¿Es necesario vigilar las lecturas de los dictadores? Habitualmente se les exige no confesarlas. Esto es en cierto sentido perjudicial, pues el conocimiento primero de que leen y en segundo lugar qué es lo que leen facilitaría a menudo explicarnos lo que dicen y hacen. A veces un capricho sorprendente, un guiño en un discurso, […]
Distorsionando un famoso aforismo filosófico se podría afirmar que «Soy lo que leo». Si de alguna manera el estilo es el hombre, también lo es por sus lecturas. Para conocer a un personaje bastaría hipotéticamente con espiar de reojo los libros que le rodean, pero ¿valdría este método para los dictadores? ¿Habría que vigilar las lecturas, no sólo de los filósofos, sino de los hombres con poder absoluto? ¿Tendría alguna utilidad político-arqueológica? En la Unión Soviética existió un tiempo donde el nombre de Stalin se había situado no sólo junto al de Lenin, sino al de Engels y Marx. Stalin era una de las fuentes seminales y autorizadas del ya maduro pensamiento comunista. Además era un intérprete autorizado del sentido histórico y universal de la doctrina bolchevique. Se editaron sus obras completas en dieciséis volúmenes bajo el prestigio y la cobertura filológica del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú. Se imprimieron trece hasta el día de su muerte. Se tradujeron en casi todos los idiomas importantes. Sin embargo ha sido habitual entre los enemigos faccionales y detractores de Stalin (una contrahagiografía inaugurada por Trotski: «no es un filósofo, ni un escritor, ni un orador») hablar con desprecio de su talento como teórico, subestimar su talento literario. Como un mecanismo psicológico de reducción de disonancia es más fácil creer que un hombre gris, un profesional de la política, provinciano llano («ignorante semianalfabeto», le llama Souvarine), semiculto asiático, un mero vulgarizador de Lenin, una «mancha gris» fue el que torció la maravillosa alborada del socialismo nacida en octubre de 1917. Pero no sólo la literatura política subestima la dimensión intelectual de Stalin, sino incluso historiadores modernos (como Laqueur que afirma que como pensador fue mediocre y sus ideas carecieron de carisma, un «líder inverosímil»). Coincidimos con historiador moderno Robert Service: «Era un asesino de Estado mucho antes de instigar el Gran Terror. El hecho de que no se prestara atención a sus inclinaciones parece inexplicable a menos que se tenga en cuenta la complejidad del hombre y del político oculto detrás de «la borrosa figura gris» que ofrecía a una multitud de observadores. Stalin fue un asesino. Fue también un intelectual, un administrador, un estadista y un líder político; fue escritor, editor y estadista. En privado fue, a su modo, un marido y padre tan atento como malhumorado. Pero estaba enfermo de cuerpo y de mente. Tenía muchas cualidades y utilizó su inteligencia para desempeñar el papel que pensó que se ajustaba a sus intereses en un momento dado. Desconcertaba, aterrorizaba, enfurecía, atraía y cautivaba a sus contemporáneos. La mayoría de los hombres y mujeres de su época subestimaron a Stalin. Es tarea del historiador examinar sus complejidades y sugerir el modo de entender mejor su vida y su época».
En relación con Stalin, «el hombre que se expresaba con gruñidos» (Trotsky) nos resulta dificultoso ahondar en su faceta como lector, estudioso e intelectual, no existe un archivo comparable al de Lenin o Mussolini, ni tampoco será posible reconstruirlo en el futuro, ya que una parte importante de sus papeles fueron destruidos deliberadamente por sus herederos, incluidos sus objetos personales. Como Stalin se legitimaba políticamente considerándose a sí mismo como fiel continuador del leninismo, todos aquellos documentos o actividades autónomas del propio Stalin fueron ocultados, silenciados o eliminados físicamente. La idea de que era un cero a la izquierda, la ideología doméstica de ser una mancha gris era vital para que su régimen fuera considerado a los ojos de las masas un apéndice natural de las enseñanzas eternas de Lenin. Que consideremos a Stalin un vulgarizador, un campesino georgiano semiculto es otra de las grandes victorias de Stalin sobre la posteridad. Ocultar que Stalin era un erudito, con ideas independientes y originales de Lenin, fue una razón de estado. Stalin sabía jugar ese juego, cuando el mediocre biógrafo Emil Ludwig le preguntó si se consideraba un heredero del zar Pedro El Grande, Stalin simplemente le contestó: «soy simplemente un discípulo de Lenin».
