El Instituto Marx-Engels fue creado por la naciente Revolución Rusa para promover la edición de la obra de Marx. Stalin decidió poner fin a esa imprescindible tarea.
Estatua de Karl Marx en la Plaza del Teatro de Moscú
En las páginas de su monumental Crítica de la razón dialéctica, J.P. Sartre se aplica a un análisis de los procesos grupales en los que subraya la tendencia a lo que él denomina institucionalización, esto es, el olvido de los objetivos que habían dado lugar al nacimiento del grupo, y del proceso que le acompaña, para centrarse, de manera exclusiva, en su propia permanencia como colectivo. Los grupos, los procesos sociales, tienden a perder de vista el proyecto que les impulsó en su origen convirtiéndose en un fin en sí mismos, en una institución, en terminología sartriana. Si utilizáramos la terminología de Negri, podríamos decir que el poder constituyente, propio de los procesos revolucionarios, tiende, históricamente, a declinar en poder constituido.
En la mencionada obra de Sartre, este aplica su análisis a la Revolución Rusa y, a pesar del apoyo a la misma que había manifestado a lo largo de los años 50, entiende que el estalinismo acaba por convertirse en la expresión más acabada de un proceso de institucionalización en el que todo horizonte revolucionario había desaparecido. Sartre entiende que el estalinismo es la tumba de la Revolución. De modo paralelo, otro intelectual de enorme prestigio dentro del marxismo, G. Lukács, en las páginas de su Ontología del ser social, casi paralela cronológicamente a la Crítica de la razón dialéctica, denuncia el hiperracionalismo estalinista como una nueva forma de idealismo. Es decir, dos autores que habían polemizado entre sí de forma tremendamente virulenta a finales de los años 40, acaban por coincidir en su acerada crítica del estalinismo. Ciertamente, la revisión de los textos estalinistas, tarea que excede el propósito de estas páginas, pone de manifiesto la adulteración idealista de Marx que supone el engendro teórico conocido como marxismo-leninismo que, lejos de desarrollar los planteamientos de Marx o Lenin, los disuelve en una baño de ácido sulfúrico.
Durante aproximadamente diez años, Riazanov se lanza a una titánica tarea que tiene por objetivo no solo la edición y difusión de la obra de Marx y Engels, sino la creación de una enorme biblioteca del materialismo, del pensamiento crítico.
RIAZANOV Y EL INSTITUTO MARX-ENGELS
No cabe duda de que la triunfante Revolución Rusa, que se reclamaba, evidentemente, heredera del pensamiento de Marx, manifestó un enorme interés en la difusión, edición y conocimiento de su obra. Una obra poco conocida y menos difundida, incluso entre las elites partidarias marxistas. Encontrar libros de Marx y, sobre todo, editar la enorme cantidad de obras que quedaron sin ver la luz, se antojaba una tarea repleta de problemas. Por ello, en 1921, inmediatamente después de la finalización de la Guerra Civil, el Comité Central del Partido Comunista Ruso decide la creación del Instituto Marx-Engels (IME), a cuyo frente coloca a un reputadísimo intelectual del partido, David Riazanov. Durante aproximadamente diez años, Riazanov se lanza a una titánica tarea que tiene por objetivo no solo la edición y difusión de la obra de Marx y Engels, sino la creación de una enorme biblioteca del materialismo, del pensamiento crítico. En dicha biblioteca, recopilada a lo largo y ancho del mundo, mediante, en ocasiones, la compra de bibliotecas particulares, para lo que el Estado soviético proporcionó a Riazanov, a pesar de la grave crisis económica del país, considerables sumas de dinero, es posible encontrar buena parte de la obra del socialismo y el anarquismo decimonónico. Lenin mostró un gran interés en el desarrollo de este proyecto, una de cuyas primeras iniciativas consistió en el inicio de la edición de las obras completas de Marx y Engels, la conocida MEGA (Marx-Engels Gesamtausgabe), en Alemania y en Rusia.
Durante los años 20, Riazanov se aplica a una labor de edición de textos inéditos de Marx y Engels, en especial de La ideología alemana, por la que Riazanov manifestó especial interés, pues en ella, en el capítulo dedicado a Feuerbach, es posible encontrar los primeros mimbres para la construcción de una teoría materialista de la historia, así como una clara delimitación del materialismo ontológico. La exigente labor de Riazanov verá sus frutos en la edición de La ideología alemana, los Manuscritos de París de 1844 (o Manuscritos de economía y filosofía) y, algo más adelante, con Riazanov ya fuera del IME, de los prolíficos Grundrisse.
