«La forma y el contenido del espectáculo son idénticamente la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente». Guy Debord El final de 2015 ha estado marcado en el ámbito cinematográfico por una experiencia nostálgica de alcance casi global. La franquicia de medios Star Wars inició el despegue de su tercera […]
El final de 2015 ha estado marcado en el ámbito cinematográfico por una experiencia nostálgica de alcance casi global. La franquicia de medios Star Wars inició el despegue de su tercera trilogía con el estreno del Episodio VII: El despertar de la fuerza. Esta nueva entrega arrasó en las taquillas del mundo, posicionándose como la tercera película más taquillera de la historia a nivel global.
El film abre de nuevo un relato que fue cerrado en el Episodio VI: El retorno del jedi (1983), y se presenta casi a modo de remake del clásico Episodio IV: Una nueva Esperanza (1977). Cero riesgo comercial, ante la desilusión y críticas de los fans hacia las precuelas, la industria Disney optó por volver a los orígenes huyendo de las intrigas políticas y palaciegas que caracterizaron a la segunda tanda de películas estrenadas entre 1999 y 2005, así como de su abuso de efectos especiales. También recicló a los personajes míticos de las entregas antiguas, e incluyó en la redacción del guión a Lawrence Kasdan, responsable del libreto de los episodios V (1980) y VI (1983).
Como resultado de ello, quedó un film de similar estética y con una estructura narrativa prácticamente calcada del Episodio IV, dirigido especialmente al pathos de los fieles más puristas de la serie. El compromiso con la razón queda de nuevo enterrado en pro del sentimentalismo derivado de la épica maniquea de esta franquicia, y de la sucesión de incontables guiños que se dedican a los fans. Después de haber vencido totalmente al «Lado Oscuro» en la última entrega de la trilogía clásica, en apenas 30 años, los «buenos» parecen haber perdido de nuevo su hegemonía en la galaxia y se encuentran confinados a la exclusión por la supuesta regeneración de un nuevo Imperio «totalitario» dominante (La Primera Orden). Con esto tiene lugar un regreso a la misma situación de la que partió el relato en la trilogía antigua, generando innumerables misterios e interrogantes a resolver en las próximas entregas.
La novedad más reseñable de la trilogía en curso es la inclusión de colectivos sociales históricamente discriminados en los nuevos roles protagónicos. Una mujer (Daisy Ridley), un afroamericano (John Boyega) y un latinoamericano (Oscar Isaac) son los personajes principales incorporados a la saga, junto a los protagonistas míticos Han Solo (Harrison Ford), Leia (Carrie Fisher) y Luke Skywalker (Mark Hamill). Así, la herencia hasta ahora fundamentalmente patriarcal de las cualidades espirituales y sobrehumanas que caracterizan a los caballeros jedi protagonistas, tiene por primera vez una receptora femenina, que todo apunta a que sea la sustituta de Skywalker en la nueva trilogía.
El mito reaganiano
La saga Star Wars, con su apabullante éxito transgeneracional, se ha constituido a modo de mito para la sociedad occidental de finales del siglo XX. Esta franquicia mediática coincidió con la restauración neoliberal impulsada en los años 80 bajo el gobierno de Ronald Reagan y, en consonancia con ello, operó a modo de reacción a la contracultura estadounidense labrada durante las décadas previas.
Los años 60 y 70 estuvieron marcados por la afluencia de títulos con importantes pretensiones críticas hacia el status quo dominante dentro de la propia industria de Hollywood, tales como Danzad, danzad, malditos (1969), Atrapado sin salida (1975), o Taxi Driver (1976). Sin embargo, hacia mediados de los años 70 irrumpieron en la escena cinematográfica dos figuras esencialmente reaccionarias que darían comienzo cuasi oficial a la era del blockbuster: Steven Spielberg con su estreno de Tiburón (1975) y George Lucas con Star Wars (1977). El auge de este tipo de figuras conllevó que la restauración conservadora, que se culminaría tras la caída del Muro de Berlín, tuviera su correlato discursivo en títulos que, lejos de cuestionar la moral dominante y las estructuras de poder, las legitimaban y reforzaban de cara al público masivo.
