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Chocante, provocativa, impetuosa y rebelde

Susan Sontag, la máquina de opinar

Fuentes: Rebelión

En días recientes falleció Susan Sontag quien en la segunda mitad del pasado siglo veinte adquirió una prominencia intelectual basada en su pensamiento insólito que creó nuevas categorías de análisis. Su primer ensayo de consideración sobre ciertas cualidades de la apreciación estética acuñó un neologismo, el llamado «camp». Con él quiso agrupar lo artificioso, antinatural […]

En días recientes falleció Susan Sontag quien en la segunda mitad del pasado siglo veinte adquirió una prominencia intelectual basada en su pensamiento insólito que creó nuevas categorías de análisis. Su primer ensayo de consideración sobre ciertas cualidades de la apreciación estética acuñó un neologismo, el llamado «camp». Con él quiso agrupar lo artificioso, antinatural y exagerado, pero pronto se convirtió en un término de moda para calificar la cursilería, la frivolidad pretenciosa y amanerada.

Murió de leucemia pero antes estuvo aquejada de cáncer de mama, del cual emergió tras un largo combate, que la impulsó a escribir «La enfermedad y sus metáforas», libro de gran éxito editorial al cual sucedió otro «El sida y sus metáforas». Pero su gran reputación internacional provino de sus penetrantes estudios sobre la cultura mediática, el universo de la industria recreativa sobrenombrado «pop». Se adhirió a la definición de Ortega y Gasset de que cultura es todo aquello que una persona conserva una vez que ha olvidado cuanto leyera. Es decir, basó el concepto de cultura en los instrumentos de apropiación del entorno, de uso inmediato y práctico, de conocimiento y clasificación, más que en la acumulación erudita. Muchos opinan que la reproducción en masa de objetos de arte es la muerte del arte pero Sontag contrapuso a ello su idea de que más bien estamos experimentando una transformación de la función del arte.

Su ensayo sobre la fotografía es un clásico. Sus estudios sobre Roland Barthes y Antonin Arthaud contribuyeron a esclarecer la obra respectiva de ambos. Sus colaboraciones iniciales para la reputada revista de izquierda Partisan review favorecieron su notoriedad. Siempre mantuvo una militancia política liberal. Atacó a Bush y a Berlusconi, se opuso a la intervención norteamericana en Sarajevo y viajó a Vietnam y escribió extensamente contra la guerra colonial que los estadounidenses llevaron a cabo a sangre y fuego contra aquél país. Condenó las torturas del ejército norteamericano en la cárcel de Abu Ghraib y la política expansionista de Israel, pese a ser judía y haber aceptado el Premio Jerusalén de literatura, el más alto galardón que concede aquél país.

Siendo Presidenta del Pen Club estadounidense movilizó a ese gremio en defensa del escritor Salman Rushdie cuando este recibió la»fatwa» que lo condenaba a muerte por sus sacrílegos textos antislámicos. Era una auténtica -así fue calificada por muchos–, «máquina de opinar». Estimaba que el oficio del intelectual debe conducirlo a la reflexión privada, al ejercicio del análisis con discreción, pero el siglo XX había obligado a los letrados a saltar al ágora y convertirse en figuras públicas, con abandono del recogimiento inherente a su función. A imitación de los escritores franceses siempre mantuvo una gran visibilidad mediática y se forjó en el molde de los Bourdieu, Foucault o Derrida. Fue chocante, provocativa, impetuosa y rebelde.

Cultivó, aunque con menos éxito, el arte de la narrativa. Sus novelas basadas en notables personajes femeninos como Lady Hamilton, la amante de Lord Nelson, Isadora Duncan, la extravagante bailarina, o la actriz polaca Helen Modjenska, no dejaron la misma marca penetrante que logró son sus ensayos. En estos sí fue original, aguda y descubrió ángulos inéditos en cada análisis que acometía.

Fue una antiestalinista militante y escribió contra el llamado «socialismo real» practicado en los países de Europa del este, una caricatura del verdadero socialismo. Sin embargo, esa visión no le permitió hacer un distingo del alcance de las luchas sociales, de los movimientos de liberación nacional, del antiimperialismo necesario en ciertos países del Tercer Mundo. No supo ver la justicia de la revolución cubana y las profundas raíces nacionales e históricas en que esta basada la trasformación social emprendida en 1959.

Para ella una obra de arte no era un vehículo de ideas sino un objeto que modifica nuestra conciencia y sensibilidad. «La obra de arte no deja de ser un momento en la conciencia de la humanidad, escribió, cuando la conciencia moral es entendida como una de las funciones de la conciencia». Esa idea del arte como fin moral, que pudo haber sido refrendada por Tolstoi, es quizás el mejor epitafio a su existencia contradictoria y dinámica.

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