Riazanov, un intelectual independiente que había alzado su voz en defensa de las causas que consideraba justas ―por ejemplo, Victor Serge señala que siempre se manifestó en contra de la pena de muerte, incluso en los momentos más difíciles―, gozaba de un enorme prestigio, como lo muestra el hecho, tal como subraya Nicolás González Varela, de que en 1930, con ocasión de su sexagésimo cumpleaños, recibió muy diversos galardones y reconocimientos, entre ellos la Orden de la Bandera Roja del Trabajo, y fue ampliamente elogiado por la prensa soviética. Sin embargo, los acontecimientos se tuercen de manera súbita y Riazanov se verá en una de las purgas llevadas a cabo por Stalin en los años 30. El mismo año, 1930, en que su trabajo es reconocido y su nombre honrado, en diciembre, es detenido acusado de pertenecer a un fantasmal Centro Menchevique y comienza una historia de prisión y destierro que culminará con su ejecución en enero de 1938, acusado de pertenecer a una «organización terrorista trotskista».
OLVIDAR A MARX
La suerte de Riazanov es la de muchos intelectuales soviéticos bajo el estalinismo. Podríamos considerarla una trágica anécdota si no fuera por la relevancia que adquirió en la deriva del estudio y edición de Marx en la URSS. En efecto, la desaparición de Riazanov no es solo la desaparición de un intelectual, sino una estrategia para acabar con una labor que puede entenderse incomodaba al estalinismo. Cesado Riazanov, es sustituido por Adoratskii, bajo cuya dirección el IME pasa a añadir el nombre de Lenin, ―recordemos que estamos en la época en la que el estalinismo inventa el concepto de marxismo-leninismo― pero, lo que es tremendamente significativo, abandona toda labor de edición de los textos inéditos de Marx en 1936. Solo verán la luz aquellos textos que ya habían sido preparados bajo la dirección de Riazanov. Es decir, la nueva dirección del IMEL abdica de la tarea para la que había surgido el Instituto, impulsado, recordémoslo, por Lenin. Como señala con cierta sorna Albert Camus, en su El hombre rebelde, «el Instituto Marx-Engels de Moscú interrumpió en 1935 la publicación de las obras completas de Marx cuando aún quedaban por publicar más de treinta volúmenes; el contenido de esos volúmenes no era, sin duda, bastante «marxista»».
El «marxismo» soviético, sobre todo a partir de la llegada de Stalin, y con la ayuda de un Bujarin puesto en tela de juicio por Gramsci precisamente por su economicismo mecanicista, se convierte en un dogma cerrado, alérgico a cualquier novedad teórica.
Resulta bastante evidente que las tres grandes obras publicadas a instancias de Riazanov, La ideología alemana, los Manuscritos del 44 y los Grundrisse, no encajan en los perfiles de la ortodoxia marxista-leninista. Y no, como sugiriera Adoratskii en una intervención ante el IMEL en abril de 1931, porque estemos ante textos de juventud en los que Marx es todavía un pequeño burgués no comunista. Nos atrevemos a sugerir más bien lo contrario, que en un momento de deriva idealista de la ideología soviética, en la que se recupera buena parte del arsenal teórico del idealismo, textos del rigor materialista como los mencionados, de los que se puede extraer una lectura alejada del Marx economicista, mecanicista y dogmático del interés de la oficialidad soviética, pudieran resultar tremendamente molestos. Qué decir del amplio epistolario inédito, que pudiera reservar algunas sorpresas, como ya lo había hecho con el intercambio entre Marx y la populista Vera Zasulich.
El «marxismo» soviético, sobre todo a partir de la llegada de Stalin, y con la ayuda de un Bujarin puesto en tela de juicio por Gramsci precisamente por su economicismo mecanicista, se convierte en un dogma cerrado, alérgico a cualquier novedad teórica. No es de extrañar el recelo con el que comenzó a mirarse el magnífico trabajo del IME, que bien pudiera convertirse en una caja de, desagradables, sorpresas. En los años 30 Stalin realiza toda una serie de movimientos para colocar bajo su control el conjunto de las artes, acabando de ese modo con la efervescencia cultural que había caracterizado a los años 20. No es de extrañar que esa ola represiva alcanzara a la filosofía y, más en concreto, al IME. Como decíamos al principio echando mano de Sartre, olvidado el proyecto es preciso borrar los textos que nos lo recuerdan. Ya solo restaba la santificación de los nombres, Engels, Marx, Lenin, vaciados de toda carga revolucionaria.
Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.