El propio Lucas admitió su vocación explícita de abandonar las pretensiones realistas en su cine, en pro de la reconstrucción cinematográfica de un nuevo mito americano, inspirado en lo que supuso en su momento el género western: «llegué a la conclusión tras American Graffiti que lo que es valioso para mí es señalar patrones, no mostrar a la gente el mundo tal y como es […]. El western fue posiblemente el último cuento de hadas genéricamente americano, hablándonos acerca de nuestros valores. Y una vez que el western desapareció, nada ha ocupado nunca su lugar».
En este sentido, el creador de Star Wars declaró que, a partir de la lectura de la obra del antropólogo y mitólogo norteamericano Joseph Campbell, modificó sus guiones para adaptarlos a los cánones del mito clásico definidos por este autor: «al leer El héroe de las mil caras empecé a darme cuenta de que mi primer esbozo de Star Wars seguía motivos clásicos… así que modifiqué mi próximo esbozo [de Star Wars] en concordancia a lo que había estado aprendiendo sobre motivos clásicos». Así, el protagonista de los episodios IV-VI, Luke Skywalker (Mark Hamill), fue creado respetando los parámetros del héroe mitológico clásico: un individuo vinculado en sus orígenes a lo divino, caracterizado por una superioridad manifiesta basada en su fortaleza, en su arrojo, o en su altura moral.
Esta intención explícita de crear un nuevo mito épico que hiciese a la sociedad de la primera potencia mundial hablarse a sí misma en plena Guerra Fría, conllevó que el discurso ultra-maniqueo de Star Wars se complementase a la perfección con la doctrina Reagan (1981-1989), caracterizada por su retórica basada en la oposición dualista de los valores de libertad (bien) contra totalitarismo (mal). Estos son, justamente, los valores que caracterizan a los protagonistas (rebeldes), y antagonistas (imperio) de la saga Star Wars. No es casualidad que el propio Reagan utilizase el término «evil empire» (Imperio del mal) para referirse a la Unión Soviética en 1983 (a escasos meses de estreno del Retorno del jedi), o que su Iniciativa de Defensa Estratégica fuese bautizada por los medios de comunicación como Guerra de las Galaxias ese mismo año.
El universo maniqueo
El maniqueísmo extremo de Star Wars viene definido por la oposición de los valores de totalitarismo y democracia. Frente a un imperio integrado por una masa gregaria y deshumanizada de soldados serializados y sin identidad, se encuentran los rebeldes, una suerte de alianza militar en la que se respeta la individualidad de sus integrantes, los cuales se muestran unidos por lazos afectivos que trascienden la causa que comparten.
Los miembros del imperio tienen una relación meramente instrumental y jerarquizada, según la cual, en la medida en que uno de ellos pierde su funcionalidad pierde su valor como individuo. Esto entronca con los estereotipos con los que habitualmente se ha caracterizado desde Hollywood la idiosincrasia soviética como una sociedad deshumanizada en la que el colectivo ha aplastado al individuo arrebatándole su propia humanidad. Personajes clásicos como Ninothcka (Greta Garbo, Ninotchka, 1939), o Ivan Drago (Dolph Lundgren, Rocky IV, 1985) son algunos exponentes de esta tendencia propagandística, los cuales guardan un importante parecido con el principal villano de esta saga: Darth Vader.
Vader es un mesías fallido que fracasó en su misión salvadora del mundo, siendo seducido, o más bien adoctrinado, por el lado oscuro en la medida en que se dejó llevar por sus sentimientos terrenales y por impulsos dictatoriales de cara a crear un mundo mejor. Su deshumanización extrema se evidencia en la consumición de su cuerpo por la máquina inerte, y en su serialización conforme al resto de integrantes del ejército imperial. Al igual que el resto de soldados, la identidad y humanidad de Vader se oculta tras una máscara y una armadura, en este caso negras, acompañadas de una capa que distingue su rango superior en tan rígida jerarquía.
El diseño del casco de este villano, así como el de varios atributos del ejército imperial, se basó en atuendos y cualidades de la Wehrmarcht, según declaraciones del propio Lucas. Sin embargo, cuestiones contemporáneas, como el miedo atómico característico del grueso de la Guerra Fría, están presentes en todo el relato codificadas conforme a los patrones propios del género de ficción en el arma de destrucción masiva que el Imperio tiene en su poder, la Estrella de la Muerte (elemento que vuelve a tener su nueva versión en la última entrega de la saga).
