Nos encontramos con una doble responsabilidad: la transmisión de una tradición amenazada por el conformismo, y la exploración de los contornos inciertos del futuro». En el transcurso de la última década (desde la desintegración de la Unión Soviética y la unificación alemana), algo se terminó. Pero ¿qué? ¿El «siglo corto» del que hablan los historiadores, […]
Nos encontramos con una doble responsabilidad: la transmisión de una tradición amenazada por el conformismo, y la exploración de los contornos inciertos del futuro».
En el transcurso de la última década (desde la desintegración de la Unión Soviética y la unificación alemana), algo se terminó. Pero ¿qué? ¿El «siglo corto» del que hablan los historiadores, iniciado con la Primera Guerra Mundial y terminado con la caída del Muro de Berlín? ¿El corto período que siguió a la Segunda Guerra Mundial, marcado por la bipolaridad de la Guerra Fría e ilustrado, en los centros imperialistas, por la acumulación y la regulación fordista? ¿O también un gran ciclo dentro de la historia del capitalismo y del movimiento obrero, abierto con el desarrollo capitalista de los años 1880, la expansión colonial, y el surgimiento del movimiento obrero moderno simbolizado por la formación de la IIª Internacional?
Los grandes enunciados estratégicos de los que aún somos hacedores datan en gran parte de este período de formación, anterior a la Primera Guerra Mundial: se trata del análisis del imperialismo (Hilferding, Bauer, Rosa Luxemburgo, Lenin, Parvus, Trotsky, Bujarin), de la cuestión nacional (Rosa Luxemburgo de nuevo, Lenin, Bauer, Ber Borokov, Pannekoek, Strasser), de las relaciones partidos-sindicatos y del parlamentarismo (Rosa Luxemburgo, Sorel, Jaurés, Nieuwenhuis, Lenin), de la estrategia y los caminos del poder (Bernstein, Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky). Estas controversias son tan constitutivas de nuestra historia como las de la dinámica conflictiva entre revolución y contrarrevolución inaugurada por la Guerra Mundial y la Revolución Rusa.
Más allá de las diferencias de orientación y de las opciones a menudo intensas, el movimiento obrero de esta época presentaba una unidad relativa y compartía una cultura común. Se trata, hoy en día, de saber qué queda de esta herencia, sin dueños ni manual de uso. En un editorial muy poco claro de la New Left Review, Perry Anderson estima que desde la Reforma el mundo nunca estuvo tan desprovisto de alternativas de cara al orden dominante. Charles-André Udry, con mayor precisión, constata que una de las características de la situación actual es la desaparición de un movimiento obrero internacional independiente. Estamos entonces en medio de una transición incierta, donde lo viejo agoniza sin ser abolido, y donde lo nuevo se esfuerza en surgir, atrapado entre un pasado no superado, por un lado, y por la necesidad cada vez más acuciante de un programa de trabajo autónomo, que permita orientarse en el mundo que emerge frente a nuestros ojos, por el otro. Debido al debilitamiento de las tradiciones del antiguo movimiento obrero es, en efecto, grande el peligro de resignarnos ante la mediocridad de nuestros interlocutores y contentarnos con algunas conquistas de eficacia comprobadamente polémica. Por cierto, la teoría vive de los debates y confrontaciones: siempre somos tributarios de sus defensores y sus adversarios. Pero esta dependencia es relativa.
Es fácil constatar que las grandes fuerzas políticas de la izquierda plural, el Partido Socialista, el Partido Comunista, los Verdes, son bastante poco estimulantes cuando se trata de abordar los problemas de fondo. Pero también hay que recordar que, a pesar de sus ingenuidades y a veces de sus excesos juveniles, los debates de la extrema izquierda de los años setenta eran mucho más enriquecedores.
Hemos iniciado entonces el peligroso tránsito de una época a la otra y nos encontramos en el medio del río, con el doble imperativo de no permitir la pérdida de la herencia y de estar dispuestos a recibir lo nuevo a inventar. Nos encontramos entonces comprometidos y con una doble responsabilidad: de transmisión de una tradición amenazada por el conformismo, y de exploración de los contornos inciertos del futuro. A riesgo de parecer chocante, me gustaría encarar esta terrible prueba con un espíritu que calificaría como de «dogmatismo abierto». «Dogmatismo», porque, aun si esa palabra tiene mala prensa (según el sentido común mediático, siempre vale más ser abierto que cerrado, light que pesado, flexible que rígido), en toda teoría, la resistencia a las ideas en boga tiene sus virtudes: el desafio a las impresiones versátiles y los efectos de modas exige plantar serias refutaciones antes de cambiar de paradigma. «Abierto», porque no se trata de conservar religiosamente un discurso doctrinario, sino de enriquecer y de transformar una visión del mundo ensayando prácticas necesariamente renovadas.
Propondría entonces, a modo de ejercicio, cinco teoremas de la resistencia a las ideas en boga cuya forma subraya deliberadamente el necesario trabajo por la negativa.
1. El imperialismo no se disuelve en la mundialización mercantil. 2. El comunismo no se disuelve en la caída del stalinismo. 3. La lucha de clases no se disuelve en a las identidades comunitarias. 4. La diferencia conflictiva no se disuelve en la diversidad ambivalente. 5. La política no se disuelve en la ética ni en la estética.
Frente a postulados indemostrables que requieren la aprobación del interlocutor, o de axiomas que apelan a la fuerza de la evidencia, los teoremas son proposiciones demostrables. Los escolios subrayan ciertas consecuencias de las mismas.
TEOREMA 1: El imperialismo no se disuelve en la mundialización mercantil.
El imperialismo es la forma política de la dominación que corresponde al desarrollo desigual y combinado de la acumulación capitalista. Este capitalismo moderno cambia de apariencia. No desaparece. Pasó, en el transcurso de los siglos pasados, por tres grandes etapas: la de las conquistas coloniales y de las ocupaciones territoriales (imperios coloniales francés y británico); la de la dominación del capital financiero o «estadio supremo del capitalismo» analizado por Hilferding y Lenin (fusión del capital industrial y bancario, exportación de capitales, importación de materias primas); después de la Segunda Guerra Mundial, la de la dominación compartida del mundo, de las independencias formales y del desarrollo dominado.(1)
La secuencia abierta por la Revolución Rusa finalizó. Una nueva fase de la mundialización imperial, que se reenlaza con las lógicas de la dominación financiera aparecidas antes de 1914, está a la orden del día. La hegemonía imperial se ejerce de ahora en delante de múltiples modos: por la dominación financiera y monetaria (que permite controlar los mecanismos del crédito), por la dominación científica y técnica (casi monopolio sobre las patentes), por el control de los recursos naturales (aprovisionamiento energético, control de las vías comerciales, patentado de los organismos vivos), por el ejercicio de una hegemonía cultural (reforzada por el desarrollo mediático desigual) y, en última instancia, por el ejercicio de la supremacía militar (ostensiblemente puesta en escena en las guerras del Golfo o de los Balcanes).(2)
Dentro de esta nueva configuración del imperialismo mundializado, la subordinación directa de los territorios se muestra secundaria con respecto al control de los mercados. De eso resulta un desarrollo muy desigual y muy mal combinado, nuevas relaciones de soberanía (mecanismo disciplinario de la deuda, dependencia energética, alimentaria, sanitaria, pactos militares), y una nueva división internacional del trabajo. Países que podían parecer, hacía veinte o treinta años, los menos mal iniciados en el camino del desarrollo anunciado, se encuentran de vuelta atrapados por la espiral del subdesarrollo. La Argentina volvió a ser un país principalmente exportador de materias primas (la soja se convirtió en su primer producto de exportación). Egipto, que se vanagloriaba en la época de Nasser de su soberanía recuperada (simbolizada por el canal de Suez), de sus éxitos en la alfabetización (proveyendo ingenieros y médicos para los países del Medio Oriente) y de comienzos de una industrialización industrializante (como Argelia bajo Boumedienne), se está convirtiendo en un paraíso para los operadores turísticos. De Argelia mejor ni hablar… Después de las dos crisis de la deuda (1982 y 1994) y la integración al NAFTA, México aparece, más que nunca, como el patio trasero del «coloso del Norte».