Cuando los archivos secretos del Partido Comunista de la URSS y del estado soviético comenzaron a hacerse accesibles en 1989 (proceso que se aceleró después del colapso y que se detuvo con la ascensión de Putin) los historiadores descubrieron una verdadera cueva de Alí Ba Bá. Se presentó una oportunidad única para arrojar luz sobre todos los aspectos de la experiencia soviética, sobre sus líderes y sus víctimas, explicaciones sobre sucesos que aun forman parte de nuestra memoria viva. Con los archivos y manuscritos de Stalin la NKVD (luego MVD) realizó un trabajo prolijo de destrucción y dispersión. De esta labor no se salvó su enorme biblioteca personal. Hasta 1918 Stalin no tuvo domicilio fijo, luego vivó en el Kremlin en un piso muy estrecho y luego a la llegada de su hijo Yakov se mudó a otro más espacioso. Es en este apartamento donde puede vérsele leyendo (debajo de un enorme retrato de Marx) y fue allí donde empezó a reunir una gran cantidad de libros y su propia hemeroteca. La mayoría de sus visitantes se quedaban sorprendidos de la amplitud y tamaño de su biblioteca. Su piso era, según una bibliotecaria del Instituto Marx-Engels-Lenin llamada Zolotujina «una suite de habitaciones abovedadas con una escalera de caracol que conducía al estudio de Stalin…la biblioteca se amuebló con gran cantidad de estantes pasados de moda que se llenaban con libros de todo tipo. Todos los escritores consideraban muy importante enviar sus libros al dirigente y normalmente incluían una dedicatoria personal».
A partir de 1932 hasta su muerte en 1953 vivió y trabajó mucho tiempo en su residencia campestre en la afueras de Moscú, en la dacha blizhnaya (cercana, en ruso) de Kuntsevo. Especialmente diseñada para Stalin, la dacha tenía alrededor de veinte habitaciones, un invernadero y un solárium, además incorporaba un importante alojamiento auxiliar para la guardia pretoriana de la NKVD (300 soldados) y el servicio doméstico. Tenía un despacho, pero si hacía falta trabajaba en otras habitaciones. Su hija, Svetlana, recuerda que «mi padre habitaba en una sola habitación que le servía para todo. Dormía sobre un diván. Una gran mesa de comedor estaba atestada de papeles, periódicos y libros. En el extremo de esa misma mesa se le servía la comida, cuando comía solo. Una gran alfombra mullida y una chimenea eran los únicos objetos de lujo y de confort de que disfrutaba mi padre…». La dacha tiene toda una historia simbólica en la historia rusa. Sus orígenes son aristocráticos: «dacha» en ruso significa «algo que ha sido otorgado» y al costumbre se inició en el siglo XVIII cuando Pedro El Grande otorgaba lotes de tierra a sus nobles más fieles en el camino a San Petersburg (donde se había construido su residencia de verano en Peterhof) con la obligación de construir hermosos chales de campo que debían poseer jardín y construcción de material durable. Pero este fenómeno burgués del período tardío del imperio zarista se impuso como moda en la pequeña burguesía rusa de las ciudades, lifestyle que se mantuvo entre los cuadros bolcheviques sin interrupciones. La Nomenklatura adoraba las dachas. En la época soviética, dada la vida peligrosa, miserable y sucia en las ciudades, se hizo atractivo para los apparatchikis del partido irse a los extrarradios en dachas expropiadas. Lentamente se transformaron en una gratificación para los burócratas más fieles y las élites culturales (el film «Utomlyonnye solntsem» de 1994, dirigido por Nikita Mikhalkov nos presenta la vida de un cuadro militar en una típica dacha en la década de los años ’30). Stalin desplazó allí una gran parte de su biblioteca personal, la que ubicó en un edificio aparte. Únicamente trabajaba en su oficina del Kremlin por las tardes; tras estudiar los documentos oficiales, ocupaba las horas restantes recibiendo a la gente