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Intervención en el programa de radio Contratiempo sobre el Diccionario de la Real Academia de la Historia

Sus vidas sin nosotros

Fuentes: Rebelión

Lo peor de una polémica es cuando nace vieja, porque no será posible que nos implique, porque será muy difícil que nos enseñe nada. Eso es algo que cada vez con más frecuencia nos sucede, a propósito de cuestiones referidas a la investigación, la universidad, el saber, la cultura y las instituciones, polémicas en las […]

Lo peor de una polémica es cuando nace vieja, porque no será posible que nos implique, porque será muy difícil que nos enseñe nada. Eso es algo que cada vez con más frecuencia nos sucede, a propósito de cuestiones referidas a la investigación, la universidad, el saber, la cultura y las instituciones, polémicas en las que, curiosamente, tales asuntos tienden a desvincularse de lo común, de la ciudadanía, de la política, de la revolución. Un investigador profetizaba en un periódico esta semana que, en el futuro, las investigaciones de tipo histórico no estarían movidas por la erudición sino por la originalidad, y todo gracias a internet: esa descripción se corresponde al mundo en el que ya habitamos muchos investigadores en el campo de las humanidades, muchas y muchos, no siempre jóvenes y, desde luego, no siempre residentes en el solar patrio.

Cuando se nos dice que el futuro es aquello que ya ha sucedido quieren engañarnos. Cuando se nos dice lo contrario, que aquello que ya ha sucedido todavía tiene que pasar, hablamos de la incapacidad de entender el mundo en el que otros ya habitan, aunque el propio se reconozca como caduco, y como decadente. En mi presente de investigador, mi erudición empieza en google y, como google, sus fronteras son las de un océano: pero no -como nos dicen- porque se haya desvalorado el papel que tienen los archivos, las horas de estudio, el análisis, y todas esas figuras de conocimiento que han construido una suerte de beatería del trabajo con la que un determinado tipo de académico (español) se justifica, como si las horas que uno pasa en la biblioteca -o en la taberna- fuesen en si mismas provechosas.

Al decir mi erudición comienza en google, se habla de una inmensa biblioteca común, se quiere poner juntos el conocimiento y lo público, juntos, de un modo que nadie pueda arrebatarlos. Nunca ha habido tantos archivos de acceso público como hoy en internet: es obvio. De lo que no siempre se habla es de sus ciudadanos archiveros, de aquellos que los generan, cuidan y actualizan. Y ahora no pienso en portales académicos, bibliotecas de congresos, ni google-books, o Cervantes Virtual, todos ellos hermosos y felices, ni siquiera de los cientos de miles de personas que regalan su tiempo y su esfuerzo y sus conocimientos para generar una enciclopedia global, anónima, multilingüe y gratuita. Y ciudadana: no conozco a nadie que dé subvenciones voluntariamente a la Real Academia de la Historia, pero somos muchos los que damos donaciones periódicas a Wikipedia.

En realidad, al hablar de ciudadanos e-bibliotecarios, quiero pensar en toda esa gente que ha transcrito las letras de los poemas que necesito comentar, ha colgado las referencias bibliográficas que busco, ha subido las imágenes, ha construido las redes de afinidades electivas por las que mi investigación se desplaza. Mis últimas investigaciones no serían posibles sin los archivos gratuitos y personales que flotan en internet como Indias Galantes. En el mundo del cómic de los años 40, por ejemplo, impresiona el grado de conocimiento, de erudición, de rigor, con que bibliotecarios amateur cuidan y organizan la memoria de una precaria cultura de masas, de niños y de papel, y ponen gratuitamente a disposición de todo el mundo saberes fragmentarios y pobres sobre dibujantes anónimos, héroes imposibles y niños que ponían en suspenso la pesadilla de su infancia franquista gracias a todo aquello, gracias a Ayax el Griego o gracias a Máscara de Hierro. Los cómic de los cuarenta sólo contaban la historia del Conde de Montecristo…

Es muy difícil entender las razones de los otros. Conocimiento libre, abierto, anónimo y gratuito es algo que amenaza las vidas de los profesionales del conocimiento. Los odios frente a nuestra negativa a aceptar la Ley Sinde sólo se explican desde la agresividad de aquel que ve su privilegio amenazado: la negativa a aceptar la propiedad intelectual es una negativa a aceptar la autoridad de los productores de cultura oficiales. El hecho de que las formas emergentes de intercambio cultural tienden a ser (mientras nos dejen) horizontales, autónomas, desreguladas y libres plantea un desafío a las culturas institucionales. Si hay gentes que dan sus tiempos, sus saberes, sus archivos gratuitamente y en abierto a los demás, ¿por qué habría entonces que pagar específicamente para ello? ¿Qué plus, qué incremento de valor justificaría una inversión pública? No se trata de descartarla, es simplemente que la existencia de una cultura libre y desregulada obliga, cuando menos, a justificar el tipo de cultura que se hace en nombre de lo público: en qué casos, a cambio de qué, bajo qué mecanismos de control. Si una cultura pública ya existe: ¿necesitamos una cultura pública que no nos represente?

