¿Es posible interesarse por el dolor de un hombre que no es pariente nuestro, de un niño que no hemos educado, de una mujer a la que no hemos amado nunca? ¿Es posible elegir como igual estricto a un desigual lejano, como afín completo a un extranjero remoto? Si hay explicación sociológica para la hostilidad […]
¿Es posible interesarse por el dolor de un hombre que no es pariente nuestro, de un niño que no hemos educado, de una mujer a la que no hemos amado nunca? ¿Es posible elegir como igual estricto a un desigual lejano, como afín completo a un extranjero remoto? Si hay explicación sociológica para la hostilidad y la indiferencia, no la hay quizás para esta fulgurante cristalización de simpatías cancerosas que precipitan, a partir de su composición química misma, una intervención en el mundo. Llamamos -o deberíamos llamar- «solidaridad» al brazo armado de la compasión, a la solidificación del compromiso: el hecho de elegir libremente la necesidad ajena, de suprimir por propia voluntad -sacudidos por el dolor o contaminados por la idea de un desconocido- las condiciones mismas que permiten este acto de libertad. La compasión activa que Todorov identifica con la «moral de simpatía» encuentra su máxima expresión en la decisión absurda y luminosa de los solidarios suicidas que, no pudiendo soportar el sufrimiento de los judíos, se incorporaban de un salto -piedad instintiva, bondad refleja- a los vagones de ganado destinados a los lager . El compromiso activo (asociado a la «moral de principios») se resume, por su parte, en el ejemplo movilizador de los muchos comunistas o socialistas de todo el mundo que abandonaron sus casas y sus familias para morir en la guerra civil española luchando contra el fascismo. Compasión y compromiso, moral y política, se dan cita hoy en la admirable coherencia de los cooperantes y médicos que deciden compartir el dolor y la lucha de los habitantes de Gaza como consecuencia de una doble intolerancia física e intelectual hacia el concreto sufrimiento ajeno y hacia la objetiva injusticia general.
Lo sólido, decía Marx, se disuelve en el aire. La solidaridad -su pariente etimológico- también. Es cierto que el capitalismo, que licuefacta todas las consistencias y sólo permite los vínculos débiles y fricativos del consumo, desactiva sin interrupción las conexiones políticas y morales con los otros. Pero es sólo parcialmente cierta la afirmación que pretende -mientras caen bombas, por ejemplo, sobre Gaza- que «a nadie le importa el sufrimiento de los demás». Lo que llamamos «indiferencia» consiste más bien en una fluyente corriente de simpatía mayoritaria, originalmente justa, hacia los injustos: los ricos, los poderosos, los famosos y hasta los asesinos. Nos importa el sufrimiento de la princesa Letizia o de John Travolta, el de la soldado estadounidense que no puede adoptar un perro iraquí o el del padre israelí que ha perdido a su hijo soldado; nos importa el dolor del millonario suicida y el del mafioso operado de próstata. Esta solidaridad pasiva con los fuertes, que se explica banalmente por la insistencia con que nos obligan a mirarlos, y por el gusto de igualarnos a desiguales superiores, constituye un formidable soporte social de la fuerza que, del otro lado, persigue y criminaliza la solidaridad con los débiles y los justos.
Al mismo tiempo, solidarios con los vencedores, la moral y la política encogen también cada vez más su margen de radiación a causa de la desproporción que existe entre lo que podemos saber y lo que podemos hacer; es decir, entre el orden de la información y el de la intervención. Mientras que nuestro campo de visión es virtualmente ilimitado -están más cerca Australia o Pakistán que nuestra propia cocina-, nuestro campo de intervención no deja de estrecharse, hasta el punto de que al final, sin organización, sin medios, sin proyectos colectivos, el único lugar donde podemos introducir algún efecto es precisamente nuestra propia cocina: tanto más se impone este acurrucamiento en lo privado y lo doméstico cuanto más libremente, sin consecuencias ni huellas, podemos pasearnos, arriba y abajo, a lo largo y a lo ancho, por el mundo exterior.
Solidaridad y sueldo comparten también la misma raíz etimológica. Lo único sólido es el sueldo; y toda una serie de intervenciones históricas -económicas y políticas- contra la compasión y el compromiso activos han acabado por desprender este insólito oxímoron: la solidaridad asalariada. El término mismo -«solidaridad»- se presenta hoy aligerado de toda electricidad ideológica, escuetamente administrativo, y se utiliza para encubrir y reproducir los conflictos de clase, las desigualdades, la fuerza de los fuertes, bajo una institucionalización fraudulenta y monopolista: están los ejércitos «humanitarios», dotados -estos sí- de medios y poder para la intervención, con sus monstruosos soldados solidarios distribuyendo cadáveres y mantas para cubrirlos; y está el sarampión de las ONGs, filiales postmodernas de los gobiernos dedicadas -salvo excepciones- a «desmoralizar» y «despolitizar» todos los escenarios de pobreza o de violencia; es decir, a despuntar y vaciar de contenido el concepto original de «solidaridad» para convertirlo -a la medida del contrato capitalista- en un intercambio individual entre desiguales. Así es como los occidentales hemos acabado por dejar fuera a todo el resto del mundo: pagamos sueldos a solidarios especializados y nos solidarizamos -no con las víctimas, no- con los solidarios a sueldo (y con sus gobiernos). Más allá de ese círculo virtuoso, sólo hay ya desgraciados y desalmados o, lo que es lo mismo, aterrorizados y terroristas. Y cada vez es más difícil distinguirlos.
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