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Sólo mientras tanto

Fuentes: Rebelión

En días, a lo sumo poco más de un mes, las perspectivas políticas futuras de una parte de América Latina comenzarán a delinearse. En Uruguay, Honduras y Colombia estamos en vísperas de definiciones cardinales, aunque por tres vías diferentes y con resultados probablemente opuestos. En Honduras se está definiendo la gelatinosa negociación de la restitución […]

En días, a lo sumo poco más de un mes, las perspectivas políticas futuras de una parte de América Latina comenzarán a delinearse. En Uruguay, Honduras y Colombia estamos en vísperas de definiciones cardinales, aunque por tres vías diferentes y con resultados probablemente opuestos. En Honduras se está definiendo la gelatinosa negociación de la restitución formal del Presidente aunque con la consolidación del poder golpista y en Colombia se definirá el 20 de noviembre un tercer mandato cantado del derechista Presidente Uribe. En el resto, la ocasión será el año próximo y el sucesivo, de forma tal que la silueta política del conjunto quedará redefinida en unos dos años, una vez dirimida la disputa entre un neoliberalismo que no acaba de morir y una suerte de desarrollismo progresista que no termina de nacer, si parafraseamos a Antonio Gramsci.

Sin embargo esta sentencia contiene una simplificación del panorama latinoamericano, más bien heterogéneo. El bosque autóctono político y social es la antonimia de una forestación. Está signado por la biodiversidad, que le aportan especies y subespecies propias, arraigadas en el humus común de la desigualdad social extrema y la humillación popular. No está en juego su homogeneización, ni menos aún la replantación exótica. Se dirime en estas horas si se enraíza más y a partir de ello comparte solidariamente la lucha contra la inclemencia tormentosa, si debilita y controla su maleza parasitaria, o bien se autodebilita en una competencia interna por los magros recursos, quedando a merced de pestes y hacheros predatorios, ya sean rústicos o motorizados.

El panorama no es apoteótico y por lo tanto no suscita el entusiasmo de las gestas revolucionarias. Precisamente porque no es revolucionario. Pero es un sendero posible de reversión paulatina, aún exasperantemente parsimoniosa, de la más brutal degradación social. En el resto del mundo, si pasa algo, lejos de ser alentador será probablemente siniestro. Y no sólo por las matanzas, invasiones, hambrunas y bloqueos a los que se somete a buena parte de la población mundial, sino también por la resignada y aquiescente supervivencia de la barbarie neoliberal. No ya en el tercer acorralado y dependiente mundo, sino inclusive en el «libre» primero, incluyendo a la socialdemocracia europea.

Estados Unidos por ejemplo, batió un nuevo récord: su déficit fiscal alcanzó los 1,42 billones de dólares en el ejercicio fiscal 2009, triplicando el del año pasado. La cifra es escalofriante tanto por su magnitud absoluta, cuanto por sus proporciones relativas. El rojo en las cuentas públicas, aquel que tanto escandaliza al FMI cuando desembarca en el sur para monitorear la performance fiscal y ejercer su chantaje edulcorado con el paternalismo martinfierrista del consejero, equivale al 10% del PBI. Muy próximo en términos relativos al de la II Guerra mundial. Si mi cuenta no falla, sería equivalente, grosso modo, a un déficit de U$S 3.200 millones para el Uruguay, correspondiendo a más de mil dólares por habitante. Una monstruosidad insostenible para cualquiera de nuestros países, con sólo trasladar la proporción del desfasaje al PBI de cada caso o imaginar cuántas deudas externas nacionales caben en esa magnitud. En lo que a la población estadounidense respecta, ese déficit alcanza a los U$S 5.000 per cápita. El agujero fiscal representa un 40% del total del gasto público (que llegó a 3,52 billones de dólares) y un 67% de los ingresos (que alcanzaron los 2,1 billones de dólares).

Y no es precisamente el caso de una sociedad políticamente desarrollada que asume ese déficit como inversión en la construcción de una malla de contención social para los más desprotegidos. Es exactamente lo contrario: la salud pública es prácticamente inexistente y la población más vulnerable está expuesta a la muerte sin más, al menos hasta que el Presidente Obama logre imponer su proyecto de cobertura nacional. Otro tanto sucede con la educación pública, sometida a un gerenciamiento mercantil mediante contribuciones arancelarias. Ni siquiera la educación secundaria está garantizada en la práctica. El transporte público está en vías de desaparición y no existe siquiera el aguinaldo mientras el seguro de paro, al que sólo acceden los trabajadores blanqueados y legales, es una cobertura parcial por seis meses, sin indemnización por despido.