Como vemos todos los días a propósito de las polémicas sobre el conocimiento, la reacción displicente frente a los desafíos que la cultura autónoma propone al mundo de la universidad, de las academias, nos habla de la falta de espíritu democrático, rigor nacido de la dificultad de justificar un privilegio. Cuando hace unos días, una ciudadana preguntaba al heredero al trono por el mecanismo para solicitar el acceso a su mismo privilegio, era esta misma cuestión la que se derivaba: si hay un Rey, pues entonces yo quiero saber por qué yo no soy el Rey, que el Rey nos verbalice su privilegio, su injusticia. También tenemos derecho legítimo a saber por qué no somos nosotros los presidentes de la Real Academia de Historia.

Obviamente, no se trata de ser ni lo uno ni lo otro, sino de obligar a instituciones que históricamente están configuradas por una visión de la sociedad antidemocrática y autoritaria a explicarnos qué esfuerzos han realizado para ubicarse en el tejido colectivo de una sociedad democrática, qué contribuciones, que incrementos de valor nos ofrecen. Todos sabemos que un banco es enemigo de lo público, pero no esperamos lo mismo de una academia, de una escuela. Las instituciones pagadas con dinero de todos están obligadas a hacerse imprescindibles para que no decidamos comenzar por prescindir precisamente de ellas. En un mundo en el que la cultura es libre, en el que producimos conocimiento libre y gratuitamente (este texto, este programa de radio son ejemplos), ¿por qué los ciudadanos tenemos que pagar a nadie para que haga una cultura que no nos representa?

Las instituciones y sus representantes no dan respuesta a estas preguntas. Las respuestas que nos dan nos obligan a plantear preguntas sin respuestas. Un ejemplo fue la que dio Gonzalo Anes, el presidente de la Real Academia de Historia Española, preguntado por las mejoras que su institución necesita con urgencia:

Más mujeres. Las hay muy preparadas pero menos que los hombres. Hay una cuestión: un historiador necesita disponer de muchas horas para documentarse en los archivos. Y, por desgracia, en las mujeres esas miles de horas están dedicadas a criar a sus hijos y a ser amas de casa. (El País, 04/06/2011)

Insisto, las horas pasadas en un archivo o en una taberna no son patente de corso. No hay que confundir la religión con la beatería. Pero, como nos ha enseñado la crítica feminista, esas miles de horas dedicadas a criar hijos, a cuidar, a cocinar, no son horas baldías, como afirma Anes, horas que impiden a lxs que no somos como Anes llegar a ser Anes. Las horas dilapidadas cuidando niños son, más bien, todo lo contrario, horas de crecimiento humano, horas de vida, que producen un determinado tipo de subjetividad, de relación con el mundo y con el conocimiento. Un tipo, sí, de biografías. Si las declaraciones de Anes vienen enmarcadas en la polémica a propósito del sesgo revisionista, cripto-franquista, de un diccionario biográfico que nos ha costado 6.4 millones de euros, gastados con una opacidad típicamente institucional, el comentario de Anes sobre la pérdida del tiempo de las mujeres, no pudo ser más pertinente.

No es necesario hablar de la vida de tantas y tantas brillantes investigadoras, no siempre jóvenes y, desde luego, no siempre residentes en España. Pero cabe traer a colación un ejemplo, una biografía histórica que viene totalmente a propósito de una discusión sobre horas de investigación, de vidas, de academias, de mujeres y de repúblicas. Se trata de María Moliner, brillante investigadora y archivera durante la República, madre por cierto de cuatro hijos, quien asumió la tarea de dirigir la organización de las bibliotecas públicas en guerra, como nos recuerda Bibliotecas en guerra, un maravilloso documental producido por la Biblioteca Nacional, que muestra lo que sucede cuando una institución funciona. En definitiva, se trataba de una cuidadora de libros y de lectores, una mujer que dio su juventud a la tarea de permitir el acceso a la cultura a los ciudadanos de un país rico en Reales Academias y pobre en bibliotecas populares. Moliner fue precisamente represaliada por ello. Tras la guerra, dedicó su vida a la elaboración del primer Diccionario de Uso del Español, la primera obra de esa naturaleza en español, caracterizada por trabajar con corpus, es decir, por no utilizar el criterio de autoridad del conocimiento (yo, académico, defino una palabra y te aconsejo como debes usarla) sino de emplear un criterio de uso, al tratar de entender cómo las gentes -sus propietarias- usan una palabra, y producir a partir de ello un inventario civil del lenguaje. Obviamente, a pesar del intento de Lapesa y de Dámaso Alonso, y sólo porque era mujer, María Moliner nunca entró en la Real Academia de la Lengua.

