Los países de Europa del Este pasaron de la sumisa condición de satélites soviéticos a la de dóciles subordinados de Estados Unidos, sin un respiro de soberanía en el tránsito. Ello no significa que ya no existan tensiones entre grupos y tendencias que tratan de arrimar el modelo neoliberal de mercadismo a uno u otro […]
Los países de Europa del Este pasaron de la sumisa condición de satélites soviéticos a la de dóciles subordinados de Estados Unidos, sin un respiro de soberanía en el tránsito. Ello no significa que ya no existan tensiones entre grupos y tendencias que tratan de arrimar el modelo neoliberal de mercadismo a uno u otro extremo. Muchos sectores sociales han experimentado una aguda inconformidad con la pérdida de la seguridad social. Si bien el modelo soviético de socialismo, con su rígida centralización y su ríspido control de las comunicaciones y las artes, había llegado a un punto de insoportable saturación, el paso a la libre oferta y la demanda causó un extendido desempleo y un vertiginoso descenso del nivel de vida. Ello ha provocado no pocas protestas y altibajos electorales.
El último en sufrir estos desniveles ha sido Hungría donde numerosas manifestaciones contra el gobierno del Primer Ministro, Ferenc Gyurcsany, expresaron el descontento por haber mentido el funcionario, durante años, sobre la situación económica del país. El primer ministro socialista señaló los motivos que le llevaron a mentir a los ciudadanos: «Pensamos que el coraje para afrontar la reforma era más importante que las palabras». La popularidad del Gobierno ha caído, desde abril, de un 40% a un 25%. Los socialistas y los demócratas libres se han mantenido firmes junto a Gyurcsany y las protestas han sido alentadas por la embajada norteamericana.
Ahora leemos en un artículo de Viacheslav Titiokin, publicado en Sovietskaya Rossia y reproducido en Rebelión: «La oposición conservadora aspira a presentar batalla al gobernante Partido Socialista y por eso pretende obtener el mayor rédito posible de las declaraciones de Gyurcsany, para desmoralizar a sus partidarios y hacerse con el voto de los indecisos. De ahí, los continuos mítines frente al parlamento. Es evidente que tienen un tinte claramente preelectoral.
Y prosigue: «Cuando le quedaron las cosas claras al primer ministro (dando en la embajada de EE.UU. las correspondientes muestras de lealtad), la violencia en las calles de Budapest cesó, como si de una orden se tratara. Como se pudo ver más tarde, la mayor parte de la juventud amotinada, no estaba formada por activistas ultraderechistas, sino por grupos ultra de equipos de fútbol. Todo indica que estaríamos hablando de una acción realizada por encargo. Estaban comprados.»
Con una población de diez millones de habitantes y el 57 por ciento de sus tierras cultivadas ─lo cual lo convertía en el tercer país más explotado agrícolamente de Europa y el octavo en el mundo─, Hungría disfrutó, incluso bajo el régimen de socialismo tipo soviético, de una relativa prosperidad. Se llegó a denominarla, la vitrina del socialismo.
Janos Kadar aplicó una política que favoreció la conciliación nacional y el desarrollo económico, usando mecanismos de mercado, pero obviamente sus reformas no fueron suficientes para el apetito de cambios de los húngaros. Kadar auspició un incipiente desarrollo pero en la década del 80 se hizo evidente que el incremento de la deuda impediría seguir elevando el nivel de vida de los húngaros. Los rendimientos del producto nacional apenas alcanzaban para pagar los débitos.
El fantasma de un descontento generalizado, que podía conducir a una rebelión similar a la del 56, atemorizaba al socialismo real. La indispensable modernización de la planta productiva requería nuevas inversiones. Los reformistas veían claramente que el país se dirigía a un colapso. Para obtener las inversiones necesarias era fundamental volverse hacia Occidente y ese rumbo tenía un precio: concesiones a la derecha, guiños amistosos a la OTAN, abandono parcial de la política de beneficio social, privatizaciones, pluralismo y pérdida de la unidad nacional. Así se hizo.
Las causas de la sangrienta rebelión de 1956 fueron otras. Hasta 1949 duró la república burguesa y en ese año comenzó la construcción del socialismo mediante la unión de dos partidos: el comunista y el social demócrata. El nuevo Partido se propuso triplicar la producción de acero lo cual era una meta excesivamente elevada para sus fuerzas. Intentaron llevar la agricultura a un sistema de cooperativas en un breve lapso sin disponer de suficiente maquinaria. Las tensiones de la guerra fría los condujeron a armar un ejército desmesurado, lo cual imponía una carga económica onerosa.
Rakosi, el secretario general del Partido, no cesaba de repetir que el nivel de vida mejoraba, cuando todos constataban que se había deteriorado. No obstante, en tres años se terminó el desempleo, se expandió la cultura, se inició la industrialización y se dispuso por primera vez de un sistema de seguridad social. Por estos primeros resultados, y la esperanza de un mañana mejor, el pueblo soportaba los infortunios, que ya excedían a las conquistas. Después de la muerte de Stalin en 1953 comenzó a abrirse paso en el seno del Partido un grupo que pretendía abandonar el socialismo autoritario para pasar a uno de corte liberal. De esa pugna surgieron los disturbios de 1956.
En Hungría se confirma lo que está pasando en otros ex países socialistas, donde las masas añoran la política de beneficio social que les aportó el socialismo pero se entregan mansamente a las decoradas vidrieras de la sociedad de consumo y a la mansedumbre frente a Estados Unidos.