que había citado, celebrando reuniones y discutiendo asuntos del partido. En la dacha Stalin se sentía más íntimo, mantenía conversaciones confidenciales, leía el correo y, lo que nos interesa, leía profusamente, escribía y redactaba cartas. Había copiado el método epistolar de Lenin: escribir un gran número de cartas y notas a mano en las que se dan órdenes y directrices, sin copia y entregadas al destinatario a través de un mensajero especial asignado por la policía política, la CheKa. No sólo: era además poeta, autor y editor de libros, censor riguroso y crítico de obras de teatro, películas, música y arte en general. Tan insomne como el sonámbulo Hitler, Stalin solía tener varios libros en su mesita de noche y los leía u hojeaba hasta altas horas de la madrugada. Con un lápiz negro en mano realizaba subrayados, abundantes anotaciones y addenda en los márgenes. Escribía muchas reseñas de libros, revistas y de artículos periodísticos, todos sus textos eran gramaticalmente correctos y limpios. Stalin era sin dudas en secreto un hombre culto. Le irritaba profundamente encontrarse con errores tipográficos, ortográficos y gramaticales, que corregía minuciosamente con un lápiz rojo. En cuanto a su propia producción intelectual no utilizaba ni secretario ni copista, como le confesó al director del «Pravda» Shepilov «yo no utilizo taquígrafo nunca. No puedo trabajar con alguien merodeando por ahí». Stalin escribía a mano, con claridad y siempre cuando estaba solo. Poseía cierto talento creativo, en el sentido de que creaba sus artículos de la nada, trabajándolo en un ritmo bastante lento y con frecuencia realizaba ajustes y correcciones en el producto final. Era fiel a una frase que gustaba de repetir: «El papel acepta todo lo que se escribe en él». Sus manuscritos originales los guardaba en su famosa caja fuerte personal, de la que nadie tenía copia de su llave. Pocos de estos manuscritos se han encontrado: han desaparecido con todo lo demás. Stalin era muy ordenado, minucioso y obsesivo cuando preparaba las reuniones a las que asistía, allí también empleaba su oficio de lector y escritor: preparaba metódicamente en cuadernos de notas comentarios para las reuniones del Buró del Comité Central, con bosquejos de los asuntos a tratar, citas de libros y diarios, e incluso pequeñas biografías de sus eventuales oponentes. Según testigos, Stalin tenía una capacidad de lectura impresionante: leía u ojeaba un promedio de doscientos documentos diarios. Hasta la fecha no se sabe nada del destino de sus manuscritos y las anotaciones excepto que a su muerte quedaron en la dacha. Beria, entonces jefe de la NKVD, empaquetó todas las pertenencias, incluidos libros, muebles y la loza, en camiones hacia un depósito secreto de la policía política. Aunque se conservó un parte de la biblioteca personal, todos los manuscritos, cartas y otros documentos desaparecieron. En octubre de 1953 se nombró una comisión especial en el Instituto Marx-Engels-Lenin-Stalin (se añadió el nombre de Stalin justo después de su funeral) con el objeto de establecer sus obras completas y transformar la dacha en un museo. Por supuesto la parcial desestalinización detuvo en seco todos estos proyectos. Debido a la ideología del régimen Stalin puso un enorme interés en cómo se reflejaba su labor en la historia de la Unión Soviética y en especial en los años previos a la revolución (historia del partido bolchevique y la lucha faccional) y en su relación con Lenin. Permitió a los historiadores utilizar material de su archivo y biblioteca, aunque únicamente a través de un permiso especial; incluso los ayudaba enviándole una gran cantidad de documentos, material supersensible que se guardaba en ficheros especiales lacrados, la mayoría originales (como el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939).
