Cierta vez llegó un destacado grabador cubano, que tenía a su cargo las condecoraciones cubanas, pero por sobre todo era un mulato viejo, muy alto y flaco, cuyo cuerpo era apenas la carcaza de un alma extraordinaria. Se llamaba Guillermo Prieto. Naturalmente, me enfrasqué con él, y lo digo literalmente, me enfrasqué con varios frascos […]
Cierta vez llegó un destacado grabador cubano, que tenía a su cargo las condecoraciones cubanas, pero por sobre todo era un mulato viejo, muy alto y flaco, cuyo cuerpo era apenas la carcaza de un alma extraordinaria. Se llamaba Guillermo Prieto. Naturalmente, me enfrasqué con él, y lo digo literalmente, me enfrasqué con varios frascos de ron y una seguidilla de boleros filin que cantábamos a dúo entre brindis y brindis. Ya habíamos saludado a la revolución cubana, a la revolución boliviana, a Marx, a Lenin, a Fidel, al Che, al Inti, a Bolívar, a Sucre, incluso a Murillo y Esteban Arze cuando al parecer se nos acabó el repertorio. Entonces le consulté por quién íbamos a brindar la copa que teníamos entre manos y Prieto me dijo: «Por el materialismo dialéctico, chico.»
He recordado mucho este episodio porque los bolivianos nos hemos vuelto nominalistas. Ya no brindamos ni maldecimos por personas o cosas reales sino por entelequias, la mayor de las cuales es la Constitución, un pequeño folleto que parece encerrar al diablo, para unos, y a dios, para otros; libro bendito o maldito, según se vea.
El error de ser nominalistas jodió a la izquierda que hoy se sume en the silence of the lambs, el silencio de los corderos. ¡Tan armados teóricamente y hoy no dicen ni chis ni mús sobre la crisis del capitalismo, el retorno de Marx y el retorno cada vez más visible de Gramsci! Con razón un grafiti famoso de mayo de 1968 en París decía: Dios, sospecho que eres un intelectual de izquierda; a mi entender, una mente solitaria, apoltronada, crítica, desdeñosa, incapaz de comprometerse con la lucha de cada día que libran, allí abajo, los míseros mortales.
Esa izquierda se fajaba y dividía en sectas que defendían consignas en sus inicios plenas, gradualmente vacías: el foquismo, la guerra popular prolongada, la insurrección nacional, la huelga general indefinida.
Mientras esos intelectuales solitarios disfrutan de su estilo de vida burgués y hojean con displicencia el folleto de la Nueva Constitución, la clase media parece haber perdido sentido crítico y objetividad. Se los ve en las ciudades mirando con asco la cubierta del folleto constitucional, sin el mínimo impulso de hojearlo, menos de leerlo, a ver si se confirman o disipan sus temores. El folleto está ahí, a la mano, pero ellos y ellas prefieren repatir stickers que contienen una consigna excesivamente lacónica: NO. En esa lógica, nos amenaza el día en que nos agarremos a cocachos, unos por el sí y otros por el no. ¿Pero a qué Sí y a qué No? Eso está más allá de nuestras capacidades y entonces preferimos sumergirnos en la lectura de Edmundo Paz Soldán, de Gonzalo Lema, de Rodrigo Hasbún, amaditos, o en el artículo más reciente de, ay este Ojo.
Al margen de la displicencia, de la suficiencia cómoda de los corderos de la izquierda, más allá del nominalismo que nos obliga a luchar por fórmulas vacías, deberíamos pensar que somos seres racionales, que de niños aprendimos a leer, que crecimos y maduramos como para que nadie nos meta el dedo a la boca, y que nada nos cuesta abrir el bendito/maldito folleto para saber qué ángeles o demonios atraen o espantan en su interior. A ver si así votamos conscientemente el 25 de enero.