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Sus nombres tienen vida y sus cuerpos sepultura

Fuentes: Rebelión

Y volví a pisar las calles nuevamente en este hermoso y largo país austral llamado Chile. Cada visita a la tierra de Lautaro, de Salvador Allende, de Miguel Enríquez, de Neruda, de Gabriela, de Víctor y de Violeta es un reencuentro con el pasado y un repaso obligado, casi automático, de los acontecimientos político-militares que […]

Y volví a pisar las calles nuevamente en este hermoso y largo país austral llamado Chile. Cada visita a la tierra de Lautaro, de Salvador Allende, de Miguel Enríquez, de Neruda, de Gabriela, de Víctor y de Violeta es un reencuentro con el pasado y un repaso obligado, casi automático, de los acontecimientos político-militares que hicieron estremecer a todo el continente americano en la década de los setenta del siglo pasado.

La primera vez que visité Chile fue en la fase terminal de la dictadura pinochetista, es decir, en el periodo comprendido entre 1986-1989, coyuntura política que culminó con el triunfo de la «Concertación de los partidos por el No» en el plebiscito de 1988. Tuve la impresión en esos días y semanas que el pueblo chileno había dejado de temerle a la dictadura, pero tampoco se había acostumbrado a ella. En cierta medida, esa actitud valiente del ciudadano de a pie, fue una muestra de resistencia y resiliencia política del pueblo en general, y en particular, de los partidos políticos marxistas y progresistas, que soportaron estoicos el embate brutal del ejército chileno y los servicios de inteligencia. Es precisamente en este periodo que se da inicio al desarrollo y elaboración de políticas de transición a la democracia parlamentaria en el marco legal que la carta magna de 1980 había establecido en las disposiciones transitorias 27,28 y 29.

Luego se sucedieron dos visitas más en la década de los noventa y ciertamente me quedé con las ganas de conocer a la señora «Alegría» en las grandes Alamedas, de la que tanto se habló y se cantó en esos tiempos. Ahora bien, también es justo señalar que la «Concertación de partidos por la democracia», nunca especificó el día y la hora en que la «alegría» llegaría a Chile. Aunque no se bailara cueca en las calles ni se escucharan odas libertarias en las grandes alamedas, el país entero había entrado en un proceso de democratización sin retorno. Había que ser muy talibán y, además, ciego para no reconocer esas nuevas realidades. No obstante, desde Arica hasta Punta Arenas la exclusión social y las desigualdades económicas estaban todavía presentes.

En esta nueva etapa de la lucha de clases en Chile, tanto el juego (democracia parlamentaria burguesa) como las reglas (modelo neoliberal de desarrollo económico), fueron escritas con sangre manu militari por el gran capital nacional e internacional.

Es precisamente en este escenario político-económico, nuevo y adverso, que las fuerzas políticas concertacionistas consensuaron una Realpolitik conservadora como el instrumento apropiado para ganar, consolidar y mantener espacios de poder en el estado. Y es aquí, precisamente en las arenas movedizas de lo «concreto posible» (administración del estado burgués) y lo «histórico necesario» (abolición del estado burgués) que el sistema se fue tragando poco a poco a varios políticos de renombre, a los politicastros oportunistas y a caciques partidarios de plumaje variopinto junto con sus tribus. Fue en este desierto político-económico atacameño que la Concertación se empeñó en ver tigres en el horizonte macroeconómico.

Resumiendo: Con la sombra de Pinochet en las espaldas, las fuerzas políticas concertacionistas comenzaron un nuevo periodo en la historia política de la república: El restablecimiento de la democracia.

Sí la lucha de clases fue el motor que sustentó el triunfo de la Unidad Popular en 1970, la lucha por lograr la reconciliación nacional entre la clase dominante y el pueblo trabajador fue el eje fundamental de la política de los gobiernos concertacionistas a partir del 11 de marzo de 1990. La Concertación se transformó de hecho en el paladín del neoliberalismo, más allá de las luchas ideológicas al interior de los partidos políticos de izquierdas. La coyuntura política de la década de los noventa, es decir, el proceso de transición a la democracia, aparte de ser una nueva escuela de aprendizaje para todos los partidos políticos, ya que se trataba de una «democracia vigilada», también se convirtió en una especie de harnero ideológico de grandes dimensiones. De tal manera, que por esa criba pasaron todo tipo de conversos, tanto los motivados por intereses políticos determinados como los que se arrepintieron por convicción. Así pues, como en la canción del chileno Julio Numhauser «Todo cambia», no fue extraño que este o aquel político cambiara de rumbo, aunque eso le causara daño ético-moral. Sí la fiera cambió su pelaje, comentó santiguándose Nacho, el ateo, porque no cambiar el modo de pensar. Afortunadamente, no todos los políticos renegaron de su pasado político-ideológico.

