privilegio con el debido intercambio, que es el tiempo. Nace así la chapuza. Quizás resulte insólito, pero el día 31 del pasado mes redacté para esta sección un artículo («Una mística intelectual») que propugnaba con énfasis la autocrítica, y caí en la tortura de todo opinante: releer lo propio. Así, me veo en la obligación de autocriticarme con toda dureza por farragoso, propagador de solecismos y culpable de pleonasmos. En el que ahora comienza trataré de cuidar y revisar la prosa, que es la sustancia fundamental de la amenidad (a la que también me refería) y del transcurso ágil del discurso.
Por lo demás, sigo empeñado en la implicación mística de la tarea intelectual frente a una sociedad hundida en la molicie y enajenada, en su sentido estricto, hasta caer en la condición de ‘sofa potato’. Esta metáfora sajona define a quienes, provistos de comida rápida, golosinas y chuches, se repantigan frente a un televisor, se rodean de publicaciones cuya función estriba en multimillonarias compraventas de inmundicia aristocrática y terminan involucrándose en las estúpidas miserias de una clase social digna de extinción o recreándose en la desdicha de ídolos caídos hasta experimentar toda suerte de morbosos orgasmos mediáticos. Especie infectada y contagiosa, emplea su valiosísimo tiempo (mi mística no contempla más allá de una vida, o sea, que vivo porque no muero) en apoltronarse frente a ese cajón doméstico y tabernario del que pocos escapan, la inadecuada TV, y prefiere caer en las redes de decididores antes que tomar por sí misma la iniciativa instintual, o azarosa, de irse al cine, captar tertulianos en su entorno, hojear un libro, intentar escribirlo, hallar sin guía el sendero del propio intelecto latente, acudir a una biblioteca o penetrar en una sala de exposiciones, ámbito que provoca en las masas un yúyu muy digno de estudio.
Existe además la alternativa-argumento más significativa: la calle, la de los amigos o el chafardeo íntimo, a ciertas horas de telebasura o gol vacía. No la chic y exclusiva que le seleccionan a través de los ‘reality-shows’ o la avalancha de insulsas y vacuas autobiografías que inundan los kioscos de aeropuertos y estaciones de tren o bus, sino la real, la vívida, la proteica, la que constituye el más barato y el más didáctico de los espectáculos. Labor del intelectual es dotarla de interés y sintetizarla adecuadamente, sin encuadres prostituidos, en los diversos formatos que el progreso oferta.
Me llamó siempre la atención que en América Latina, donde se emplea un envidiable léxico (en la que fuera metrópoli extinguido) incluso para las noticias-relámpago, la lectura de libros, o sea, el principal y más manejable de los elixires intelectuales, resulte más frecuente que en la Europa de habla hispánica, cuyas prisas y altas velocidades le imponen existir y opinar por titulares y flashes ojeados entre dos vermuts. Si quien me atiende se fija, los kiosqueros suelen instalar el ingente material de información de que disponen al revés, de modo que el transeúnte no se nutra de actualidad mediante la picaresca de examinar los mazos de prensa y leerse en un minuto la letra grande de lo que (supuestamente) le está ocurriendo. A lo que iba. Toda campaña institucional destinada a que la población conceda preferencia a la gran cantidad de novedades contenida en páginas, plástica, cine, teatro, concierto, café-internet, y se habilite para discriminar la basura del legítimo y útil conocimiento, caerá en saco roto. El compromiso del intelectual, no me cabe la menor duda en estas fechas protoescolares, comienza en la enseñanza. Un místico jamás debe perder de vista, otrosí, que su volátil labor no es ni será jamás obligatoria. Nadie está forzado a leerle, pinchar su espacio o disfrutar por decreto de sus divagaciones, argumentos, melodías, diseños o tebeos.
El único sistema que se me ocurre para que la población, o la ciudadanía, sepa discernir lo que le nutre y lo que le envenena, es la reflexión previa del intelectual a la hora de engendrar lo que venimos llamando su compromiso.
Aludamos al maniqueo del sermón: puede oponerse que en la Sudamérica citada la hora del novelón retransmitido es tan sagrada como la siesta; y yo replicaría que sin folletín, Sue, Montepin, Dumas, Stevenson, Scott, Hugo, y demás superventas de antaño, la narrativa, con el enlace que supone Baroja, habría perecido. Supieron hallar (o los libreros-imprenteros de entonces les asesoraron certeramente) la fórmula, ante todo, de enriquecer el vocabulario del vulgo a través de tramas tremebundas, denuncia velada de las burguesías decadentes, sugerencias de rebeldía contra la cada vez más voraz opresión mercantilista y neutralización de las clases sociales a través de los amoríos desinteresados. Debo advertir que por ahí cunde una estratagema contra la idea que acabo de exponer, predilecta del ‘sofa potato’ cuya mente anquilosada perdió las facultades cerebrales de que le dotaron de crío. Es la que echa en cara al siempre presunto intelectual que «hay que crear para el pueblo, que no tenga que leer con la enciclopedia al lado». Eso es malévola demagogia. Quitando que un diccionario nunca aumenta el colesterol malo, no debe jamás descender el intelectual a esforzarse a la baja, depreciando la antes aludida prosa (o imagen) de modo que resulte grafía para analfabetos; sino que es labor de todo instruido, instituciones incluidas, la de lograr una sociología, mística si se quiere, del intelecto ágil sin discriminación de oportunidades por origen.
Ello presupone una labor que concierna, fuera de las aulas, a las familias allá donde la docencia concluye su horario y los trabajos encomendados cierran el cuaderno. En la práctica todo intelectual se enfrenta a un territorio yermo, duro y sembrado de competencia como poco destructiva de sus esfuerzos. Pero, para concluir, este mundo breve que nos acoge debería esforzarse para erradicar de una vez para siempre el acomodaticio, y por desdicha hereditario y epidémico «yo de eso no entiendo». He ahí la larva putrífica que define a una sociedad que a pulso es necesario rehabilitar como se recupera a un enfermo. Y peleamos en plena pandemia de mugre a la que se aplica inadecuadamente la palabra ‘ocio’. El ocio se confunde pérfidamente con el tedio. Todo logro de las técnicas (en griego techné significa ‘arte’), por místico que sea, jamás debe resultar ocioso hasta rozar lo tedioso y hacer peligrar existencias aquejadas de la lacra del ‘sofa potato’ y la hipnosis catatónica. En pincelada final, debe asumirse que hoy una grata revolución significaría incrustar en las inteligencias derivadas de los modelos EUA y UE (y regiones satélites) que el éxito no se consuma mediante la posesión de riquezas y posición social añadida, que es a lo que tácitamente y con deliberada perversión se tiende desde quienes dominan al indefenso ‘sofa potato’; y que el recreo intelectual, jamás pasivo, ni incompatible, conduce a espacios gratos y, humanamente, más satisfactorios. Punto.