La metamorfosis de las relaciones de dominación y de dependencia se traduce especialmente a través de la transformación geoestratégica y tecnológica de las guerras. En la época de la Segunda Guerra Mundial, ya no era posible hablar de guerra en singular y de una sola línea de frentes, sino de varias guerras imbricadas unas con otras.(3) Con mayor razón, desde el fin de la Guerra Fría, las apuestas mezcladas de los conflictos impiden cualquier aproximación maniquea en términos de buenos y malos.
El «bibloquismo» implicaba una nefasta sumatoria simplificadora para delimitar el propio dominio, siguiendo una pobre lógica binaria de la guerra. Todos los conflictos recientes, abordados dentro de la combinación singular de sus apuestas y de sus contradicciones múltiples, nos ilustran acerca de la imposibilidad de ir más allá de una respuesta única que expresaría el punto de vista de un dios que todo lo ve (o de una Internacional concebida como su encarnación laicizada). Si la lógica de guerra depende de una comprensión común, de uno y otro lado de las líneas de fuego, esta comprensión cae a causa de orientaciones prácticas diferenciadas, según la situación concreta de cada protagonista.
En el momento de la Guerra de las Malvinas, la oposición a la expedición imperial de la Inglaterra de Thatcher no obligaba de ninguna manera a los revolucionarios argentinos a apoyar la fuga hacia delante de sus dictadores militares. En el conflicto entre Irán e Irak, el derrotismo revolucionario se imponía frente a esas dos formas de despotismo. En la Guerra del Golfo, la oposición internacional a la operación «Tormenta del Desierto» no implicaba sostén alguno al régimen despótico de Saddam Hussein. Mucho más claro todavía, frente a la intervención de la OTAN en los Balcanes, una comprensión común de la situación debía conducir a la vez a París, Londres, Nueva York o Roma a oponerse a los bombardeos, a apoyar a los jóvenes desertores serbios y a la resistencia armada de los kosovares en su derecho a la autodeterminación.
La mundialización provoca también consecuencias en la estructura de los conflictos. No estamos más en la era de las guerras de liberación y de oposiciones relativamente simples entre dominadores y dominados. De ello resulta un entrecruzamiento de los intereses y una rápida reversibilidad de las posiciones. Es una razón evidente para hacer un balance pormenorizado y extraer algunas lecciones de las dudas, de los errores (a veces), y de las dificultades que pudimos encontrar para situarnos dentro de los conflictos de los últimos años.
Tanto más puesto que el nuevo discurso de la guerra imperial tiende a reemplazar la retórica de la «guerra justa» por el imperativo categórico de una guerra santa, donde el veredicto del Juicio final sería sustituido por el de una Humanidad con mayúscula ventrílocua. Es la lógica misma de la cruzada «ética» predicada por Tony Blair, Bernard Henri Lévy, o Daniel Cohn Bendit: la confusión de la moral con el derecho, como la desaparición de la política entre las fatalidades de un mercado autómata y las «obligaciones ilimitadas» de una ética de la dominación imperial. Si es cierto que «el arma es la esencia de los combatientes», esta guerra nueva, donde el riesgo de morir no es recíproco, tan abrumadora es la supremacía de la tecnología, donde la diferencia entre combatientes y civiles se borra bajo los rayos del castigo aéreo, anuncia barbaridades inéditas. Todavía no poseemos las claves de la morfogénesis del universo político estratégico que ha comenzado.
COROLARIO 1.1: LA SOBERANÍA DEMOCRÁTICA NO SE DISUELVE EN LA HUMANIDAD CON MAYÚSCULA. Hubo un tiempo cuando algunos pretendían administrar la Justicia en nombre de la Historia con mayúscula. Otros (a veces los mismos) pretenden hoy administrarla en nombre de la Humanidad con mayúscula. ¿De dónde se arrogan el derecho de hablar y de juzgar en su nombre? La humanidad no es una sustancia de la que podamos apropiarnos, sino un devenir, una construcción, un proceso de humanización que se desarrolla a través del derecho, las costumbres, las instituciones, en una larga tarea de unificación de las multiplicidades humanas. Entre tanto, invocar una legitimidad humanitaria sirve a veces de máscara a los intereses del poder imperial. En ese sentido, Alain Madelin pudo proclamar con franqueza que la operación Fuerza Aliada «marca el ocaso de una concepción determinada de la política, del Estado y del Derecho»: «A partir de ahora, el único soberano absoluto, es el hombre.»
Pero, ¿de qué hombre se trata? ¿De un hombre abstracto, sin atributos, sin historia, sin pertenencias sociales? El derecho del más débil así reivindicado aparece extremadamente idéntico a la moral del más fuerte. Dentro del proceso de mundialización desigual, justifica la injerencia del fuerte en el débil y la negación unilateral de las soberanías democráticas.
COROLARIO 1.2: EL DERECHO INTERNACIONAL NO SE DISUELVE EN LA ÉTICA HUMANITARIA. Aún cuando la función de los Estados Nación tal como se constituyó en el siglo XIX está sin lugar a dudas transformada y debilitada, la era del derecho internacional interestatal no está sin embargo permitida. Paradójicamente, Europa ha visto, en estos diez últimos años, surgir más de diez nuevos estados formalmente soberanos y trazarse más de quince mil kilómetros de fronteras nuevas. La reivindicación del derecho a la autodeterminación para los bosnios, los kosovares o los chechenos, queda a todas luces, como una reivindicación de soberanía. Es esta contradicción la que tiende a hacer olvidar la noción peyorativa de «soberanismo» bajo la cual se confunden nacionalismos y chauvinismos nauseabundos con la aspiración democrática legítima a tener una soberanía política que ofrezca resistencia a la pura competencia de todos contra todos.