Con estas impresiones me marché de Chile recién comenzando el nuevo siglo. Debo reconocer que todas estas vivencias objetivas y subjetivas estuvieron fuertemente influenciadas e impregnadas por el espíritu revolucionario de la época y, sobre todo, teñidas o desteñidas con el color que tiene la derrota de los procesos revolucionarios truncados en Centroamérica, especialmente en El Salvador. Pero independientemente de la hermenéutica marxista individual o colectiva que quiera otorgársele al desenlace de estas revoluciones o a la misma derrota aplastante del socialismo real en la Unión Soviética, el hecho es que nunca más estuvo presente en mi mente el interés ni el motivo para volver a Chile. Ni siquiera la hermosa Región de los Lagos ni mucho menos Ricardo Lagos lograron provocar en mí, el deseo de recorrer nuevamente los campos floridos de Chillán y beber buen vino pipeado en Gorbea o degustar un sabroso ceviche de congrio en Valparaíso. Ni tampoco me sedujo el charme y el pedigrí de la presidenta Bachelet ni el modesto chalet que a las orillas del Calafquen varias veces me ofrecieron. Así pues, que nunca tuve la oportunidad de vivir y respirar in situ un gobierno concertacionista de izquierdas.

Tuvieron que pasar casi veinte años para que volviera a pisar suelo chileno. En este Chile moderno, de autopistas, de malls y de edificios elegantes, constaté con sobriedad que el espíritu de la bestia carroñera de los setenta todavía deambula por las calles, y aunque estoy consciente que Sebastián Piñera no es Pinocho, vivas están las imágenes de los cadáveres en el río Mapocho, que hoy luce más piedras que agua.

Llegué esta vez a Santiago sin prejuicios ni expectativas. Supuse que aquel Chile que conocí en el siglo pasado, aquel Chile que mi buen amigo Jano, el gramático, llevó siempre clavado en su mente y su corazón, ya no existía. Presumí que la patria de Salvador Allende, Miguel Enríquez, Bautista van Schouwen y otros muchos más, era ya parte de un mito o de una leyenda que recorrió nuestra América desde el Rio Grande hasta la Patagonia. Pero, debo reconocer, que me equivoqué, fallé en mi apreciación. Así como el espíritu del sátrapa con espejuelos oscuros todavía sobrevuela como ave de rapiña el territorio de norte a sur, el espíritu de Salvador Allende aún está presente y desborda las Alamedas.

Vi la pobreza merodear por las calles de Santiago y Valdivia. El Chile que encontré en estos días pasados es más excluyente, más racista y con mucho más inmigrantes que en el pasado. Por una parte, la inmigración masiva de colombianos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, haitianos y venezolanos se debe, pienso, a la fortaleza económica del país con relación a sus países de origen. Y, por otra, la riqueza de la economía chilena ha originado también mucha pobreza en la población. En Chile también se observa el mismo fenómeno socioeconómico mundial que le ocurre a la clase social más afectada económicamente en su relación con los inmigrantes en los países del capitalismo desarrollado o en vías de desarrollo acelerado que los ve como una amenaza o como una lacra. Por eso no me extrañó, cuando un roto chileno exclamó en Catedral-Matucana: ¡Inmigrantes culiaos! Así, tal como lo hacen los europeos y los estadounidenses en sus respectivos países.

La problemática socioeconómica chilena, es decir, el abismo entre la riqueza evidente y la pobreza galopante es multifactorial, pero considero importante señalar aquí que las falencias y desatinos cometidos por los gobiernos concertacionistas de izquierdas en la aplicación e implementación de la Realpolitik también han contribuido en gran medida a acelerar y profundizar esta situación.

