Todo el mundo tiene al menos una en su comedor, y puede reunir durante treinta, cuarenta y cinco o sesenta minutos a más gente que la que compra todos los diarios de un país juntos. Ha modificado por completo la organización de los interiores de nuestras viviendas y, si aceptamos la tesis de John Hartley, […]
Todo el mundo tiene al menos una en su comedor, y puede reunir durante treinta, cuarenta y cinco o sesenta minutos a más gente que la que compra todos los diarios de un país juntos. Ha modificado por completo la organización de los interiores de nuestras viviendas y, si aceptamos la tesis de John Hartley, ha sido el instrumento con el que se promocionó en Norteamérica y Europa occidental «una ideología de lo hogareño que pudiera retener sus placeres en casa, más que en la calle, los bares, los cines, los music-halls… o incluso en el burdel o en el consumismo» (1). A pesar de lo cual pocos reconocen verla -al menos tanto como realmente lo hacen- y en determinados cenáculos supuestamente izquierdistas su sola mención provoca el horror y el rechazo. La televisión, un instrumento de comunicación que en todo el mundo recibe calificativos tan poco amables como «caja tonta» (idiot box) y similares, es objeto de todo tipo de análisis y de debates. Por lo común dentro de los estrechos límites de lo que Robert Stam ha llamado una «pedagogía de la repugnancia» completamente contraproducente -Neil Postman y su Amusing Ourselves to Death. Public discourse in the Age of Show Business (2), Jerry Mander y su Four Arguments for the Elimination of Television, por ejemplo-, pues rechaza de plano el medio en vez de luchar «porque lo que hubiera podido convertirse en un extraordinario instrumento de democracia directa no acabe siéndolo de opresión simbólica.» (3) La centralidad de la televisión como medio principal de información para la gran mayoría de la población resulta hoy indiscutible. Incluso el diseño en prensa copia y se deja influir por la televisión: desde la aparición en 1982 en los Estados Unidos del Usa Today se habla, quizá con demasiada generosidad, de «modelos «postelevisivos», es decir, de aquéllos que consideran que el lector mayoritario de prensa es un sujeto irremediablemente aculturizado por la televisión, y que transfiere sus hábitos de consumo televisivo a la lectura de diarios.» (4) Por todo ello no resulta extraño que la relación entre televisión y política esté constantemente en el punto de mira. De uno de los aspectos de esta compleja relación trata la exposición, comisariada por Jorge Luis Marzo, que se podrá ver en el Palau de la Virreina de Barcelona hasta el próximo 28 de septiembre y que, titulada Spots electorales: l’espectacle de la democràcia (Spots electorales: el espectáculo de la democracia), ha reunido unos 2.800 spots electorales de 70 países emitidos por televisión desde 1989 hasta el 2008.
Comunicar (y también ocultar y enmascarar) las intenciones políticas a la población no es desde luego algo nuevo. Ya Quinto Tulio Cicerón, el hermano menor del célebre orador y jurista romano Marco Tulio Cicerón, escribió en el año 64 antes de nuestra era un Breviario de campaña electoral (Commentariolum Petitionis) para su hermano, entonces aspirante al consulado (la magistratura más importante de la república romana), en el que se decía que «si consigues que deseen apoyarte los que están indecisos, éstos te ayudarán mucho», o que «hay tres cosas que conducen a los hombres a mostrar una buena disposición en las elecciones, a saber, los beneficios, las expectativas y la simpatía sincera», entre muchos otros consejos. Como éste: «haz que salten a la vista tus esfuerzos por conocer a los ciudadanos y exagerándolos a fin de mejorar día a día estas relaciones: no hay nada, me parece, que haga a un candidato tan popular y tan grato. Después, convéncete de que es necesario simular aquellas cualidades que no posees por naturaleza, de tal manera que parezca que actúas con toda espontaneidad». O como éste: «Las promesas quedan en el aire, no tienen un plazo determinado de tiempo y afectan a un número limitado de gente; por el contrario, las negativas te granjean, indudable e inmediatamente, muchas enemistades; y es que son más las personas que piden poder disfrutar de los servicios de uno que las que, de hecho, acaban disfrutando de ellos.» (5)
Son las características formales y el alcance social de la televisión las que convierten a este medio de comunicación de masas en un altavoz electoral sin precedentes en la historia, amplificando el poder y la influencia que antes tenían sus ascendientes directos, los noticieros cinematográficos.