¿Dónde fue a parar entonces semejante magnitud de recursos? Al salvataje bancario y al reforzamiento de las aventuras criminales de ultramar. Ni siquiera con tal desembolso se pudo contener la caída de los indicadores sociales más urgentes en la coyuntura. La tasa de desempleo ascendió a 9,8% en septiembre, donde la economía perdió un total neto de 263.000 empleos el mes pasado, comparado con 201.000 en agosto. Si se incluyen los trabajadores despedidos que han aceptado empleos de tiempo parcial o han abandonado la búsqueda de trabajo, la tasa asciende al 17%. En total, 15,1 millones de habitantes de Estados Unidos están desempleados y se han perdido más de 7,1 millones de empleos desde diciembre de 2007. Su índice de pobreza subió a 13,2% en 2008, lo que representa a unas 40 millones de personas cuando en 2007, este indicador fue de 12,5%.

La más civilizada Europa, tampoco muestra indicadores como para alegrarse. La previsión de caída del PBI para la llamada eurozona es de 3,9% este año, con un país emblemático como Alemania cayendo por encima de este guarismo hasta un 5%. Aún suponiendo la superación de la recesión para el año entrante, se estima que se recuperará ligeramente el próximo ejercicio, creciendo sólo un 0,7%. El peor caso es el de la economía española que sufriría una contracción del 3,5% en 2009, no tan grave como la alemana, pero continuaría inclusive retrocediendo tres décimas, aún en las mejores condiciones previstas para 2010, con un continuado deterioro del mercado laboral con una tasa de desempleo ominosa del 19,6%.

Sin embargo, América Latina en general y algunos países en particular, precisamente los que lograron dificultosamente comenzar a imprimir un sesgo progresista a sus gestiones, si bien sufrieron una disminución de su tasa de crecimiento, redujeron la recesión a una mínima expresión (a excepción de Colombia, no casualmente) o directamente la eludieron como Uruguay. Y ello a pesar del descenso del valor internacional de los commodities y de la pérdida de competitividad exportadora que le traslada el propio déficit norteamericano con la indeseada apreciación de las monedas nacionales.

Esta simple constatación deja en ridículo la definición de neoliberal que ciertas izquierdas realizan de estas experiencias reformistas incipientes. También desnuda el desprecio por el sufrimiento humano que significa concretamente el deterioro de los indicadores estadísticos de la vida social. La táctica de apostar a la victoria neoliberal a la espera de rupturas o estallidos en los progresismos con vistas a capitalizarlas con el propio crecimiento, además de miserable, es un suicidio para el pensamiento y la acción radical. No sólo se le debería reclamar mayor eficacia e influencia en el devenir concreto del cambio, sino otra estatura ética que supere el mero culto de la oportunidad y el ombliguismo sectario.

La inmensa magnitud de recursos del primer mundo destinada a emparchar sus economías nacionales, con los magros resultados aludidos, redujo aún más su insignificante contribución a paliar el hambre y la mortandad infantil. Mil millones de personas en el mundo están hambrientas y 10 niños mueren por minuto a causa del propio hambre o por enfermedades fácilmente tratables. Mi cuenta da más de cinco millones por año. Tal es la proporción de la barbarie, que la ONU lanzó la campaña » A Billion for a Billion» dentro del programa World Food Programme (WFP) con la intención de que mil millones de personas (no debe confundirse el billion sajón con la unidad de medida latina que usamos en los cálculos líneas arriba) contribuyamos con nuestras tarjetas de crédito a alimentar a estos otros mil más desahuciados a partir de cinco dólares mensuales, cifra desde la cuál es posible alimentar un bebé por todo un mes (https://donate.wfp.org).

La caridad no soluciona ninguna causa de esta ignominia, pero menos aún lo logra la muerte y el sufrimiento de las víctimas, es decir, la ausencia de beneficencia en esta emergencia nada coyuntural. El desaguisado de Wall Street no ofreció la oportunidad de producir cambios significativos en el comercio y las relaciones norte-sur, ni, digámoslo de paso, al interior del propio sur más allá de algunas iniciativas del ALBA. Tampoco de insinuar siquiera un debate por la imposición de algún tributo mundial para destinarlo a paliar esta tragedia como puede serlo una tasa Tobin a las transacciones financieras o gravando el comercio internacional.

Ni la situación mundial, ni las locales son revolucionarias. Menos aún lo es la caridad. Pero en el «mientras tanto», hasta que otra correlación de fuerzas apoyada en experiencias realmente superadoras del neoliberalismo permita que los recursos salven vidas y no bancos, no está de más que la ONU salga disputarle iniciativas al oportunismo ideológico misionero y clientelista de las instituciones religiosas. Hasta que la ONU logre ser algo más que una indiferente institución silente y cómplice. Tal vez hasta logre que los recursos lleguen más directamente a los necesitados destinatarios. Aunque en su versión más lábil y descomprometida, no deja de ser una forma de ejercicio solidario: triste y débilmente paliativo aunque no por ello indeseable.

* El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.