Stalin siempre fue un gran aficionado a la lectura y a los libros. Ya en su infancia poco conocida sabemos que Stalin, entonces llamado «Soso» por su madre, era un alumno de gran memoria para lo concreto. Y que antes de ser conocido como revolucionario fue un poeta romántico (en el mejor estilo del joven Marx) que incluso llegó a intentar publicar su poemario. Algunos poemas fueron publicados con el seudónimo de «Soselo» cuando tenía diecisiete años. En su paso por la educación primaria devora la biblioteca de la escuela (cuidadosamente depurada por los jesuitas) e insatisfecho completa sus lecturas con obras no autorizadas de bibliotecas de la ciudad de Gori. A menudo se lo ve con un libro entre las manos, incluso en pleno verano. Ya en el seminario secundario de Tiflis es un curioso intelectual: un guardia le confisca un formulario de abono a la biblioteca municipal. El libro que había tomado prestado, «Les travailleurs de la mer» de Victor Hugo, le cuesta un castigo en una celda. Antes había sido sorprendido leyendo «Quatrevingt-Treize», también de Hugo. En estos textos se exalta la Convención revolucionaria y se realiza un retrato épico del ficticio revolucionario jacobino Gauvain. Al poco tiempo lo vuelven a castigar por leer la «Evolución literaria de las distintas naciones» de Letourneau. Es la misma época que descubre la novela georgiana nacionalista de Alexandr Kazbegui, «El Parricida», cuyo héroe es su próximo apodo, Koba. Devora a Goethe y Shakespeare en traducción georgiana. Además por testimonios de compañeros de estudios sabemos que Stalin leía publicaciones prohibidas a grupos de estudiantes. Un día que un tal padre Dimitri entró en el cuarto de Stalin lo encontró leyendo «¿No ves quien está delante de ti?, preguntó el monje… No veo más que una mancha negra delante de mis ojos». Soso fue finalmente expulsado del seminario. Los escritores al estilo Trotsky que nos presentan a Stalin como un semianalfabeto campesino, ignoran que el seminario representaba una de las mejores instituciones educativas para las clases más bajas y que su currículum pedagógico incluía latín, griego, eslavo así como historia y literaturas universales. Ya en 1905, revolucionario convencido, Stalin comienza a escribir profusamente con su estilo definitivo, haciendo exégesis y utilizando fórmulas cuasireligiosas: «sólo el proletariado puede llevarnos a la Tierra prometida», «el Gobierno ha pisoteado y ha escarnecido nuestra dignidad humana, lo más sagrado de lo sagrado». Usa el método del catecismo: preguntas y respuestas: «¿Podéis impedir que salga el Sol? ¡Esta es la cuestión!». Y utiliza expresiones que no abandonará: «como es sabido», «como cada uno sabe», es evidente». En conceptos claves usará para siempre las cursivas. Sus lecturas y puntos de vista lo hacen un bolchevique no leninista en un principio. En su derrotero de exilio y cárcel siempre se afilia a bibliotecas municipales y se suscribe a periódicos y revistas. Stalin, contra la historiografía filotrotskista, tiene autonomía teórica suficiente para enfrentarse al semidiós Lenin en tres momentos claves. Primero en el Congreso de Estocolmo de 1906 discrepó en la cuestión agraria (Lenin era partidario de la «nacionalización» de la tierra; Plejanov y los mencheviques por la «municipalización»; la tercera posición era la de los bolcheviques no leninistas rechazaban ambas posiciones y se definían por el «reparto de las tierras»), cuestión en la que ganó Stalin y que luego fue confirmada por los hechos en octubre de 1917; fue en el mismo congreso donde recitó entero un poema del radical Nikolay Alexeyevich Nekrasov. Segundo al esquemático Lenín filósofo y su libro «Materialismo y Empiriocriticismo» (1909), un ataque teórico-político a la facción bolchevique de Alexander Aleksandrovich Bogdanov y Maxim Gorki; Stalin califica la intervención como dogmática, bizantina «una tempestad en un vaso de agua», que su concepción del materialismo es pre-marxista y que detrás de supuestas discrepancias filosóficas sólo hay una pelea de egos. Su última oposición es a la caracterización de Lenin de la revolución de febrero de 1917 y las famosas «Tesis de Abril» en 1917. Stalin, como director del «Pravda» en esa época, rechazo y censuró muchos artículos de Lenin enviados desde