El derecho internacional todavía está llamado a encaminarse en forma duradera sobre sus dos pilares o a conjugar dos legitimidades: aquella, emergente, de los derechos universales del hombre y del ciudadano (de los cuales, ciertas instituciones como la Corte Penal Internacional constituyen cristalizaciones parciales); y la de las relaciones interestatales (cuyo principio se remonta al discurso kantiano acerca de la «paz perpetua»), sobre los cuales reposan instituciones tales como la Organización de las Naciones Unidas. Sin atribuir a la ONU virtudes que no tiene (y sin olvidar el balance desastroso de su actuación en Bosnia, Somalia o Ruanda), hay que constatar que uno de los fines perseguidos por las potencias comprometidas en la operación Fuerza Aliada era modificar la arquitectura del nuevo orden imperial en beneficio de nuevos pilares que son la OTAN (cuya misión ha sido redefinida y ampliada durante la cumbre por su cincuentenario en Washington) y la Organización Mundial del Comercio.
Heredera de las relaciones de fuerzas surgidas de la Segunda Guerra Mundial, sin ninguna duda, la ONU debe ser reformada y democratizada (el antiparlamentarismo no impide proponer a escala nacional reformas democráticas del modo de escrutinio como la proporcionalidad y la feminización), en beneficio de la Asamblea General y contra el club cerrado del Consejo Permanente de Seguridad. No para pretender conferirle una legitimidad legislativa internacional, sino para actuar de manera que una representación por cierto imperfecta de la «comunidad internacional» refleje la diversidad de los intereses y de los puntos de vista (como lo ilustró, en abril, la toma de posición de los 77 contra el uso unilateral del «derecho de injerencia»). De la misma manera, es urgente desarrollar una reflexión acerca, de las instituciones políticas europeas y acerca de las instituciones judiciales internacionales como el Tribunal de La Haya, los tribunales penales de excepción y la futura Corte Penal Internacional.
ESCOLIO. Actualizar la noción de imperialismo no solamente desde el punto de vista de las relaciones de dominación económica (evidentes), sino como sistema global de dominación (tecnológica, ecológica, militar, geoestratégica, institucional) es de capital importancia, precisamente cuando cabezas que parecían bien amuebladas consideran que esta categoría se volvió obsoleta con el derrumbe de su doble burocrático en el Este, y que el mundo se organiza, de ahora en adelante, en torno a una oposición entre democracias sin adjetivos (dicho de otra manera, occidentales) y barbarie.
Mary Kaldor, quien fue, al comienzo de los años ochenta, conjuntamente con E. P. Thompson, una de las impulsoras de la campaña por el desarme nuclear contra el «exterminismo» y el despliegue de los pershing, afirma hoy que «la distinción característica de la era westfaliana entre paz interior y guerra exterior, ley doméstica ordenada y anarquía internacional, se acabó con la Guerra Fría.» Habríamos entrado, a partir de ahora, en una era de «progreso regular hacia un régimen legal global». Es lo que algunos llaman, sin temor a la contradicción en los términos, un «imperialismo ético» y la misma Mary Kaldor, «un imperialismo benigno». Al denunciar «el antiimperialismo pavloviano» de los opositores de la intervención de la OTAN en los Balcanes, Alain Brossat está en la misma línea. Más generalmente, la campaña mediática orquestada en esta ocasión se nutrió de un efecto zoom, de focalización de lo minúsculo, respecto del sufrimiento inmediato (real e intolerable) de los kosovares para eclipsar la profundidad de perspectiva histórica y el contexto internacional, reduciendo de esa manera el acontecimiento a un presente sin raíces y el discurso a una interpelación ética despolitizada.
La negación de la relación de dominación imperial es, en efecto, la condición ideológica que permite modificar los enunciados del conflicto y de reorganizar la visión del mundo alrededor de una oposición entre el Bien (Occidente, las democracias, la civilización) y el Mal (el totalitarismo, los «estados delincuentes» tan caros a la retórica norteamericana, la barbarie). Toda intervención militar está entonces justificada de entrada como defensa de la civilización y expedición puramente punitiva contra los delincuentes internacionales o los terroristas (anteayer Panamá, ayer el Golfo, mañana ¿Colombia?).
TEOREMA 2: EL COMUNISMO (CUALQUIERA SEA LA PALABRA CON LA QUE SE LO DEFINA) NO SE DISUELVE EN LA CAÍDA DEL STALINISMO.
La ideología de la contrarreforma liberal, así como se esfuerza en disolver el imperialismo a la competencia leal de la mundialización mercantil, pretende disolver el comunismo en el stalinismo. El despotismo burocrático sería entonces el simple desarrollo lógico de la aventura revolucionaria, y Stalin el hijo legítimo de Lenin o Marx. Según esta genealogía del concepto, la idea conduce al mundo. El desarrollo histórico y el desastre oscuro del stalinismo se encontrarían ya en potencia en las nociones de la dictadura del proletariado o del partido de vanguardia.
Una teoría social nunca es más que una interpretación crítica de una época. Si se deben buscar las lagunas y las debilidades que la hicieron perder fuerza frente a las evidencias, por cierto aleatorias, de la historia, no se podría juzgar esa teoría según los criterios anacrónicos de otra época. De esta manera, las contradicciones de la democracia, heredadas de la Revolución Francesa, lo impensado del pluralismo organizado, su confusión del pueblo, del partido del Estado, la fusión decretada de lo social y lo político, la ceguera frente al peligro burocrático (subestimado en relación con el peligro principal de la restauración capitalista), habrán sido propicias a la contrarrevolución burocrática en la Rusia de los treinta.
Hay en este proceso termidoriano, elementos de continuidad y de discontinuidad. Sujeta a un número indeterminado de controversias, la dificultad para fechar con precisión el triunfo de la reacción burocrática remite a la asimetría entre revolución y contrarrevolución. La contrarrevolución no es en efecto el hecho inverso o la imagen invertida de la revolución, una especie de revolución al revés. Como muy bien lo dice Joseph de Maistre (quien sabía de eso) a propósito del Termidor de la Revolución Francesa, la contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de una revolución. Ella depende de una temporalidad propia donde las rupturas se acumulan y se complementan.
Si Trotsky remonta a la muerte de Lenin el comienzo de la reacción termidoriana, él mismo estima que la contrarrevolución no se consumó sino al comienzo de los años treinta, con la victoria del nazismo en Alemania, el proceso de Moscú, las grandes purgas y el año terrible de 1937. En su análisis de Los Orígenes del Totalitarismo, Hannah Arendt establece una cronología parecida, que fecha en 1933 o 1934 el advenimiento del totalitarismo burocrático propiamente dicho. Trabajos historiográficos más recientes, como los de Mikhail Gueíter, basados en la experiencia personal y la apertura de los archivos soviéticos llegan, aunque con otras categorías, a conclusiones en el mismo sentido. En Russia, URSS, Russia, Moshe Lewin saca a la luz la explosión cuantitativa del aparato burocrático del Estado a partir del fin de los años veinte. En los años treinta, la represión contra el movimiento popular cambia de escala. No es la simple prolongación de lo que prefiguraban las prácticas de la Tcheka o la cárcel política de las Solovki, sino un salto cualitativo por el cual la burocracia de Estado destruye y devora al partido que había creído poder controlarla.
