El Gordo y el Flaco fueron durante décadas una de las tantas formas del entretenimiento, cuando todavía no estaba asociado a la dormidera visual de hollywood. El talento de Hugo Midón hizo una recreación fantástica que pude disfrutar con mi hijo Federico hace ya algunos años. Bueno: no más de esas risas. Hoy el tema […]
El Gordo y el Flaco fueron durante décadas una de las tantas formas del entretenimiento, cuando todavía no estaba asociado a la dormidera visual de hollywood. El talento de Hugo Midón hizo una recreación fantástica que pude disfrutar con mi hijo Federico hace ya algunos años. Bueno: no más de esas risas. Hoy el tema está remixado en una polaridad siniestra: hambrientos y obesos.
El flaco ahora agrega severos problemas de desnutrición crónica, o sea, que para ese hambre no hay ni siquiera pan duro que lo calme. El gordo agrega ahora muchos más gordas y gordos, una estampida de grasa, una avalancha de cuerpos inflados, una manada de mamuts arrasando con hamburguesas y cantimpalos. Los saqueos del pasado serán recordados como un paseo de compras cuando la epidemia se dispare.
La teoría de los dos demonios, tan fecunda como la de la inmaculada concepción, con el perdón de dios, ha parido un nuevo golem-bebote. La teoría de las dos epidemias. Concepción más cerca de la mala medicina que de la buena política, porque se hipertrofian los efectos y se minimizan las causas. Estas dos epidemias segregan territorialidades excluyentes. Un territorio: el hambre, la sed, el desamparo, la mortalidad temprana, las enfermedades infectocontagiosas. Otro territorio: el hipersedentarismo, las grandes comilonas, la canilla libre y sin cuerito. Carencia bestial y abundancia obscena. Dos territorios no dialectizables.
Polaridades incompatibles donde no hay aduana para el pasaje de un territorio a otro. Hasta que la muerte los una, en un más allá de parásitos y triglicéridos. Es bueno pensar al hambre encarnado en los hambrientos. Sujeto colectivo de extrema fragilidad, con la absurda osadía de querer picar algo, aunque cada vez es más difícil engañar a un escéptico estómago. Que por otra parte de tan contraído que está, ni engaños puede tragar. Los hambrientos no formarán ejércitos, pero quizá recuperen el funcionamiento de las hordas desesperadas. Los gordos tampoco se podrán alistar en ninguna fuerza regular, entre otras cosas porque interrumpen el entrenamiento para picar varias cositas. ¿Habrá un tercero de apelación que pueda romper esta encerrona trágica, como señalaba Fernando Ulloa? Mi respuesta es provisoria pero es no.
La idea del Estado como árbitro ya es detestable, pero suponerlo apto para dirimir una contienda de este tipo, resulta, al menos en mi criterio, absolutamente alucinatorio. Si realmente el Estado Árbitro existiera, la polaridad señalada se hubiera detenido antes de constituir esos territorios de las epidemias excluyentes. Alguien recordaría el pedido, súplica, exigencia, o lo que fuera, de «distribuir la riqueza». Que generó más allá de gobiernos y estilos, la respuesta de «amplificar la pobreza». Si la teología de la liberación hace la opción por los pobres, la teología de la opresión hace mucho que hizo su opción por los ricos. Y si bien advierte sobre el problema y sermonea sobre la paz social, sigue parasitando al mismo Estado que se permite reprochar. (No digo criticar porque la crítica es algo teórico y políticamente más profundo que un chas chas de púlpito). Y si el diablo sabe siempre más por viejo que por diablo, ahora sabrá más por gordo y no he visto ningún purpurado hambriento. Por lo tanto ningún Estado, ni secular ni clerical, pueden solucionar la tragedia que durante más de un siglo contribuyeron a crear. ¿Tragedia o masacre? Me impacta el recuerdo de tantas marchas por la masacre de cromagnon, y el intento de poner todo en la bolsa de la fatalidad. Como el alud de Tartagal. Como la epidemia de dengue.
En el unipersonal que estrené en el 2007, contaba que en la 9 de Julio, la avenida más ancha del mundo, había en lo altísimo de un edificio, un enorme cartel con esta leyenda: no al dengue. El chiste era preguntar cómo hacía el mosquito para leer ese cartel tan alto. Bueno, ahora queda claro que no lo leyó, o si lo leyó, no le dio bola. Estoy esperando que algún funcionario chaqueño diga: «qué malo es este mosquito». Seguramente más malo porque hasta pica a los funcionarios. Pero si sarna con gusto no pica, dicen los perversos, el hambre implica dengue, sarna, y todos los horrores que se encuentran en los desahuciados de la tierra. La única opción que se me ocurre es que los hambrientos encuentren su target alimentario en comerse a los obesos, y salgan de cacería porque por cada gordo a la cacerola, muchas familias podrán pasar el invierno. Hasta que los gordos se den cuenta que son fiambre, plato principal y postre, y dejen algo en el plato antes que otros se hagan el plato con ellos. Distribución berreta, pero algo es algo en los tiempos de la desesperación, la crueldad y la locura. Es evidente por qué ya Stan y Laurel no pueden más creer en risas. Ahora cada uno tiene sobre el otro una mirada paranoica.