su exilio en Suiza. Recordemos que en su mejor trabajo teórico, «El marxismo y la cuestión nacional» (1913), Stalin construye un texto convincente, muy bien escrito, con fuentes en idioma alemán y bien informado de los problemas de las nacionalidades en la Europa Central. En 1918 se le entrega su primer apartamento en el Kremlin, donde pudo empezar a acumular su propia colección de libros, que al final de su vida alcanzó los treinta mil volúmenes. Sabemos que en 1925, en plena lucha de facciones, Stalin encarga a su secretario personal, Iván Tovstuja, que clasifique y complete su biblioteca personal, y con este propósito diseña un esquema de clasificación por temas. Así define treinta y dos secciones, a la cabeza de las cuales figuran la filosofía, la psicología, la sociología y la economía política; no es tonto: «Lenin y el Leninismo» ocupan una paupérrima vigésimo tercera posición. Manda colocar aparte la literatura de los exiliados y autores ligados a la Guardia Blanca, a Marx, Engels, Kautsky, Plejanov, Trotsky, Bujarin, Zinoviev, Kamenev, Lafargue, Luxemburg y Radek. Varios de estos ejemplares profusamente anotados por el lacónico Stalin. Por ejemplo en el libro de Karl Kautsky «Terrorismo y Comunismo» (1919), crítico tanto de la dictadura del partido único como del estado de sitio y la pena de muerte, en el párrafo donde dice que «los líderes del proletariado han comenzado a recurrir a las medidas extremas, a medidas sangrientas, al Terror» Stalin remarca con un círculo éste párrafo y escribe «¡Ja, Ja, Ja!». En la respuesta bolchevique a Kautsky, el libro de Trotsky «Terrorismo y Comunismo. Anti-Kautsky» (1920), cuando se exalta la necesidad y la justicia de la violencia proletaria soviética «la revolución exige que la clase revolucionaria haga uso de todos los medios posibles para alcanzar sus fines… el terrorismo si es preciso» Stalin agrega una entusiasta nota. «¡Correcto! Bien dicho, así es». También sabemos que por esa época inicia cursos de filosofía y lógica con un discípulo de Bujarin. Cuando se mudó después del suicidio de su segunda esposa una gran parte de esta biblioteca se fue con él, se ubicó los libros en estanterías corrientes y se hizo cargo de su funcionamiento un bibliotecario diplomado. Según la bibliotecaria Zolotujina «la única habitación agradable era la biblioteca, donde la sensación era acogedora… los libros estaban almacenados en un edifico contiguo y se le entregaban a Stalin de acuerdo con sus instrucciones».
Todos los líderes bolcheviques de la vieja generación se hicieron, por las expropiaciones y confiscaciones, con bibliotecas considerables (los mejores provistos habían sido Trotsky, Bujarin, Zinoviev, Kamenev, Molotov, Kirov y Zhdanov). Los emigrados, fusilados y encarcelados entregaban al estado su biblioteca que se almacenaban en locales donde los bibliotecarios estatales podían escoger los ejemplares que necesitaran. Durante los años ’20 con la creciente dictadura del partido único y la creciente censura (el único período en el que no hubo censura fue entre febrero y octubre de 1917) se estableció una nueva práctica llamada eufemísticamente «la entrega» (raznoska). Consistía en entregar ejemplares por adelantado de todos los libros para que se distribuyeran entre los altos cargos del Partido, miembros del Comité Central y funcionarios destacados. Cada editor poseía una lista de cargos públicos claves a quienes tenía la obligación de enviar ejemplares antes de que se vendieran al lector. Se trataba de un tipo de censura especial añadida. El destinatario podía guardar el libro o devolverlo al editor con notas, sugerencias y comentarios críticos. En caso de no devolverse el editor podía suponer que la Nomenclatura no se oponía a su publicación o que le resultaba indiferente. Naturalmente Stalin también recibía ejemplares por adelantado de la mayoría de las editoriales, especialmente en su área de interés: política, economía, historia y arte. Pero lo que más impresiona es que Stalin, como en su juventud, estaba obsesionado por la literatura rusa, en especial por Alexandr Pushkin. En su biblioteca había gran variedad de libros sobre él, todos publicados durante el período soviético, viejas ediciones sueltas además de unos cuantos ejemplares tenían sobrecubiertas de