La discontinuidad demostrada por esta contrarrevolución burocrática es capital desde un triple punto de vista. En cuanto al pasado: la inteligibilidad de la historia que no es un relato delirante contado por un loco, sino el resultado de fenómenos sociales, de conflictos de intereses de salida incierta, de acontecimientos decisivos donde no solamente lo conceptual, sino las masas están en juego. Respecto del presente: las consecuencias en cadena de la contrarrevolución stalinista contaminaron toda una época y pervirtieron por largo tiempo al movimiento obrero internacional. Muchas paradojas y callejones sin salida del presente (comenzando por las crisis recurrentes de los Balcanes) no son entendibles sin la comprensión histórica del stalinismo. Finalmente, respecto del futuro: las consecuencias de esta contrarrevolución, donde el peligro burocrático se revela en su dimensión inédita, pesarán todavía durante un largo tiempo sobre los hombres de las nuevas generaciones. Como lo escribe Eric Hobsbawm, «no se podría comprender la historia del corto siglo veinte sin la Revolución Rusa y sus efectos directos e indirectos».
COROLARIO 2.1: La democracia socialista no puede ser subsumida al estatismo democrático. Hacer aparecer a la contrarrevolución stalinista como consecuencia de los vicios originales de «leninismo» (noción forjada por Zinoviev en el Vº Congreso de la Internacional Comunista, después de la muerte de Lenin, para legitimar la nueva ortodoxia de la razón de Estado) no es solo históricamente errado, es también peligroso para el futuro. Sería entonces suficiente haber comprendido y corregido los errores para prevenir los «vicios profesionales del poder» y garantizar una sociedad transparente.
Si se renuncia al espejismo de la abundancia esa es la lección necesaria de esta desastrosa experiencia que dispensaría a la sociedad de las elecciones y los arbitrajes (si las necesidades son históricas, la noción de abundancia es fuertemente relativa); si se abandona la hipótesis de una transparencia democrática absoluta, fundada sobre la homogeneidad del pueblo (o del proletariado liberado) y la abolición rápida del Estado; si, finalmente, se sacan todas consecuencias de «la discordancia de los tiempos» (las elecciones económicas, ecológicas, jurídicas, las costumbres, las mentalidades, el arte identifican temporalidades distintas; las contradicciones de género y de generación no se resuelven de la misma manera y al mismo ritmo que las contradicciones de clase), entonces se debe concluir que la hipótesis del debilitamiento del Estado y del derecho, en tanto esferas separadas, no significa su abolición decretada, so pena de ver estatizarse la sociedad y no socializarse el poder.
Pues la burocracia no es la consecuencia molesta de una idea falsa, sino un fenómeno social. Por cierto revistió una forma particular dentro de la acumulación primitiva en Rusia o en China, pero tiene raíces en la escasez y en la división del trabajo. Se manifiesta en diversas formas y en distintos grados de manera universal.
Esta terrible lección histórica debe conducir a la profundización de las consecuencias programáticas extraídas a partir de 1979 con el documento de la IVª Internacional, Democracia socialista y dictadura del proletariado, que se refieren específicamente al pluralismo político de principio, la independencia y la autonomía de los movimientos sociales con respecto al Estado y a los partidos, la cultura del derecho y la separación de poderes. La noción de «dictadura del proletariado», evoca, dentro del vocabulario político del siglo XIX, una institución legal: el poder de excepción temporal designado por el Senado romano antinómico de la tiranía, que es entonces el nombre del poder arbitrario.(4) Está sin embargo demasiado cargada de ambigüedades iniciales y asociada en adelante a experiencias históricas demasiado urticantes como para ser usada todavía. Esta constatación no podría sin embargo dispensarnos de replantear la cuestión de la democracia mayoritaria, de la relación entre lo social y lo político, de las condiciones de debilitamiento de la dominación a la que la dictadura del proletariado, bajo la forma «finalmente encontrada» de la Comuna de París, parecía haber dado una respuesta.
ESCOLIO 2.1. La idea de que el stalinismo es algo así como una contrarrevolución burocrática, y no una simple evolución más o menos irreversible del régimen surgido de Octubre, está lejos de contar con el consenso general. Todo lo contrario: contra reformadores liberales y stalinistas arrepentidos se oponen, coinciden en ver en la reacción stalinista la prolongación legítima de la revolución bolchevique. Es en efecto la conclusión a la que llegan los «renovadores» post stalinistas cuando se obstinan en pensar al stalinismo principalmente como una «desviación teórica» y no como una formidable reacción social. Ya era el caso de Althusser, en su Respuesta a John Lewis que hacía del stalinismo una desviación economicista. A causa de su formalismo en fidelidad al hecho comunista inicial, Alain Badiou sigue siendo incapaz de producir un análisis histórico del porqué y del cómo las «secuencias» inauguradas por Octubre o por la revolución china pudieron interrumpirse. Roger Martelli ve por lo pronto en el stalinismo una mutación de la forma partido. Por no dimensionar su rol contrarrevolucionario, Alain Badiou termina situando el «apogeo del comunismo»… ¡después de 1945! En cuanto a Lucien Séve, él estima que la etapa «socialista», concebida como etapa previa a la sociedad comunista se apartaba de ella en lugar de acercarse, bajo las formas de estado gemelas, socialdemócrata y stalinista. Esta última consideración podría proveer material para un debate profundo a condición de articular esta crítica, formal y abstracta en Commencer par les fins, a los debates históricos y estratégicos del período de entreguerras acerca de la revolución permanente y el socialismo en un solo país, no solamente a partir de Trotsky sino también de Gramsci o de Mariátegui.(5) Una vez más, el acento puesto sobre un «error» teórico, desligado de los procesos históricos y sociales de burocratización, sugiere que sería suficiente corregir dicho error para conjurar el peligro burocrático.
El método de la «desviación teórica», al perpetuar el paréntesis en el análisis político de la contrarrevolución burocrática, se compromete en una búsqueda del pecado teórico original y trae como consecuencia una liquidación recurrente no solamente del «leninismo», sino, en gran medida, del marxismo revolucionario o de la herencia del iluminismo: de culpar a Lenin, se pasa rápidamente a culpar a Marx… ¡o de culpar a Rousseau! Si, como escribe Martelli, el stalinismo es primero el fruto de un «desconocimiento», bastaría con una mejor lucidez teórica para prevenir los vicios profesionales del poder burocrático.(6) Sería demasiado, excesivamente simple.
ESCOLIO 2.2. La publicación francesa de Historia del Siglo XX de Eric Hobsbawm fue bienvenida por la izquierda como una obra con salud intelectual, como réplica a la historiografía furetista y a la judicialización histórica al estilo de Stephane Courtois. Esta bien merecida recepción, a menudo teñida de alivio, sin embargo corre el riesgo de dejar sin aclarar la parte sumamente problemática de Historia del Siglo XX. Hobsbawm no niega, por cierto, la responsabilidad de los sepultureros termidorianos, pero la minimiza, como si lo que sucedió hubiera tenido que suceder en virtud de las leyes objetivas de la historia. Apenas vislumbra lo que se hubiera podido hacer de diferente.