Pierre Bourdieu advertía muy seriamente que la televisión -por «televisión» quería decir la televisión tal y como se la entiende y usa ahora- «pone en muy serio peligro las diferentes esferas de la producción cultural: arte, literatura, ciencia, filosofía, derecho; creo incluso, al contrario de lo que piensan y dicen, sin duda con la mayor buena fe, los periodistas más conscientes de sus responsabilidades, que pone en un peligro no menor la vida política y la democracia.» (6) Bourdieu no era ningún tecnófobo apocalíptico: sabía muy bien que la limitación temporal de los programas televisivos en bloques de un número determinado de minutos -y no digamos ya las interrupciones publicitarias- sabotea cualquier intento de elaborar un discurso racional, esto es, argumentativo y demostrativo. La televisión, al decir del sociólogo francés, «no resulta muy favorable para la expresión del pensamiento», pues establece «un vínculo negativo entre la urgencia y el pensamiento. Es un tópico antiguo del discurso filosófico: es la oposición que establece Platón entre el filósofo, que dispone de tiempo, y las personas que están en el ágora, la plaza pública, las cuales son presa de las prisas. Dice, más o menos, que cuando se está atenazado por la urgencia no se puede pensar. Opinión francamente aristocrática. Es el punto de vista del privilegiado, que tiene tiempo y acepta sus privilegios sin hacerse demasiadas preguntas. Pero no es éste el lugar para debatir esta cuestión; lo que está claro es que existe un vínculo entre el pensamiento y el tiempo. Y uno de los mayores problemas que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se puede pensar atenazado por la velocidad? ¿Acaso la televisión, al conceder la palabra a pensadores supuestamente capaces de pensar a toda velocidad, no está condenando a no contar más que con fast thinkers, con pensadores que piensan más rápido que su sombra…?» (7)
Qué opinión le hubiera merecido a Bourdieu un programa como 59 segundos, no resulta difícil de adivinar: ¿cómo exponer y argumentar una medida política en cincuenta y nueve segundos? ¿Acaso es posible? Peor aún: ¿cómo exponerlo en los escasos treinta segundos que acostumbra a durar un spot electoral? Las consecuencias de la «videopolítica» las padecemos desde hace años: los programas de los partidos políticos se han convertido en meros decálogos de buenas intenciones (y aún así, a veces ni llegan a un ciudadano absolutamente desbordado por sus obligaciones personales y laborales) y la actividad de todo el partido, por miles de afiliados que pueda tener, se ha personificado en su cara más visible: su candidato presidencial. Las campañas, tradicionalmente diseñadas por los propios partidos políticos, han pasado a manos de los publicistas, y el candidato «se vende», como quería el conocido publicista francés Jacques Séguéla, como una mercancía cualquiera, pongamos por caso, un detergente. Como con los productos, se hacen encuestas «de mercado» para mejorar la percepción de un candidato, y los spots no apelan a la razón, sino a la emoción y a la identificación.
No conviene desdeñar el papel desempeñado por los medios de comunicación -sin caer en el mediacentrismo- en el viraje hacia el centro de los principales partidos políticos. Si la televisión «suministra una información para todos los gustos, sin asperezas, homogeneizada, cabe imaginar los efectos políticos y culturales que de ello pueden resultar. Es una ley que se conoce a la perfección: cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir […], más ha de intentar no «escandalizar a nadie», como se suele decir, no plantear jamás problemas, o sólo problemas sin trascendencia. […] Por eso se lleva a cabo toda la labor colectiva que acabo de describir, tendente a homogeneizar y banalizar, a «conformar» y a «despolitizar», etcétera, a pesar de que, hablando con propiedad, no va destinada en concreto y de que nadie ha pensado ni pretendido nunca conseguir semejante objetivo.» (8) Los discursos se tornan tan insustanciales que son prácticamente intercambiables: «Hechos, no palabras», uno de los lemas de campaña del candidato priísta Roberto Madrazo en México, también lo fue de José Montilla en las pasadas elecciones a la presidencia de la Generalitat de Catalunya. Es cierto que la personificación de la nación -sobre todo en figuras femeninas- viene de lejos, pero nunca antes se había igualado tanto el modelo: la «niña de Rajoy» fue antes la del candidato demócrata estadounidense John Edwards, y el mismo motivo sirvió mutatis mutandis a Cristina Fernández de Kirchner para su última campaña. En las pasadas elecciones alcanzó cierta notoriedad el descubrimiento que hizo la prensa de que el lema con el que se presentó Rajoy («con cabeza y corazón») había sido transplantado directamente de Guatemala, donde el ex general Otto Pérez Molina, líder del Partido Patriota (PP), concurrió a las elecciones con el eslógan «Mano dura, cabeza y corazón». La coincidencia, según parece, se debe a que uno de los asesores de la campaña, Antonio Solá (próximo a la FAES y también asesor de Felipe Calderón en México), había prestado antes sus servicios a los guatemaltecos. Hasta en un género tan menor como el spot electoral se dejan notar las consecuencias de la globalización.