Esta historia demuestra que es posible hacer un diccionario sin apoyo académico y vivir una vida mientras tanto, que se puede tener hijos y hacer una obra revolucionaria, que es posible producir conocimiento y saber fuera de las instituciones, contra las instituciones, que eso nunca te lo van a perdonar porque las instituciones nunca van a aceptar una legitimidad que no provenga de su interior, lo que es como decir de una confirmación de las formas de vida institucionalizadas. Por eso mismo, una institución franquista en su origen va a producir herencias criptofranquistas. El franquismo sociológico también existe en el mundo de las instituciones. La historia de María Moliner lo que nos plantea es justo todo lo contrario de lo que Anes afirmaba: que es gracias a que te enamoras, de personas, de Repúblicas, a que tienes hijos, y los cuidas, y a que fundas bibliotecas, que es gracias a las transformaciones que todo eso produce en ti, que uno se vuelve un determinado tipo de persona. Gracias a todo eso es posible producir un conocimiento que importe a alguien. Un conocimiento civil. Volvemos sobre lo público: en la religión de lo público, un funcionario corporativo es un beato, es un hipócrita, es un fariseo.

Gonzalo Anes es Marqués de Castrillón, según el título regalado por el Rey el año pasado, en reconocimiento a su » extensa y brillante labor académica, investigadora y docente, al servicio de España y de la Corona» . A pesar de los historiadores, seguimos sin saber lo que España. Gracias a la memoria histórica sabemos qué significa renunciar a la Corona. Una noción de historiadores al servicio de la patria y del rey no parece tener mucha relación con una historia civil y democrática, como la que fomenta wikipedia al servicio de la democracia y de la ciudadanía global. No sé si necesitamos una Academia de Historia, podemos discutirlo, pero en todo caso, no necesitamos una Real Academia, sino una academia real, ya.

Yo uso todos los días Wikipedia, pero confieso que el día que la RAH desparezca, tardaré tiempo en darme cuenta. Cuando Anes se muera, lo más seguro es que ni nos enteremos. Por eso que la RAH diga que Franco fue un tipo estupendo y que España fue su pasión, la verdad, no importa demasiado. Que lo diga con dinero público preocupa más, pero hay tanta gente diciendo con dinero público cosas, que simplemente cabe considerarlo uno más de los problemas de representación que se dan en la cultura española en esta maravillosa primavera de 2011, que no se acabe nunca. El problema es la idea concreta que subyace a la idea de una biografía de Franco. Tendría que decir que era un psicópata, un tarado, un abstemio, un tipo que despreciaba la vida humana porque no era capaz de ver la hermosura que tiene todo lo que es delicado, un tipo que ensangrentó este país por una pasión onanista por la muerte, pero, aunque dijese todo eso, no necesitamos esa biografía.

El problema no es que el diccionario hable de la guerra como Cruzada, el problema es la mera idea de un diccionario de vidas, una obra que se acumula en volúmenes que no va a leer nadie, por más que nos hablen ahora de una página web en la que pagando un poquito (¡cómo iba a ser gratis!) vamos a poder leer quien era Franco, quien era Fulano, quien era Anes. El problema es una concepción de la historia como una suma de vidas. El problema es una historia de la historia como las vidas heroicas de los hombres solteros. El problema no es que la biografía de Franco sea una hagiografía, el problema es el entendimiento de las biografías como hagiografías, como cursus honorum, como acumulaciones: de éxitos, de experiencias nacionales, de victorias, o, en su reverso académico, de libritos, de trienios, de premios académicos, de títulos nobiliarios… El problema es una historia de las vidas de los otros que no considera ni por asomo lo que llevamos discutiendo treinta años de modo intenso sobre la biografía como género (no es posible una teoría de la biografía que no sea a la vez una teoría literaria de la biografía): sus relaciones con los otros, con las identidades, con las relaciones de poder, con las colonizaciones, con las razas y las clases sociales. Yo quiero leer las vidas de los hombres infames, de los ajusticiados, de las prostitutas, de los ciudadanos bibliotecarios, de Agustín Luengo, el gigante de Puebla de Alcocer, de Fernando Merlo, poeta, suicida y drogadicto, pero en ese diccionario de reyes y ministros ¿estarán? ¿Sólo guarda la literatura las vidas de aquellos que no mandan? ¿La historia son las vidas de quienes nos han gobernado?

Pero, además, es que no hay vida propia sino es en medio de los otros, y así ¿qué mundos puede separar el orden alfabético? No es posible contar vidas sin hiperlinks, sin lazos, sin vínculos. Un hipervínculo lo solucionaría todo: al pinchar en la palabra Cruzada llegaríamos a un artículo donde nos explicarían que ese término sólo se emplea desde una memoria afectiva comprometida con los presupuestos morales a partir de los que un grupo de sádicos pasó a sangre y fuego todos y cada uno de los sitios de este país. Diciendo que estaban sirviendo a España, la llenaron de huérfanos.

El problema del diccionario biográfico es el diccionario biográfico. Es el problema de la vida, de tener buen rollo con la vida. Y el problema final es que toda esa gente tiene muy mal rollo. Más valía que frecuentasen más las tabernas y no las bibliotecas. O las plazas y sus asambleas. En realidad, más valía que dedicasen horas a cuidar a sus hijos. Éste es un problema que es un problema biográfico, pero en el sentido que utiliza Alba Rico cuando explica la antropología humana diciendo que la soltería (pero la soltería moral) genera la violencia, porque un mundo gobernado por solteros es un mundo que, cuando se reproduce, sólo genera huérfanos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.