Y así llega Hobsbawm a lo que él considera como la paradoja de este extraño siglo: «El resultado más perdurable de la Revolución de Octubre fue salvar a su adversario en la guerra como en la paz, incitándolo a reformarse.(7) Como si se tratara allí de un desarrollo natural de la revolución y no del resultado no fatal de formidables conflictos sociales y políticos, de los cuales ¡la contrarrevolución stalinista no es el menor! La objetivación de la historia que sobrevino llega a la lógica conclusión de considerar que, en 1920, «los bolcheviques cometieron un error, que al mirarlo retrospectivamente, parece capital: la división del movimiento obrero internacional».(8) Si las circunstancias en las cuales fueron adoptadas y aplicadas las veintiuna condiciones de adhesión a la Internacional Comunista exigen un examen crítico, no pudiésemos sin embargo imputar lo divino del movimiento obrero internacional a una voluntad ideológica o a un error doctrinario, sino al choque fundacional de la revolución y a la línea divisoria de aguas entre los que asumieron su defensa (crítica como Rosa Luxemburgo) y los que se asociaron poco o nada a la santa alianza imperialista. El historicismo de Hobsbawm surge de la misma problemática que lleva a algunos, en Francia a proyectar, convencidos, «un congreso de Tours al revés».
Si el período de entreguerras significa para él una «guerra civil ideológica a escala internacional», no enfrenta las clases fundamentales, el capital y la revolución social, sino valores: progreso y reacción, antifascismo y fascismo. Se trata en consecuencia de reagrupar «un extraordinario abanico de fuerzas».
Dentro de esta perspectiva queda poco espacio para un balance crítico de la revolución alemana, de la revolución china de 1926/27, de la guerra civil española y de los frentes populares.
Al no analizar desde lo social la contrarrevolución stalinista, Hobsbawm se contenta con constatar que, a partir de los años veinte, «cuando se asentó la polvareda de las batallas, el antiguo imperio ortodoxo de los zares resurgió intacto, en lo esencial, pero bajo la autoridad de los bocheviques.» Por el contrario, no es sino en 1956, con el aplastamiento de la revolución húngara, que «la tradición de la revolución social se agotó» y que «la desintegración del movimiento internacional que le era fiel» constituye la prueba de la «extinción de la revolución mundial» como la de un fuego que se apaga solo. En resumidas cuentas ¡»es sobretodo por la organización que el bolchevismo de Lenin habrá cambiado el mundo». Con esta frase fúnebre se sustrae otra vez una crítica seria de la burocracia, simplemente considerada de paso, como un «inconveniente» de la economía planificada fundada en la propiedad social ¡como si esta propiedad fuera realmente social y como si la burocracia fuera un gasto pequeño y lamentable en lugar de considerarlo un peligro político contrarrevolucionario!
El trabajo de Hobsbawm se sitúa de esta manera en la perspectiva de una «historia historiadora», más que de una historia crítica o estratégica capaz de descubrir las opciones posibles en las grandes bifurcaciones de los hechos.
En Trotsky vivant, Fierre Naville subraya muy fuertemente el alcance de este sesgo metodológico: «Los defensores del hecho consumado, quienesquiera que fuesen, tienen una visión más corta que los hombres políticos. El marxismo activo y militante predispone a una óptica a menudo contraria a la de la historia.» Lo que Trotsky llamaba «prognosis», recuerda Naville, se parece más a la anticipación profética que a la predicción o al pronóstico. Los mismos historiadores, que encuentran natural el sentido del hecho cuando el movimiento revolucionario va viento en popa, le buscan inconvenientes cuando las cosas se complican y se hace necesario saber remar contra la corriente. Les cuesta muchísimo concebir el imperativo político de «esbozar la historia a contrapelo» (según la fórmula de Walter Benjamín). «Esto da a la historia, comenta Naville, la posibilidad de desplegar su sabiduría retrospectiva, enumerando y catalogando los hechos, las omisiones, los desaciertos. Pero, lamentablemente, estos historiadores se abstienen de indicar la vía correcta que habría permitido conducir a un moderado a la victoria revolucionaria, o, al contrario, indicar una política revolucionaria razonable y victoriosa dentro de un período termidoriano.
ESCOLIO 2.3. Sería útil algo que poco hizo nuestro movimiento: llevar una discusión más profunda acerca de la noción de totalitarismo en general (de sus relaciones con la época del imperialismo moderno), y sobre la del totalitarismo burocrático en particular. Nos sorprendemos, en efecto, cuando releemos las obras de Trotsky, por el uso frecuente de esta categoría, con la cual, en Stalin, acuña magistralmente la máxima («¡la sociedad soy yo!») sin dar precisión a su status teórico. El concepto podría considerarse muy útil para pensar a la vez ciertas tendencias contemporáneas (pulverización de las clases en masas, etnización y deterioro tendencial de la política) analizadas por Hannah Arendt en su trilogía sobre los orígenes del totalitarismo, y la forma particular que ellas pudieron mostrar en el caso del totalitarismo burocrático. Esto permitiría también que un uso vulgar y demasiado flexible de esta noción útil sirviera para legitimar ideológicamente la oposición entre democracia (sin calificativos ni adjetivos, en consecuencia burguesa, realmente existente) y totalitarismo como la única causa pertinente de nuestro tiempo.
ESCOLIO 2.4. Insistir en la noción de contrarrevolución burocrática no implica de ninguna manera cerrarse a un debate más pormenorizado sobre el balance de las revoluciones en el siglo. Se trata, al contrario, de retomarlo desde una perspectiva renovada gracias a un replanteamiento crítico mejorado.(9) Los diferentes intentos de elucidación teórica (teoría del capitalismo de Estado, de Mattick a Tony Cliff, de la nueva clase explotadora, de Rizzi a Burnham o Castoriadis, o del Estado obrero degenerado de Trotsky a Mandel), si pudieron tener consecuencias importantes en términos de orientaciones prácticas, son todas compatibles, mediante correcciones, con el diagnóstico de una contrarrevolución stalinista. Si Catherine Samary nos propone hoy la idea de que la lucha contra la nomenclatura en el poder exigía una nueva revolución social y no solamente una revolución política, no se trata, sin embargo, de una simple modificación terminológica. Según la tesis de Trotsky, enriquecida por Mandel, la contradicción principal de la sociedad de transición se situaba entre la forma socializada de la economía planificada y las normas burguesas de distribución en el origen de los privilegios y del parasitismo burocrático. La «revolución política» consistía entonces en ubicar la superestructura política conforme con la infraestructura social adquirida. Es olvidar, subraya Antoine Artous, que «en las sociedades post capitalistas [no solamente en esas sociedades que más valdría no calificar de «post», como si ellas vinieran cronológicamente después del capitalismo, cuando, en realidad, están determinadas por las contradicciones de la acumulación capitalista mundial. D.B.], el Estado es parte integral en el sentido en que juega un rol determinante en la estructuración de las relaciones de producción; y es por este sesgo que, más allá de la forma salarial común, la burocracia, grupo social del Estado, puede encontrarse al interior de las relaciones de explotación con los productores directos».
La continuación de este debate debería llamar la atención sobre las confusiones teóricas ligadas a la caracterización de fenómenos políticos en términos directamente sociológicos, en detrimento de la especificidad del campo y de las categorías políticas. Muchos equívocos atribuidos a la categoría «de Estado obrero», aunque fuera espurio, surgen de allí. Es probablemente también el caso de la noción de «partido obrero», que tiende a referir la función de una fuerza política en un juego de oposiciones y de alianzas, a una «naturaleza» social profunda.