La diferencia esencial entre el pragmatismo político (política real conservadora) implementado por los gobiernos concertacionistas y la Realpolitik revolucionaria, como la definió Rosa Luxemburgo, radicó precisamente en que la Concertación no combinó dialécticamente los objetivos a corto plazo y a largo plazo en el marco de las relaciones capitalistas de producción ni tampoco les dio un carácter y contenido marxista revolucionario con el fin de combatir y debilitar democráticamente el sistema y favorecer prioritariamente los intereses de la clase trabajadora, sino que por el contrario, hicieron todo lo «concreto posible» para consolidarlo y perpetuarlo. El ciudadano de a pie, que fue a las urnas y que no tiene un ápice de leso, les pasó la cuenta en las últimas elecciones presidenciales.

Por otra parte, en mi condición de turista ya no pude moverme a pie con la confianza de antaño por los barrios de Santiago. Esta vez, me vi obligado a trasladarme en taxi por las noches para recorrer 4 o 5 bloques hasta llegar al hospedaje. Tuve que estar en estado de alerta, muy «ojo al charqui», como dicen los chilenos, para no ser objeto de robo. En fin, también fue una buena experiencia y un buen ejercicio para la mente.

Y resultó que nos fuimos de «Romerías» a visitar las tumbas de los compañeros fusilados por la dictadura. Ahí frente a la tumba de Gregorio Liendo Vera-comandante Pepe- , de Fernando Krauss, de Luís Pezo, de Pedro Barría, Sergio Bravo, Víctor Rudolf, de Enrique Guzmán y de René Bravo con lágrimas en los ojos tarareé la canción «Milonga del fusilado» del argentino Jorge «El turco» Larralde y recordé a mis compañeros de lucha caídos en combate en El Salvador, quienes nunca tendrán una lápida donde cualquier visitante anónimo o un familiar cercano pueda leer: «Aquí yace Jorge Edgardo Castro Iraheta » Medardo » , guerrillero salvadoreño caído en combate el 23 de octubre de 1985″ o » Aquí yacen los restos de Jesús Chicas Cartagena » Manuelón «, caído en el asalto al Cerrón Grande 1984″ o » Aquí están los restos de José Dimas Serrano » Conejo William «, muerto en las faldas del volcán de San Salvador en 1989. Supe ahí, en el cementerio de Valdivia, que aquellos nombres que yo había escuchado de boca de mi suegro en las largas horas de tertulia y aprendizaje durante el exilio estaban con vida, aunque sus cuerpos yacieran bajo sencillas sepulturas.

Pero tal vez lo más emotivo de este viaje, aparte de las «Romerías», fue el reencuentro con «los revolusaurios y revolusaurias», y escuchar quedito en un rincón de la casa al «Coro de las cautivas» cantar a capella el himno a la libertad de Giuseppe Verdi. Todavía están ahí, dando la pelea con su paso cansino y luciendo blancas cabelleras, agitando y haciendo conciencia como en antaño. La velada en conmemoración del 45 aniversario de la caída en combate de Miguel Enríquez en la fundación homónima también fue un evento lleno de emociones que despertaron recuerdos de la época del romanticismo revolucionario de los setenta del siglo pasado. Algunos «Tatitas revulosaurios» con discursos y teoría obsoletas y, además, reveladas empíricamente como falsas, otros con ideas futuristas del «quehacer» político en la era digital. En fin, una subcultura político-ideológica, irreverente, hereje, melancólica y muy distanciada de los grupos de poder político institucional. Un abanico de colores en el que confluyen tendencias político-sociales horizontales, verticales y transversales para todos los gustos y edades. Un movimiento amorfo y espontáneo que constituye una forma de oposición extraparlamentaria, que también es una forma licita de hacer política.

En todo caso, el sabor que me quedó esta vez es el del dulce néctar de la miel de Ulmo del sur. Ya bebimos suficiente el sabor natre de la derrota y del exilio. El Chile que dejé atrás es el que no perdonará a sus verdugos, que no se reconciliará nunca con sus enemigos de clase. El Chile que reencontré, es el que no olvidará jamás a sus héroes y mártires.

Regresé a mis pagos con la imagen de los compañeros y compañeras tirando rosas y claveles a sus seres queridos, contando anécdotas de sus vidas, y ellos, bajo sus sepulturas seguirán viviendo, pues de esa tierra fértil nacerán nuevas rosas rojas….

¡Viva Chile mierda!

Fuente: Por un mundo nuevo, mejor y más justo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.