Esto evidencia el amalgama nazi-soviético que da lugar a la caracterización de las fuerzas del mal, opuestas al carácter libertario y democrático de las fuerzas vinculadas al bien. Esta unión entre de nazismo y comunismo que da lugar al Imperio es parte intrínseca de la retórica neoliberal de postguerra, popularizada por la conocida obra de Hannah Arendt «Los orígenes del totalitarismo» (1951).
Lo divino y lo herético
En la saga Star Wars el componente religioso se encuentra presente de forma transversal en todos los episodios. Su presencia resulta determinante hasta el punto de que opera a nivel narrativo en forma de providencia que hace avanzar la trama cuando ésta se encuentra estancada. Encuentros «fortuitos» entre personajes clave en momentos oportunos solucionan habitualmente varios entuertos del relato. Este recurso es bastante común en el cine de Hollywood, fruto del pacto tácito de verosimilitud existente entre director y espectador en diversos géneros cinematográficos. Sin embargo, en Star Wars estos arreglos narrativos son explicados conforme a patrones místicos. «En mi experiencia la suerte no existe» afirma Obi Wan Kenobi (Alec Guiness) en el Episodio IV.
Por otra parte, el desarrollo del héroe mitológico descrito por Cambell, llevó a George Lucas a reproducir prácticamente el mito mesiánico del cristianismo en los protagonistas de sus dos trilogías. El héroe de los episodios I-III, Anakin Skywalker (Hayden Christensen), es un joven que fue «sin pecado concebido», ya que según se explica en el Episodio I «no hubo padre» en su concepción. Su matiz mesiánico viene implícito además en las connotaciones celestiales que tiene el nombre con el que Lucas lo bautizó: Skywalker (Caminante de los cielos). Sin embargo, la vulneración del voto de castidad exigido por la orden jedi con Padme (Natalie Portman) y su incapacidad de dominar sus impulsos lo acabarán transformando en el antihéroe totalitario Darth Vader.
Así, Anakin se configuró a finales de los años 90 conforme a los patrones del héroe postclásico, más sujeto a la duda y a la imperfección que el que fue su antecedente, su hijo Luke Skywalker. Paradójicamente, será el descendiente de Anakin, creado por George Lucas más de dos décadas atrás, el que cumpla el papel mesiánico superando las pruebas en las que su padre falló.
Por otro lado, dos caracterizaciones diferentes del pensamiento religioso se encuentran representadas en los dos bandos opuestos de la saga: los caballeros jedi y los guerreros sith. Los caballeros jedi son una suerte de cuerpo religioso – militar, que se dedica a defender la virtud y el equilibrio en la galaxia. Tal como se pudo ver en las precuelas, su función en los tiempos en los que el universo estaba regido por una suerte de régimen republicano liberal, era la de preservar el orden imperante mediante la ejecución de tareas diplomáticas y de inteligencia (algo así como una CIA del opus).
En la caracterización de estos guerreros coexiste una suerte de sincretismo. Por un lado, las creencias jedis guardan importantes semejanzas con diversas formas de culto orientales como la meditación, el ascetismo, la relación maestro-aprendiz, o la pretensión budista de morir sin dejar el propio cuerpo tras de sí. Pero, por otro lado, estos héroes visten túnicas marrones similares a las de los frailes católicos, guardan voto de castidad, y se encuentran a la espera de un mesías que devuelva el equilibrio a la Fuerza. También tienen su propia frase hecha al estilo «que diós te de bendiga», la cual suelen pronunciar en las despedidas: «que la fuerza de acompañe».
La presentación de su organización como una institución paralela al Senado republicano que tiene lugar en la primera trilogía, evidencia los valores genuinos de la democracia estadounidense, sustentada y guiada por la creencia católica («In god we trust»).
En el lado opuesto se encuentran los guerreros sith, los cuales representan el fanatismo religioso y el radicalismo. Contrariamente a los jedi, que son capaces de dominar sus sentimientos y sus bajas pasiones, los sith son víctimas de sus propias emociones y del ansia de poder terreno. Ambos entran en disputa por la forma de poder político que defienden: la democracia liberal los primeros, y la dictadura totalitaria los segundos. «Yo le debo mi lealtad a la República, ¡a la democracia!» exclama Obi Wan Kenobi (Ewan McGregor) en el Episodio III, en pleno combate con Anakin, ya convertido en sith – dictador.