TEOREMA 3: LA LUCHA DE CLASES NO SE DISUELVE EN LAS IDENTIDADES COMUNITARIAS.
Durante un tiempo demasiado largo, el marxismo llamado «ortodoxo» atribuyó al proletariado una misión según la cual su conciencia al reunirse con su esencia, volviéndose en suma lo que él es, sería el redentor de la humanidad entera. Las desilusiones del día siguiente son, para muchos, proporcionales a las ilusiones de la víspera: por no haberse transformado en un «todo», este proletariado sería, a partir de ese momento, reducido a menos que nada.
Conviene comenzar recordando que la concepción de la lucha de clases en Marx no tiene mucho que ver con la sociología universitaria. Si prácticamente no se encuentra en él un enfoque estadístico de la cuestión, no es principalmente en razón del estado embrionario de la disciplina en ese momento (el primer Congreso Internacional de Estadística data de 1854), sino por una razón teórica más fundamental: la lucha de clases es un conflicto inherente a la relación de explotación capital/trabajo que rige la acumulación capitalista y resulta de la separación entre productores y medios de producción. No se encuentra entonces en Marx ninguna definición clasificatoria, normativa y reductora de las clases, sino una concepción dinámica de su antagonismo estructural, a nivel de la producción, de la circulación como de la reproducción del capital: en efecto, las clases jamás son definidas solamente a nivel del proceso de producción (del cara a cara entre trabajador y patronal en la empresa), sino determinadas por la reproducción del conjunto donde entran en juego la lucha por el salario, la división del trabajo, las relaciones con los aparatos del Estado y con el mercado mundial. De eso resulta claramente que el proletariado no está definido por el carácter productivo del trabajo que aparece notoriamente en el Libro II del Capital, con respecto al proceso de circulación. En sus aspectos centrales, estas cuestiones fueron tratadas y discutidas ampliamente en los años setenta, en clara oposición a las tesis entonces defendidas tanto por el Partido Comunista en su tratado sobre El capitalismo monopolista de Estado, como inversamente por Poulantzas o por Baudelot y Establer.(10)
Marx habla generalmente de los proletarios. En general, en el siglo XIX, se hablaba de las clases trabajadoras en plural. Los términos en alemán, Arbeiterklasse, e inglés, working class, se mantenían bastante generales, mientras que el término classe ouvriere, corriente en el vocabulario político francés, conlleva una connotación sociológica restrictiva propicia a los equívocos: remite al proletariado industrial moderno, excluyendo al asalariado de los servicios y del comercio, aunque éste sufre condiciones de explotación análogas, desde el punto de vista de su relación con la propiedad privada de los medios de producción, de su ubicación en de la división del trabajo, o más aún de la condición asalariada y del monto de su remuneración.
Michel Cahen opina con razón que, a pesar de haber aparentemente perdido actualidad, el término proletariado sea quizás teóricamente preferible al de clase obrera. En las sociedades desarrolladas representa efectivamente entre dos tercios y cuatro quintos de la población activa. La cuestión interesante no es la de su desaparición anunciada, sino la de sus metamorfosis sociales y de sus representaciones políticas, dando por entendido que su vertiente industrial propiamente dicha, aun cuando conoció un descenso efectivo en el transcurso de los últimos veinte años (de 35% a 26% más o menos de la población activa), todavía está lejos de la extinción. Así lo remarcan Beaud y Pialoux en su estudio sobre Mont béliard.(11). Más bien «se había vuelto invisible», y las ciencias sociales universitarias no dejan de tener responsabilidad en este ocultamiento.
Por el contrario, es significativo que Boltanski y Chiapello retornen hoy a un análisis crítico del capitalismo contemporáneo, recolocando en el corazón de sus contradicciones el lazo orgánico entre explotación y exclusión. Además, el endurecimiento de las relaciones de clase hay que encararlas desde una perspectiva internacional. Entonces se hace evidente lo que Michel Cohén llama «la proletarización del mundo». Mientras que en 1900, sumaban alrededor de 50 millones los trabajadores asalariados de una población global de 1000 millones, hoy en día son alrededor de 2000 sobre 6000 millones.
La cuestión es entonces de orden teórico, cultural y específicamente político más que estrictamente sociológico. La noción de clases es en sí misma el resultado de un proceso de formación (cf. E. P. Thompson. La formación de la clase obrera inglesa), de luchas y de organización, en el curso del cual se constituye la conciencia de un concepto teórico y de una auto-determinación nacida de la lucha: el sentimiento de pertenencia de clase es tanto el resultado de un proceso político de formación como de una determinación sociológica. El debilitamiento de esta conciencia, ¿significa entonces recíprocamente la desaparición de las clases y de sus luchas? Este debilitamiento, ¿es coyuntural (vinculado a los flujos y reflujos de la lucha) o estructural (como resultado de los nuevos procedimientos de dominación, no solo sociales sino también culturales e ideológicos, de lo que Michel Surya llama «el capitalismo absoluto»), siendo los discursos de la posmodernidad su expresión ideológica? En otras palabras, si la efectividad de la lucha de clases está ampliamente verificada en lo cotidiano, ¿la fragmentación y el individualismo posmodernos permiten todavía concebir el renacimiento de colectividades solidarias?
La generalización del fetichismo mercantil y de la alineación consumista, el frenesí por lo efímero e inmediato, ¿permiten que renazcan proyectos duraderos, más allá de momentos de fusión intensa sin porvenir?
Diversas corrientes de la sociología crítica insisten, dentro de este contexto, en la dimensión constructivista de la noción de clase. Pero el constructivismo es una denominación amplia. Si se trata de decir que toda noción teórica es una elaboración (ningún concepto, comenzando por el de perro, es el puro reflejo de una sustancia), es una banalidad. Si se trata de decir que todo concepto es una pura convención de lenguaje y el efecto de relaciones de fuerzas dentro del campo teórico, sin tener que rendir cuentas a la realidad, es lisa y llanamente una recaída en el idealismo mal concebido. En ese caso extremo, habría una paradoja constructivista: si la lucha de clases fuera antes que nada un efecto de lenguaje, eso sería una razón más para estructurar la representación del mundo en términos de clase contra sus representaciones en términos de enfrentamientos raciales, étnicos o confesionales. En efecto, desdibujar la lucha de clases (especialmente en su dimensión internacionalista) y la crisis de las legitimidades nacionales alimentan en los tumultos de la mundialización mercantil, una reformulación racial o religiosa de los conflictos comunitarios. Lejos de reducirse a un cambio tardío propio del totalitarismo burocrático disociado de sus elementos constitutivos, los impulsos purificadores en marcha en los Balcanes se inscriben dentro de una tendencia planetaria mucho más general e inquietante pero de un forma diferente a la que imaginan las inteligencias serviles de la OTAN cuando se contentan con verlos como los últimos sobresaltos del totalitarismo «comunista».
