Un representante de alguna cultura no-occidental (mal llamado «primitivo» por nuestra cosmovisión eurocentrista) no podrá entender cómo es posible que la naturaleza, la tierra, el agua, tengan dueños. Pero menos aún podrá entender que esos recursos propiedad de todos tengan «marcas registradas», trade marks. ¿Cómo es posible plantearse, desde su visión, que el petróleo se […]
Un representante de alguna cultura no-occidental (mal llamado «primitivo» por nuestra cosmovisión eurocentrista) no podrá entender cómo es posible que la naturaleza, la tierra, el agua, tengan dueños. Pero menos aún podrá entender que esos recursos propiedad de todos tengan «marcas registradas», trade marks. ¿Cómo es posible plantearse, desde su visión, que el petróleo se llame «Texaco», o que el maíz se llame «Monsanto»? ¿Cómo poder entender, no siendo un representante de la cultura capitalista, que una flor esté patentada como «Johnson y Johnson» o que una mariposa sea «marca Bayer»? ¿Y que un clon humano sea «marca Mitsubishi»?
El pensamiento occidental y capitalista de la modernidad se impuso ya largamente por todo el globo, y quien no entra en sus parámetros es un «primitivo» (o un comunista, o quizá un terrorista). Pero nociones como las de propiedad privada, o marcas registradas, son construcciones históricas, no por fuerza son eternas y -esto es lo más importante- ¿quién dice que sean las mejores?
En la década del 30 del pasado siglo, el Ministro de Propaganda del nacionalsocialismo, el alemán Joseph Goebbels, creador de los modernos conceptos de comunicación de masas, decía que «La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas. (…) Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad». Esas ideas inundan nuestro mundo contemporáneo: el mercadeo de productos creados a la medida de la necesidad de los productores pero no de los consumidores es uno de los baluartes más significativos del capitalismo desarrollado. Las marcas registradas, con su cohorte de atractivos seductores, es su representación por excelencia. Dicho en otros términos: entramos en el reino del engaño, de la manipulación, de la seducción. Eso es lo que han generado las modernas sociedades masificadas que fue construyendo el capitalismo: grandes masas que responden mansamente a ciertos estímulos bien presentados.
Para ello se apela no a elementos cognitivos sino a las estructuras más primarias de los seres humanos: argumentos emotivos, irracionales muchas veces, que repetidos hasta el cansancio terminan condicionando nuestro actuar. Ni más ni menos, lo que enseñaba Goebbels. «Los resultados indican que la hipnosis contribuye a proporcionar honestas razones para la preferencia de marcas de fábrica», informaba tranquilamente la Advertising Research Foundation de Estados Unidos. Es decir, tal como anunciara el Ministro de Propaganda nazi sin ningún reparo ético: mentir y mentir hasta que, por cansancio, se logre imponer una conducta. Para el caso: una marca, para que luego, obviamente, se la consuma, se le sea fiel, se la adore incluso.
Con el aluvión del crecimiento capitalista en estos últimos siglos el mundo todo se transformó en forma monumental, sin vuelta atrás. Sin dudas a lo largo de la historia muchos fabricantes de diversos productos pusieron sus nombres a las cosas que elaboraban; así se fueron inventando símbolos o ilustraciones para identificar y distinguir las obras creadas. Cerámica china, espadas o vinos durante el medioevo europeo, tejidos asiáticos, por ejemplo, han sido marcados con símbolos de identificación para que la persona que los comprara pudiera trazar el origen y determinar la calidad de esos objetos. Antes del siglo XIX las «marcas registradas» eran usualmente símbolos o ilustraciones y no palabras, ya que la mayoría de la población era analfabeta. Pero con el constante aumento del comercio capitalista desde siglo XVIII se comenzaron a reconocer los derechos legales de los dueños de las «marcas registradas» estableciéndose leyes que previnieran el uso indiscriminado de las mismas desde una óptica de defensa de la propiedad privada. Surge así la idea moderna de «marca registrada» -idea que, por supuesto, no entra en la óptica de un habitante de un mundo no-capitalista: ¿cómo sería posible que el agua tenga dueño?, se preguntará con toda razón-. Para nosotros, miembros de una sociedad capitalista, no cabe la idea que algo no tenga propietario. Y hoy por hoy, que no lleve una «marca registrada» identificatoria.
Las primeras leyes que intentan regular este campo de la propiedad privada en la producción aparecen en Estados Unidos hacia 1790 «para promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles, al asegurar el derecho exclusivo para los autores y los inventores de sus escrituras y descubrimientos respectivos durante períodos limitados» (Artículo I, Sección 8 de la Constitución).
Más tarde, en 1883, un grupo de naciones industrializadas creó la Convención de París, organización de tratados internacionales que requería que los países miembros reconocieran los derechos de marca registrada de los productores extranjeros. La noción de propiedad privada en la producción -llámese trade mark, «marca registrada», «patentes» o «derechos de autor»- había llegado para quedarse en el mundo moderno.
