Interrogada por su hijo acerca de la muerte de su padre, la madre de Hamlet declara: «Yo no tengo nada que ver». No importa si la frase es exactamente así ni si el torturado príncipe le cree; lo que importa, me parece, es, puesto que esa expresión es usual con el mismo sentido, por un […]
Interrogada por su hijo acerca de la muerte de su padre, la madre de Hamlet declara: «Yo no tengo nada que ver». No importa si la frase es exactamente así ni si el torturado príncipe le cree; lo que importa, me parece, es, puesto que esa expresión es usual con el mismo sentido, por un lado la declaración de inocencia y, por el otro, la declaración de no complicidad, sobre todo esto último es lo que se destaca en la tragedia. Es claro que ambas inferencias pueden ser falsas, pero por qué tanto las dos así como su falsedad pueden surgir de unos términos que, redundantemente, no tendrían nada que ver.
Dicho de otro modo, y ya se verá que la reflexión no es trivial, «tener que ver» parecería, en una lectura literal, una frase investida de un sesgo programático, algo así como una obligación a o posibilidad de, precisamente, ver algo, como si un sujeto A le dijera a un sujeto B, hablando de una película por ejemplo, «tienes que verla». ¿Por qué, por lo tanto, esa tremenda torcedura semántica que lleva a esta frase, muy corriente y que en sí misma carece de relieve, a expresar situaciones tan graves como la responsabilidad, la complicidad o la falsedad?
Las declaraciones del tipo «no tengo nada que ver» abundan en los expedientes judiciales y es muy probable que la mayor parte de ellos sea del tipo «mamá de Hamlet», o sea alegación de inocencia, y poco se podría decir sobre ello porque se comprenden de suyo y ni siquiera implican grandes desafíos para los interrogadores; divertido es el «no tengo nada que ver» del amante sorprendido en flagrante operación, es un sí recriminatorio de quien lo sorprende, es un no que alega inocencia del sorprendido.
Más interesantes son las que tienen relieve histórico; una famosa es la que se desprende de los argumentos que esgrimió Adolf Eichmann -no fue el único- cuando lo juzgaban por el papel que había desempeñado en los peores momentos del nazismo; debe haber dicho -si no es así literalmente lo es en su contenido, él no está para refutarme ni corregirme- algo como esto: «Yo me limité a despachar trenes, no tuve nada que ver con lo que pudo haber pasado con los pasajeros». Hannah Arendt interpretó esta salida dándole una designación que tuvo mucha fortuna, «la banalidad del mal» enunció, expresión muy acertada -pese a que la palabra «banalidad» es un barbarismo- pues indica que el «no tener nada que ver» va más allá del sentimiento de culpa que, ya se sabe, es un subproducto de la responsabilidad.
El ejemplo es fuerte porque muestra la magnitud de un desentendimiento acerca de algún suceso que por su índole no podía dejar indiferente a nadie. ¿Qué pasa entonces con aquellos a quienes ese suceso deja indiferentes? El ghetto de Varsovia para los polacos decentes, las desapariciones argentinas para los buenos vecinos de una ciudad en la que, como había escrito Luisa Valenzuela, «pasaban cosas raras», mucha gente «no tenía nada que ver», algunos jactándose de ello, otros ocultando los alcances de ese escudo protector, otros, por fin, empleando la expresión a sabiendas de que «tenían algo que ver».
O que mirar. Un gesto característico del «nada que ver» es el mirar al costado cuando se debería mirar al frente. Fuerte inclinación de cabeza, fuerte torsión de las caderas, súbito apagamiento de la sensibilidad, poner cara de «¿a mí?». A veces, en ciertas sociedades, en determinados momentos, esos movimientos de fuga son más fuertes, y hasta cierto punto explicables aunque, va de suyo, las explicaciones suelen ser insatisfactorias cuando ya no hay razón para no tener que ver: durante las dictaduras la razón es el temor no a enterarse, porque las cosas «raras» están ahí, sino a arriesgar la vida sólo por enterarse y ser por lo tanto pasibles de un «tener que ver» que podría acarrear consecuencias similares a las que afectan a aquellos con quienes «no se tiene nada que ver»; cosas se han visto en ese sentido, estar en una libreta de direcciones de un guerrillero preso, haber tenido gestos que podían ser vistos como sospechosos, encontrarse, sin pensarlo, con un viejo amigo sin saber «en qué andaba», etcétera. Y, junto a esa táctica, otra que se consagró y pasó a la historia, «lavarse las manos», cuando un tal Pilatos lo hizo en el preciso momento en que se mandaba al sacrificio a un oscuro predicador, de los tantos que pululaban en un momento de delirios místicos, pensando, quizá, que su higiene manual no tendría mayores consecuencias, en lo cual se equivocó en toda la línea, como es público y tan notorio que la frase logró carta de ciudadanía y todavía sigue provocando arrebatos místicos en las sacristías o, si esto parece poco, en algunas de las bellísimas cantatas de Juan Sebastián Bach.