Una de las tareas teóricas prioritarias debería relacionarse entonces no solamente con las metamorfosis sociológicas del asalariado, sino con las transformaciones en curso de la relación salarial en términos de régimen de acumulación, tanto desde la perspectiva de la organización del trabajo como de las regulaciones político jurídicas y de lo que Frederic Jameson llama «la lógica cultural del capitalismo tardío». La crítica del ultraliberalismo, en reacción a la contrareforma de los años Thatcher Reagan corre, en efecto, el riesgo de equivocarse de meta si, obsesionada por la imagen de una selva mercantil en pos de una desregulación salvaje, no mide las reorganizaciones y los intentos de re regulación en curso. La dominación del capital, como lo recuerden acertadamente Boltanski y Chiapello no podría durar bajo la forma desnuda de una explotación opresión sin legitimidad ni justificación (no hay imposición duradera sin hegemonía, decía de otra manera Gramsci…).
ESCOLIO 3.1. Lo que está a la orden del día, es entonces la redefinición de una estructura global, de una organización territorial, de relaciones jurídicas, que renueven en función de las fuerzas productivas actuales (nuevas tecnologías) las condiciones generales de acumulación del capital y de la reproducción social. Es en este marco donde se inscriben las crisis de transformación de las fuerzas políticas tradicionales, la democracia cristiana, los conservadores británicos, la derecha francesa, y el cuestionamiento de la función que ellas cumplían desde la guerra en el marco del compromiso del Estado nacional; y es también en ese marco, donde se inscriben las transformaciones de los partidos socialdemócratas, cuyas élites, a través de la privatización del sector público y la fusión de las élites privadas con la nobleza de Estado, están cada vez más integradas orgánicamente a los estratos dirigentes de la burguesía. Alimentados por las debilidades de las formaciones burguesas tradicionales en plena reconversión, esos partidos están llamados a menudo a asumir transitoriamente el protagonismo del aggiornamiento del capital, arrastrado hacia su órbita, los restos de los partidos post stalinistas sin proyecto y la mayor parte de los partidos verdes sin resistencia doctrinaria a la institucionalización acelerada.
Lo que se perfila entonces, tanto en el manifiesto por una tercera vía de Blair-Schroder, como por a través de proyectos de una Europa social de mínimos, debatidos durante la cumbre europea de Lisboa, o más aún por medio de maniobras de la patronal francesa sobre el tema de la «refundación social», no es un liberalismo sin reglas, sino una nueva relación salarial inscrita en una forma inédita de liberal-corporativismo o liberal-populismo. En efecto, habría que ser peligrosamente miope para imaginar al populismo de mañana solamente bajo la forma tan particularmente francesa de un soberanismo a la manera de Pasqua-Villiers. La cruzada a favor del accionariado asalariado, los fondos de pensión (en detrimento de la solidaridad), y la «refeudalización» del lazo social (denunciada por Alain Supiot) por la primacía jurídica del contrato individual (a menudo sinónimo de subordinación personal en sociedades fuertemente desiguales) por encima de la relación impersonal con la ley, todo eso perfila, en efecto, una nueva asociación corporativa capital-trabajo, en la cual una pequeña franja de ganadores podría salvarse en perjuicio de la masa de víctimas de la mundialización. En ciertas situaciones, esta tendencia es perfectamente compatible con formas convulsivas de nacional-liberalismo a la manera de Putin o de Haider.
Por otra parte, es por eso que es perfectamente inoperante y posiblemente engañoso, tratar el caso Haider por analogía con los años treinta, en lugar de vincularlo con las formas contemporáneas y probablemente inéditas del peligro, legitimando en nombre de antifascismo reflejo de la unión sagrada basada en la conciencia limpia consensuada. Si es justo participar en las movilizaciones contra Haider (sin olvidar, sin embargo, las complacencias de una parte de sus detractores bien pensantes con Berlusconi, Fini, Millon, Blanc y otros) y, sobre todo apoyar aquéllas de la de la juventud austríaca en lugar de aislarla con un estúpido boicot, lo cual podría contribuir a no olvidar que Haider es primeramente también un producto de trece años de coalición entre conservadores y socialdemócratas, de una determinada opción de construcción de la unidad europea y de políticas de austeridad que le permitieron llegar adonde está.
Más que representar farsas de las tragedias de ayer o de anteayer, sería entonces imperante pensar las formas singulares que pueden asumir las amenazas en el mundo de hoy, el rol de los regionalismos en la reconfiguración europea, los matrimonios entre nacionalismo y liberalismo. A su manera, a Haider no le falta por cierto humor negro cuando proclama «Blair y yo contra las fuerzas del conservadurismo».(12) Nuestros dos partidos, precisa, «quieren escapar a las rigideces del Estado benefactor sin crear injusticia social». Los dos quieren «la ley y el orden». Los que consideran que los que están en condiciones de trabajar no deben ser incentivados para la inactividad por medio de las formas de asistencia (lo mismo que dice la Medef [la patronal] francesa para justificar el Care). Los dos estiman que «la economía de mercado, a condición de ser flexibilizada, puede crear nuevas oportunidades para los asalariados y las empresas.» El Partido Laborista así como el FPÓ tienen entonces un acercamiento «no dogmático a aquel mundo en plena transformación en el que vivimos», mientras que «las viejas categorías de izquierda y derecha se vuelven caducas»: «Blair y el Laborismo, ¿son de derecha so pretexto de aceptar los acuerdos de Scbengen y de ser favorables a una legislación estricta acerca de la inmigración?», pregunta Haider. Y responde, «si Blair no es un extremista, entonces Haider no lo es tampoco».
A buen entendedor… Hay que agregar que el regional populista Haider es tan partidario de la OTAN como lo es Blair, ¡y aun más partidario que él del euro!
ESCOLIO 3.2. La reciente aparición de un texto inédito de Lukács, de 1926, en defensa de Historia y conciencia de clase, aporta una aclaración interesante que invalida hasta cierto punto las interpretaciones ultrahegelianas de Lukács según las cuales el Partido sería finalmente la forma encontrada del Espíritu absoluto. (13) Atacado por «subjetivismo» por Rudas y Déborine durante el Vº Congreso de la Internacional Comunista el de la bolchevización zinovievista, Lukács rechaza el argumento de Rudas, según el cual el proletariado está condenado a actuar conforme a su ser y la tarea del partido se reduce a «anticipar ese desarrollo». Para Lukács, el rol específico (político) del partido surge del hecho de que la formación de la conciencia de clase choca constantemente con el fenómeno del fetichismo y de la cosificación. Como lo señala Slavo Zizek en su epílogo, el partido juega en él el papel de término medio en el silogismo entre la historia (lo universal) y el proletariado (lo particular), en tanto que para la socialdemocracia, el proletariado es el término medio entre la historia y la ciencia (encarnada por el partido educador) y en el stalinismo, el partido se vale del sentido de la historia para legitimar su dominación sobre el proletariado.
TEOREMA 4: LA DIFERENCIA CONFLICTUAL NO SE DISUELVE EN LA DIVERSIDAD AMBIVALENTE.