Corolario: el marketing electoral -horrendo anglicismo donde los haya- toma al ciudadano como infante sobreinformado a quien hay que explicar las cosas «de manera simple», «para que las entienda». Como ha expuesto Antoni Domènech en El eclipse de la fraternidad (9), la familia nuclear contemporánea y la empresa capitalista posterior a la revolución industrial son herederas institucionales de la familia agnaticia (del oikos y de la domus) y comparten todavía hoy muchos de los estigmas de opresión, arbitrariedad y despotismo patriarcal-patrimonial del despotés, o del pater familias (o del «patrón») de la antigua loi de famille. Los spots electorales recogen esta herencia y la reflejan. El ejemplo más palmario de todo ello quizá sea el spot-karaoke (sic) surcoreano que se proyecta en la entrada de la exposición animando al voto al ritmo de una canción de Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, Robert Wise, 1965).
Consuelo y aliento: aun en este tablero de juego tan poco favorecedor, La Izquierda alemana ha presentado algunos spots electorales ingeniosos sin traicionar la esencia de su mensaje. Y eso que el equilibrio era, viendo los ejemplos, difícil. Describiré tan sólo un par de ellos que, curiosamente, no se exhiben en esta exposición. En el primero (10) -entonces Die Linke era tan sólo la PDS-, el escenario es el de un western típico. Un grupo de cowboys amenaza a una familia india: quieren expulsarla de su tierra. De repente, algo se oye en la lejanía. Los cowboys arrojan sus revólveres y huyen: un numerosísimo grupo de ciudadanos, sin más armas que unas banderas rojas, ha acudido en socorro de la familia indígena. Corte: «Wir sind die Roten» [Nosotros somos los rojos]. En poco más de treinta segundos, Die Linke se ha apoderado del discurso maniqueísta que el resto de los partidos emplea habitualmente en contra suyo -a partir de la mitología del lejano Oeste y la asignación simbólica del color rojo a los socialistas- y ha jugado inteligentemente con él. En el segundo (11), correspondiente a las elecciones al senado de Berlín en 2006, Die Linke presentó a un oso -el animal que figura en el escudo de la ciudad y la representa- que sacaba fuera de cuadro literalmente de un cabezazo a un hombre que previamente había estado enumerando los tonos de varios colores (azul, turquesa, violeta, etcétera) sin mencionar uno… Corte: «Berlin wählt rot. Richtigrot» [Berlín vota rojo. Rojo auténtico.]. No es que sea el Rote Konzern [Consorcio Rojo] de Willi Münzenberg con sus John Heartfield y sus George Grosz del siglo XXI, pero nos vamos acercando.
NOTAS: (1) John Hartley, Los usos de la televisión (Barcelona, Paidós, 2000), p. 137. (2) Hay edición catalana: Divertim-nos fins a morir. El discurs públic a l’època del «show-business» (Barcelona, Llibres de l’Índex, 1993). (3) Pierre Bourdieu, Sobre la televisión (Barcelona, Anagrama, 2001), p. 11. (4) Pepe Baeza, Por una función crítica de la fotografía de prensa (Barcelona, Gustavo Gili, 2003), p. 108. (5) Quinto Tulio Cicerón, Breviario de campaña electoral (Barcelona, Acantilado, 2003), Las citas corresponden a las páginas 24, 45, 67-68 y 75. (6) Pierre Bourdieu, op. cit.., p. 7. (7) Ibid., pp. 38-39. (8) Ibid., pp. 64-65. (9) Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista (Barcelona, Crítica, 2004), especialmente el Cap. III. (10) http://www.youtube.com/watch?v=Bipw3Rd6Cyc .(11) http://www.youtube.com/watch?v=fyDgoFSkPGs.
* Àngel Ferrero es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad y escribe artículos de crítica cultural en la revista SINPERMISO.