La geopolítica de Star Wars
George Lucas ideó en Star Wars un universo cuya organización guarda importantes paralelismos con la disposición del mundo moderno conforme a las categorías de centro/desarrollo y periferia/subdesarrollo, labradas por la escuela económica desarrollista. El centro de la galaxia se ubicaría en Coruscant, un planeta ultra-desarrollado caracterizado por sus rascacielos y su alta tecnología, donde se encuentran las instituciones políticas en las que están representados la mayoría de planetas.
Por otro lado, planetas como Hoth, Yavin o Tatooine, donde transcurre el grueso de la trilogía clásica, se codifican a modo de puntos periféricos e improductivos de la galaxia, en los que la legislación republicana está ausente. «Si existe un centro de la galaxia estás en el lugar más alejado de él» señala Luke en uno de sus primeros diálogos en referencia a su planeta, Tatooine. En la caracterización de este planeta, Lucas levó a cabo una codificación de lo árabe conforme un lugar desértico, poblado por outsiders y esclavos, en el que la gente habita en viviendas tipo kasba y viaja en animales similares a los camellos (Tatooine, está inspirado de hecho en la localidad tunecina de Tataouine).
Así, la acción en los episodios IV, V y VI, se desarrolla siempre en lugares periféricos e improductivos, en contraste con un centro galáctico civilizado, dominado en ese momento por el totalitarismo, al que solo se hace referencia verbal de forma ocasional.
Por el contrario, en las precuelas tiene lugar un traslado parcial del escenario narrativo a los lugares céntricos y civilizados de la galaxia, en consonancia con la proliferación de intrigas políticas en la tramas en contraste con los argumentos de germen más bélico que caracterizaron a los films antiguos. Así, en los episodios I – III se narra el declive que llevó a la República democrática a las manos del totalitarismo, mientras que en los episodios IV-VI se cuenta su reconstrucción. En los primeros la retórica manifiestamente política toma un mayor peso, configurando su discurso como un alegato explícito de la democracia capitalista, amenazada fundamentalmente por la corrupción de sus élites.
Indigenismo galáctico
En esta codificación ficcional de la cosmología estadounidense no podían faltar los pueblos originarios sobre cuyo genocidio esta nación construyó sus mitos patrios. Estas razas tienen presencia en el universo Star Wars, caracterizados conforme a formas de vida animalizadas menos inteligentes, situadas en un plano de inferioridad respecto a los humanos.
Los más relevantes son los Gungans, un tipo de civilización nativa caracterizada a modo de anfibios antropomórficos, que conviven en el mismo planeta con el reino idílico de Naboo. Estos indígenas se caracterizan por su torpeza e infantilismo, así como por el resquemor que guardan contra los humanos, derivado de su propio complejo de inferioridad como civilización. «A nosotros no nos gustan los naboo, los naboo se creen muy listos», exclama el jefe de este pueblo en La amenaza fantasma.
Por otro lado, en la trilogía antigua el indigenismo se codifica en unos tiernos ositos que habitan un planeta boscoso, organizados como tribu: los ewoks. Estos seres portan lanzas y arcos como armas, visten con pieles, y llevan accesorios tribales como collares de huesos o de dientes de animales, recordando en su caracterización al pueblo originario que Hollywood eligió a partir de los años 70 para encarnar el estereotipo norteamericano del «buen salvaje»: la nación siux.
Así, el relato de Star Wars, que durante casi 40 años ha conectado con el gran público occidental, continúa su evolución con una nueva entrega en la que se incorporan nuevas codificaciones geopolíticas, así como ciertos avances sociales en lo que a integración e inclusión social se refiere. No obstante, al igual que la otra gran franquicia de medios de principios del nuevo siglo, El señor de los anillos (2001 – 2003), mediante el desarrollo de historias épicas en mundos fantásticos occidente se caracteriza a sí mismo como paradigma de la libertad, la fe y la virtud, victimizado por la amenaza que representan diversos tipos de fuerzas totalitarias, sustentadas por religiones y cultos fanáticos, siempre ligadas a la oscuridad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.