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De Weimar a Washington

Solución final

Fuentes: Cubadebate

Dwight D. Eisenhower dijo, en 1953, que la «guerra preventiva» era un invento de Adolfo Hitler. Afirmó: «Francamente, yo no me tomaría en serio a nadie que me viniera a proponer una cosa semejante». Sin embargo, en el juego de la política, todo es permitido y, por suerte, la gente tiene mala memoria. Frente a […]

Dwight D. Eisenhower dijo, en 1953, que la «guerra preventiva» era un invento de Adolfo Hitler. Afirmó: «Francamente, yo no me tomaría en serio a nadie que me viniera a proponer una cosa semejante». Sin embargo, en el juego de la política, todo es permitido y, por suerte, la gente tiene mala memoria.

Frente a nuestros propios prejuicios, porque no siempre somos capaces de enfrentar la realidad sin el prisma de nuestros deseos, los fanáticos de la guerra se alzan vencedores, utilizando con desenfado la misma retórica y los mismos métodos de sus predecesores nazis. No solo necesitan enemigos para justificar su locura -al final «los malos» siempre colaboran, como este Bin Laden tan oportuno-. También necesitan enemigos para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de Estados Unidos.

Pero el hecho de que, empleando enormes recursos económicos, diversos trucos publicitarios y, ante todo, apelando al apoyo incondicional de sectores fanatizados, Bush haya logrado reelegirse, no significa ante el mundo una victoria moral del conservadurismo estadounidense, a pesar de que muchos están promoviendo esa interpretación de los hechos.

Es, en todo caso, una victoria moral de vastas corrientes neofascistas que no murieron cuando Hitler decidió inmolarse en su bunker de la Cancillería del Reich, y que ha encontrado terreno fértil en un país donde la conciencia individual está cegada por temores y dogmas, mientras la voluntad de millones de personas anda en manos de personajes que pretenden actuar en nombre de Dios.

Entre las lecciones más dolorosas del pasado 2 de noviembre está, sin un ápice de dudas, que esta vez sí le debemos la permanencia de Bush en el poder a una decisión de más la mitad del electorado estadounidense. Es decir, a una voluntad ratificada en las urnas. También «la abrumadora mayoría del pueblo alemán creía en Hitler, incluso después del ataque a la Unión Soviética y del establecimiento de los tan temidos dos frentes. Incluso, después de que Estados Unidos entrara en la guerra. Incluso después de Stalingrado, de la defección de Italia y de los desembarcos aliados en Francia. Contra esta ciclópea mayoría se alzaban en Alemania y Austria solo unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía», escribió la filósofa Hannanh Arendt en su fabuloso ensayo Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal.

Cuando Hitler anunció públicamente su plan conocido como la Solución Final y construyó sus fábricas de exterminio y sus máquinas gaseadoras «para una muerte sin dolor», la sociedad alemana no tuvo inconveniente en mirar hacia otro lado y apoyar las medidas nazis cuando las víctimas fueron «delincuentes» habituales, «degenerados sexuales» de conducta «antinatural», «seres de razas inferiores» o «comunistas» que habían tenido especial interés en dinamitar la República de Weimar.

Con toda certeza, la reelección de Bush no hará claudicar a quienes dentro y, sobre todo, fuera de Estados Unidos son desobedientes a esa destructiva ideología, pero, por favor, no caigamos en la simplificación de los hechos. No olvidemos que en la prensa alemana Hitler, sus seguidores y mucha gente de a pie vindicaba frente a Auschwitz, Treblinka, Majdanek, Belzek, Chelmno y Sobibor: «¡Qué horribles espectáculos tenemos que contemplar en el cumplimiento de un deber! ¡Cuán dura es la misión de Alemania!»