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La sacra justificación de la barbarie

Teología política y crímenes de lesa humanidad

Fuentes: La República

Recordará el lector la profusión de presagios apocalípticos que el llamado «mundo desarrollado», los centros financieros y las oligarquías locales vociferaban ante el avance de izquierdas y progresismos en Sudamérica. Además de catástrofes económicas se desataría una violencia desmadrada de consecuencias impredecibles y hasta exportables. Sería una guarida del terrorismo y el narcotráfico. Nada de […]

Recordará el lector la profusión de presagios apocalípticos que el llamado «mundo desarrollado», los centros financieros y las oligarquías locales vociferaban ante el avance de izquierdas y progresismos en Sudamérica. Además de catástrofes económicas se desataría una violencia desmadrada de consecuencias impredecibles y hasta exportables. Sería una guarida del terrorismo y el narcotráfico. Nada de eso ha ocurrido sino más bien su contrario. La región no sólo conoció un crecimiento económico sostenido y sin precedentes, aún en el contexto de una feroz crisis capitalista aunque con desigualdades notorias entre países, sino que, a excepción de Colombia, no se experimentan conflictos armados en su interior ni sus países participan de guerras o matanzas. El Institute for Economics and Peace´s (IEP´s), una organización sin fines de lucro que según su propia autodefinición intenta «cuantificar la paz y sus beneficios» publicó recientemente su extenso informe 2014 estudiando la situación en 162 países (puede bajarse de la página http://economicsandpeace.org/). No comparto en su totalidad la metodología utilizada en la definición de las variables ni la ponderación de los datos recolectados, particularmente cuando incluye a las propias luchas sociales y de clases, pero aún así arroja conclusiones comparativas contundentes entre buena parte de Sudamérica y algunos países de América Central con el resto del mundo. En un forzado corolario advierte que sólo 11 países del mundo adquieren el status de «completamente pacíficos», entre los que se encuentran tres sudamericanos, Brasil, Chile y Uruguay, dos centroamericanos Costa Rica y Panamá, sólo un europeo, Suiza, tres asiáticos, Japón, Qatar y Vietnam y dos africanos, Botswana y Mauricio. Sin embargo, luego de concluir que 500 millones de personas viven en riesgo por «inestabilidad y conflicto», reconoce que 200 millones de ellos padecen de extrema pobreza. Traduciéndolo en términos algo menos encubridores, podríamos afirmar que 200 millones de personas que viven en condiciones infrahumanas tienen una alta probabilidad de dejar de vivir, pero no en esas condiciones aludidas sino en un sentido más literal como consecuencia de algún tipo de masacre. Cuando considera la totalidad del continente americano, Canadá y Uruguay exhiben los mejores índices y a excepción de Colombia, toda Sudamérica le sigue con algunos centroamericanos. Otro tanto sucede con el sur de África. No casualmente, buena parte de ellos, son países que pudieron recuperarse de las más monstruosas formas de violencia estatal: diversas variantes del terrorismo de Estado con su desigualdad extrema ante la ley.

He dedicado muchos artículos a señalar las miserias, desigualdades de poder y obturaciones del régimen político liberal-fiduciario que regula y administra el desarrollo capitalista de nuestras sociedades, además de las estrictamente materiales del modo de producción. No pretendo revisar esas críticas ni dejar de proponer alternativas institucionales a sus limitaciones y expropiaciones de riquezas y poder. No creo que debamos cejar un ápice en los esfuerzos por reformas cada vez más radicales en nuestros países. Pero es evidente que con sólo comparar escenas varias de la semana que pasó, con sus degüellos, sus ejecuciones sumarias de «traidores», sus bombardeos de toda laya, sus inflamados discursos teologizados y amenazantes de vindicta, las -aún febles- garantías que rigen en nuestros países suenan a bálsamo ante la plena e ineludible inmersión en la tragedia y el horror de buena parte del mundo, tanto la que sufren sus víctimas cuanto las que infligen sus victimarios.