librerías de segunda mano. También le interesaban las obras sobre Pedro El Grande e Iván El Terrible. Poseía libros en alemán, idioma que estudió de joven pero que nunca dominó y leía toda la literatura en ruso de los exiliados, incluyendo las célebres biografías de Voroshilov y otros mariscales militares escritas por Roman Gul. Ya en la posguerra empezó a interesarse por los libros y revistas de arquitectura, lo que debía estar relacionado con la construcción de grandes edificios utópicos en Moscú. Por supuesto, Stalin poseía todas las ediciones de Marx y Engels, tanto la Werke como la primera edición completa inconclusa, la MEGA, emprendida por el ejecutado David Riazanov; todas las ediciones de Lenin que se habían publicado desde 1917. Gracias a sus addendas continuas y subrayados sabemos que leía a Lenin con total dedicación. Tenía la colección completa de las ediciones del renegado Karl Kautsky y del águila Rosa Luxemburg, así como de la mayoría de los escritores de izquierda alemanes. Por supuesto su biblioteca contaba con todas las obras de sus rivales políticos de mayor envergadura: Trotsky, Bujarin, Kamenev, Radek… De los clásicos de la filosofía política poseía un ejemplar anotado de «El Príncipe» de Maquiavelo. Stalin poseía un talento excepcional para la lectura rápida, amén de una memoria, reconocida hasta por sus enemigos, prodigiosa. Durante los conflictivos años ’20 escogía, a través del servicio de la biblioteca del Kremlin, una media anual de quinientos libros que leía u ojeaba. Incluso durante la guerra, en 1940, se las ingenió para leer el primer tomo de al edición rusa de las obras escogidas de Bismarck, haciendo una serie de correcciones y comentarios en los márgenes del prólogo. Se tuvo que postergar la publicación para que se pudiera reescribir el prólogo y añadir la revisión de Stalin. La mayoría de los libros llevaba un ex libris que decía lacónicamente «Biblioteca de Stalin», y se estamparon alrededor de cinco mil quinientos volúmenes de este modo. Pero muchas ediciones de clásicos rusos y extranjeros, al igual que libros de economía, ciencia y arte, nunca se sellaban y normalmente no tenían nada anotado de su mano. Actualmente de su biblioteca original sólo quedan en el archivo del RTsKhIDNI (Rossiiskii tsentr khraneniya i izucheniya dokumentov noveishei istorii, Centro Ruso para la Conservación y Estudio de Documentos de la Historia Reciente), ahora llamado Archivo Estatal Ruso de Historia Sociopolítica (RGASPI), exactamente 391 libros que contienen apuntes, comentarios, subrayados y correcciones de Stalin. La única prueba de la erudición que nos queda de Yósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Una última anécdota literaria. Una noche de 1948 un vehículo de la Seguridad recoge en su domicilio al poeta Arseni Tarkovski, padre del director de Andrei Rublov. Se lo lleva a la sede del Comité central. Allí Alexander Nikolayevich Shelepin, secretario de las Juventudes Comunistas (futuro jefe de la KGB bajo Brezhnev) le explica que con motivo de la celebración del setenta cumpleaños de Stalin se ha tomado la decisión de estado de publicar en ruso los poemas románticos de su juventud. Como estaban escritos originalmente en georgiano se le concede el enorme honor de traducirlos. En el acto le entrega una cartera de cuero que contienen los precisos escritos de puño y letra de Stalin. Ya Lavrentiy Pavlovich Beria había consultado para la traducción a Boris Leonidovich Pasternak. Al llegar a la fecha prevista Tarkovski no ha podido traducir más que los cuatro primeros versos del primer poema. Cuando vuelven a buscarlo está desesperado. Shelepin le introduce en su despacho, cambia su ánimo cuando le informa «con la modestia que le caracteriza, el camarada Stalin ha vetado nuestra decisión». Le pagan una suma astronómica para la época por su pizca de traducción quién luego recordó: «Eran unos versos absolutamente aceptables, muy correctos, inocentes. Nada de lucha de clases, nada de desigualdades sociales. Hablaba de flores y de pajaritos». Un año después Stalin realizaba una confesión a un amigo sobre su vocación de poeta perdida: «Perdí interés en la escritura poética porque requiere una atención completa, un infierno colmado de paciencia…en esa época era un tiro al aire».