La abundancia en el uso de estas frases es abrumadora, tanto en la vida ordinaria como en lo social. En este campo los burócratas son especialistas, usan la frase para evitar responsabilidades, trabajo, lo que sea, pero no se comparan con el arte que despliegan muchos políticos que, por norma general, nunca tienen nada que ver cuando son interrogados. Pero la expresión no está sola; una que la acompaña es «Yo no he visto nada», muy usual en quienes experimentan una profunda repugnancia a ser testigos de tiempo completo, sobre todo cuando han visto algo.
Tal vez haya otras muchas variantes de esta singular metáfora óptica; las indicadas sirven para acercarse al tema o a esta clase de declaraciones porque permiten explicar(se) el malestar que provocan en quienes no vacilan en «tener que ver». Estos, impregnados de viejas pero siempre acuciantes ideas de «compromiso», experimentan una fuerte sensación de incomodidad cuando escuchan tales formulaciones, les parece intolerable que haya quienes lo eluden refugiándose impunemente en el supuesto valor que residiría en una mecánica de la percepción: el que «no tiene nada que ver» parece estar expresando no sólo un subjetivismo radical, el viejo «esse est percipi», algo así como por qué me exigen que me haga cargo de lo que no he visto que, porque no lo he visto, seguramente no existe, sino también un desafío jurídico: «Pruébenme que yo he tenido algo que ver». Y, un paso más adelante, «Pruébenme que eso que tendría que haber visto es algo real y aberrante o terrible o condenable». ¿No será ése el tenor de la obstinación del obispo Williamson cuando sostiene que el nazismo no tuvo nada que ver con los hornos crematorios que, por otra parte, vaya uno, él, a saber si existieron?
De ahí, otro coletazo acerca de este particular tener y ver. Para el que sostiene que no tiene nada que ver, por ejemplo con el exterminio nazi -seis millones- o soviético -varios millones, no sé cuántos- o, para no ir tan lejos, con la más modesta dictadura argentina del ’76 al ’83 -sólo treinta mil, más o menos- habría que probarle, ante todo, que eliminar judíos y otros especímenes degradados era en sí mismo un mal, lo mismo que los trotskistas rusos o los guerrilleros argentinos; después, que si esa sana idea se ejecutó o no no le consta y, por último, por qué tenía que darse por enterado cuando tenía que ocuparse de sus propios y apremiantes asuntos.
Pareciera que el tema sólo concierne a individuos particulares, o sea que es del ámbito privado y personal, en una oposición entre el concepto de compromiso y la actitud de prescindencia; seguramente también lo es público, tanto que es más que probable que guíe políticas de Estado y que, propuesto como modo de interpretar conflictos, permita entender a qué se dirigen unas u otras. Así, una política distributiva tiene que ver con lo que falta o, mejor dicho, mira y ve; una política libremercadista, en cambio, no tiene nada que ver con lo que falta, salvo clientes, con los que quiere tener que ver y a los que mira y ve.
Un modo, pues, de interpretar o de juzgar actitudes o comportamientos que, en la presentación precedente parecen directos y nítidos: quien pretende que no tiene nada que ver lo dice y quien entiende que tiene que ver lo declara; aquél huye de todo juicio, éste lo asume y no hay demasiadas dudas, habiendo o no comprensión de una u otra actitud. Pero hay una variante nada desdeñable en el comercio declarativo, la de aquellos que dicen que tienen que ver pero que consiguen echar cortinas de humo de modo tal que, en realidad, terminan por tener todas las ventajas del no tener que ver. Balanceo muy parecido a la hipocresía como la de aquellos que, no nos es desconocido, declaran que simpatizan mucho con los pobres, que casi no tienen para comer, o sea que ven lo que tienen que ver, y al mismo tiempo tiran productos a las acequias para que no baje el precio respecto de lo cual proclaman que no tienen nada que ver.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-145489-2010-05-11.html