Es esa inmensa parte del globo que lejos de haber atenuado sus seculares pulsiones tanático-racistas las ha venido realimentando fácticamente en una espiral de odio demencial. No me refiero sólo al oriente próximo y mediano donde tienen lugar las mayores masacres actuales, sino también por ejemplo al estado de sitio que rige ahora en la ciudad estadounidense de Ferguson, Missouri y sus alrededores. Los Estados Unidos, luego de denodadas luchas de sus oprimidos y humillados por los derechos civiles, han contribuido a morigerar el nivel de violencia lingüística y algunos de sus caracteres racistas. Sólo que lo han incorporado impregnándose de la hipócrita práctica diplomática y sus insustancialidades que hoy llamamos «corrección política». Ya no se refieren a los afrodescendientes como «black people» o «nigger», sino como «afro-americans», sin que por ello haya desaparecido la costumbre de acribillarlos periódicamente a balazos particularmente si están desarmados, o la de nutrir las estadísticas de ejecuciones de muerte de esta fracción de la población. Es cada vez menos común el uso de la expresión «chicanos» sino más bien «latinos» para referirse a la inmigración mexicana, pero nada impide que una escritora solicite por TV el bombardeo de México, emulando las acciones israelíes en Gaza como represalia al desplazamiento de cierta población hacia sus fronteras, incluyendo miles de niños. Cualquier matiz étnico, allí es blanco de blancos. Como en el apogeo del apartheid, la abrumadora mayoría de la policía, las autoridades políticas y obviamente los propietarios, resultan ser los llamados «blancos» y deciden libre e impunemente sobre otros colores menos compuestos, a los que Newton llamó primarios.

Es difícil encontrar ejemplos históricos de tan convergentes producciones de causas y posterior represión brutal de las mismas una vez que escapan a su manipulación como en la joven historia de EEUU. Para no ir muy lejos en tal historia y tomar los ejemplos más groseros, debería recordarse, además de las represiones racistas, el apoyo a Sadam Hussein por su confrontación con Irán y su disputa petrolera sobre Kuwait, a Al Qaeda en su lucha contra la intervención rusa en Afganistán, a Kaddafy en Libia o al actual Estado Islámico (ISIS) por su combate al régimen sirio. Pero siempre hasta que, según recientes palabras de Obama, interpreten erróneamente los deseos de «Dios justo» y se organice una proporcionalmente justa cruzada que ponga la exégesis en su indiscutible orientación práctica. El salvajismo, el sacrificio de inocentes, el sadismo y la hybris, apelan a la teología como salvoconducto de impunidad a fin de velar la monstruosidad de sus propósitos y consolar las conciencias. Así como los clásicos del siglo XVIII entendieron que una disciplina como la economía debía rendir frutos para fundamentar y justificar el estado de cosas y la llamó economía política, hoy la mayoría de los criminales con poder apelan a una aún no oficializada teología política en sus discursos.

Entre la inalienable libertad de conciencia y culto que constituye un derecho de toda la humanidad y la teología política se interpone un abismo infranqueable. Así como Marx en su crítica concibió a aquella economía política como -dicho simplificadamente- ideología pura, la teología política no es otra cosa. Pero resta ahora revisar las consideraciones acerca de su potencia y materialidad. Cuando el nombre de algún Dios se invoca no ya para orientar una conducta individual e íntima sino social y política, estamos en los umbrales de alguna masacre, genocidio o limpieza étnica.

Hay una inmensa potencia -cuya activación y encadenamiento dista mucho de ser descubierta y que en nada mella la anteposición de la razón- en la invocación a lo inexistente. Pero no aludo aquí exclusivamente a una dimensión sobrenatural sino también en la más pedestre vecindad, a pesar de todas las invenciones clasificatorias tipológicas y su contribución a ideofobias. Porque la única raza es la humana y el único género es también el humano. Que las individualidades luego tengan inclinaciones diversas de culturas, creencias, deseos, erotismo u horizontes, muchos de ellos impredecibles, cruzados e innovadores, no desmiente la indiferencia esencial respecto a los matices. Sin embargo convivimos con crecientes expresiones de animadversión, desde la judeofobia a la homofobia, desde la islamofobia a la misoginia.

No son entonces inocentes las apelaciones a los dioses. A lo sumo pueden ser coyunturalmente inofensivas y rituales, pero sus pústulas siempre portan gérmenes de violencia, que cuando se efectiviza, también suelen tener sus liturgias mortuorias según quién resulte el verdugo del caso. Según las lecturas sagradas de cada fracción podrá ser la hoguera, el degüello, la crucifixión, la lapidación, el empalamiento, entre otros procedimientos, al menos en estas épocas para los casos mediáticos, aunque a fin de lograr una buena economía de recursos se aconseja apelar a la industrialización fordista del crimen mediante bombas y misiles para ocasiones de masas.

No estoy pretendiendo autonomizar a la teología política de la economía. No se me escapa que la mayoría -no todos- los países en los que impone su influjo son petroleros y las regiones en disputa cuentan con pozos abundantes de ese recurso. Sólo señalar que, como sostenía Feuerbach sobre el cristianismo, hay momentos históricos en los que la huella de la intervención humana en las motivaciones y adoraciones se difumina y extingue tanto como las estimulaciones originales de los conflictos adquiriendo luego autonomía propia para culminar sojuzgando a sus verdaderos protagonistas.

Creo imposible permanecer callado frente a esta tragedia cotidiana. Todo genocidio se mantiene gracias al silencio. De lo contrario, será Dios quien dirá.

Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.