Según la ley federal de Estados Unidos, se estipula que «una patente puede ser otorgada a cualquier persona para la invención o el descubrimiento de cualquier arte, máquina, fabricación o composición de materia útil o para cualquier mejoramiento nuevo y útil al mismo; para la invención de la reproducción asexual de cualquier variedad nueva y distinta de planta, menos las plantas propagada por tubérculos; o para un diseño cualquiera ornamental nuevo y original para un artículo de fabricación». En 1980 dicha cobertura también se extendió a «productos de la ingeniería genética, incluyendo semillas, plantas y cultivos como a los mismos métodos nuevos de ingeniería genética».
Es importante remarcar lo que fija la ley: «Se entiende por marca todo signo susceptible de representación gráfica que sirva para distinguir en el mercado los productos o servicios de una empresa de los de otras. Tales signos podrán ser, en particular: Las palabras o combinaciones de palabras, incluidas las que sirven para identificar a las personas. Las imágenes, figuras, símbolos y dibujos. Las letras, las cifras y sus combinaciones. Las formas tridimensionales entre las que se incluyen los envoltorios, los envases y la forma del producto o de su presentación. Los símbolos sonoros. Cualquier combinación de los signos que, con carácter enunciativo, se mencionan en los apartados anteriores».
Según enseñan las escuelas de mercadotecnia -el gran invento de las modernas tecnologías de manipulación social de las sociedades de masa- la marca constituye el nexo central de comunicación entre la empresa y los consumidores. De lo que se trata en las estrategias comerciales es de «posicionar la marca»; es decir: lograr imponer en la mentalidad de los consumidores un esquema que relacione automáticamente un emblema con el producto ofrecido (léase: reflejo condicionado). No importa qué se ofrece, si es un producto prescindible, si llena una necesidad creada artificialmente, si es dañino incluso; la cuestión del mercadeo es lograr hacer que la gente compre. Las «marcas registradas» -con toda la parafernalia que le acompaña: «mezcla de elementos tangibles e intangibles: el nombre, el diseño, el logotipo, la presentación comercial, el concepto, la imagen y la reputación que transmiten esos elementos respecto de los productos o servicios ofrecidos»– están para eso. Y por cierto lo logran.
Hoy día ya estamos totalmente acostumbrados, invadidos, naturalizados por las «marcas registradas». No pedimos una bebida gaseosa sino una Coca-Cola, no usamos hojas de afeitar sino Gillette, y pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana tanto Nestlé como Nike, Toyota o Shell, Lewis, Windows o Sony. A nadie sorprende ver los símbolos ®, © o ™ en cualquier producto: un libro o un televisor, un vibromasajeador o un bisturí. Las marcas que se impusieron en el mercado hacen parte fundamental de nuestra vida, por lo que todo está preparado para que nadie reaccione el día que las encontremos en el agua potable de cualquier grifo público, la carne que comamos o el aire que respiremos, así como hoy la frase «Me encanta» (en los idiomas más hablados) es propiedad del gigante comercial McDonald’s. El mundo del capitalismo desarrollado es el mundo de las marcas comerciales que manejan a la humanidad.
Y de que la manejan… ¡la manejan! ¡No caben dudas al respecto! Esas marcas están tan incorporadas en nuestros imaginarios que no es fácil tomar distancia de ellas. Incluso funcionan con independencia de la elección voluntaria, intelectual. Un niño que aún no entró en el mundo de la lecto-escritura, o una persona adulta analfabeta, están preparados para reconocer (y por tanto consumir) trade marks por los logotipos identificatorios, por sus colores o una frase musical asociada. ¿Quién deja de identificar hamburguesas de tal marca, o bebidas gaseosas de tal otra, aunque no «lea» su publicidad en sentido estricto? La marca se impone, emotivamente además, y por tanto impone conductas.
La publicidad como actividad profesional y la imposición de marcas registradas llegó para quedarse con el desarrollo del mundo moderno. En estos momentos las agencias publicitarias facturan más de 100.000 millones de dólares anualmente a nivel global, y su importancia es decisiva para el mantenimiento de las sociedades de mercado. «Lo que hace grande a este país es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda», manifestó el gerente de la agencia publicitaria estadounidense BBDO, una de las más grandes del mundo. Las trade marks son el eslabón clave para ello. ¿Por qué se consumen «medicamentos de calidad» y no genéricos, por ejemplo? ¿Por qué tal o cual marca de cigarro «que marca su nivel» y no simplemente tabaco? La misma ropa «fina» es ensamblada por las mismas manos en las mismas factorías y con los mismos materiales que la ropa popular, pero se paga la «marca» en una elegante boutique.
Pero son posibles otras opciones. El software libre, por ejemplo, es una indicación respecto a que otro mundo basado en criterios de solidaridad que va más allá de una patente comercial sin dudas es posible. El reto es empezar a construirlo puesto que, tal como dijo un dirigente indígena de las selvas ecuatorianas -que, por cierto, no es ningún «primitivo»-: «no entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York». Ir contra el imperio de las marcas registradas y lo que el mismo implica no sólo es posible: es imprescindible para pensar un mundo sostenible en el tiempo, más armónico y menos violento que el actual.
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