Como reacción contra una representación reduccionista del conflicto social al conflicto de clase, es la hora de la pluralidad de los espacios y de las contradicciones. En su singularidad concreta e irreductible, cada individuo es en efecto una combinación original de pertenencias múltiples. La mayor parte de los discursos de la postmodernidad, como ciertas tendencias del marxismo analítico, llevaron esta crítica antidogmática hasta la disolución de las relaciones de clase en las aguas turbias del individualismo metodológico. No son solamente las oposiciones de clase, sino más generalmente las diferencias conflictivas, que se diluyen entonces en lo que ya Hegel llamaba «una diversidad sin diferencia»: una constelación de singularidades indiferentes.
Es cierto que lo que pasa por ser una defensa de la diferencia se reduce a menudo a una tolerancia liberal permisiva que es el reverso consumista de la homogeneización mercantil. Frente a ese simulacro de diferencia y a su individualismo sin individualidad, las reivindicaciones identitarias tienden al contrario a hipostasiar y naturalizar la diferencia de género o de raza. No es la noción de diferencia la que es problemática (ella permite construir oposiciones estructurantes), sino su naturalización biológica o su absolutización identitaria. Así, mientras que la diferencia es una mediación en la construcción de lo universal, la extrema dispersión por sí misma lleva a la renuncia de esta construcción. Cuando se renuncia a lo universal, afirma acertadamente Alain Badiou, lo que triunfa es el horror universal.
Esta dialéctica de la diferencia y de la universalidad está en el corazón de las dificultades que frecuentemente nos cuesta resolver, como lo ilustran las discusiones y las incomprensiones acerca de la igualdad o del rol del movimiento homosexual. A diferencia del movimiento que proclama la abolición de las diferencias de género en beneficio de prácticas sexuales no exclusivas, hasta rechazar toda afirmación colectiva duradera lógicamente reduccionista, Jacques Fortín, en su Adieu aux normes, esboza una dialéctica de la diferencia afirmada por constituir una relación de fuerza frente a la opresión y de su debilitamiento deseado en un horizonte de universalidad concreta.
El discurso proclama, al contrario, la eliminación inmediata de las diferencias. Su retórica del deseo, en la que se pierde la lógica de las necesidades sociales, es el adelantado de un deseo de consumación compulsivo. El sujeto, viviendo en el momento una sucesión de identidades sin historia, no es más el (la) homosexual militante, sino el individuo cambiante, no específicamente sexuado o definido por su raza, sino simple espejo roto de sus sensaciones y sus deseos. No es para nada sorprendente que este discurso haya tenido una buena acogida por parte de la industria cultural norteamericana, puesto que la fluidez reivindicada por el sujeto está perfectamente adaptada al flujo incesante de los intercambios y de las modas. Al mismo tiempo, la transgresión que representaba un desafío a las normas y anunciaba la conquista de nuevos derechos democráticos se banaliza como momento lúdico constitutivo de la subjetividad consumista.
Paralelamente, ciertas corrientes oponen a la categoría social de género, la «más concreta, específica y corporal» de sexo. Pretenden sobrepasar el «feminismo del género» en beneficio de un «pluralismo sexual». No es sorprendente que un movimiento tal implique un rechazo simultáneo del marxismo y del feminismo crítico. Las categorías marxistas habrían, en efecto, proporcionado una herramienta eficaz para pensar las cuestiones de género directamente ligadas a las relaciones de clase y a la división social del trabajo, pero para comprender «el poder sexual» y fundar una economía de los deseos distinta de la de las necesidades, sería necesario inventar una teoría autónoma (inspirada en la biopolítica «foucaltiana»).
Al mismo tiempo, la nueva tolerancia mercantil del capital hacia el mercado gay conduce a atenuar la idea de su hostilidad orgánica hacia orientaciones sexuales improductivas. Esta idea de un antagonismo irreductible entre el orden moral del capital y la homosexualidad permitía creer en una subversión espontánea del orden social por medio de la simple afirmación de la diferencia: era suficiente que los homosexuales se proclamaran como tales para estar en contra de él. La crítica de la dominación homofóbica puede entonces terminar en el desafío de la autoafirmación y en la naturalización estéril de la identidad. Si, al contrario, las características de hetero y homosexualidad son categorías históricas y sociales, su relación conflictiva con la norma implica la dialéctica de la diferencia y de su superación, reivindicada por Jacques Fortín.
Esta problemática, evidentemente fecunda cuando se trata de las relaciones de género o de comunidades lingüísticas y culturales, no deja de tener consecuencias en lo que concierne a la representación misma de los conflictos de clase. Ulrich Beck ve en el capitalismo contemporáneo la paradoja de un «capitalismo sin clase». Lucien Séve no teme afirmar que, «si hay por cierto una clase en un polo de la constricción, el hecho desconcertante es que no hay clase en el otro». El proletariado se habría disuelto en la alineación generalizada; se trataría entonces, a partir de ahora, «de librar una batalla de clase no ya en nombre de una clase sino de la humanidad».
O bien se trata allí, en la tradición marxista, de una banalidad que consiste en recordar que la lucha por la emancipación del proletariado constituye, bajo el capitalismo, la mediación concreta de la lucha por la emancipación universal de la humanidad. O bien, se trata de una innovación teórica colmada de consecuencias estratégicas, por lo demás presentes en el libro de Lucien Séve: la cuestión de la apropiación social no es más esencial a sus ojos (es lógico, en consecuencia, que la explotación se vuelva secundaria con respecto a la alienación universal); la transformación social se reduce a «transformaciones [¿de «desalienación»?], no más súbitas, sino permanentes y graduales»; la cuestión del Estado desaparece en la de la conquista de los poderes (título, en otro tiempo, de un libro de Gilles Martinet), «la formación progresiva de una hegemonía conduce tarde o temprano al poder en las condiciones de un consentimiento mayoritario», sin enfrentamientos decisivos (de Alemania a Portugal pasando por España, Chile o Indonesia, este «consentimiento mayoritario» sin embargo ¡hasta el día de hoy nunca se ha verificado! Encontramos el mismo tenor en Roger Martelli, para quien «lo esencial ya no es preparar el traspaso de poder de un grupo a otro, sino comenzar a dar a cada individuo la posibilidad de apropiarse de las condiciones individuales y sociales de su vida». La temática anti-totalitaria muy legítima de la liberación individual desemboca entonces en un placer solitario en el que viene a diluirse la emancipación social.
Si hay por cierto interacción entre las formas de opresión y de dominación, y no un efecto mecánico directo de una forma particular (la dominación de clase) sobre las otras, queda por determinar con más precisión el poder de esas interacciones en una época dada y al interior de una relación social determinada. ¿Se trata solamente de una yuxtaposición de espacios y de contradicciones que pueden dar lugar a coaliciones coyunturales y variables de intereses? En cuyo caso la única unificación concebible procedería de un puro voluntarismo moral. O bien, ¿la lógica universal del capital y del fetichismo mercantil afecta a todas las esferas de la vida social, hasta el punto de crear las condiciones de una unificación relativa de las luchas (sin implicar, sin embargo, por ser tan discordantes los tiempos sociales, la reducción de las contradicciones a una contradicción dominante)?
No se trata de oponer a la inquietud posmoderna una totalidad abstracta fetichizada, sino admitir que la de-stotalización (o de-construcción) es indisociable de la totalización concreta, que no es una totalidad a priori sino un devenir de la totalidad. Esta totalización en proceso pasa por la articulación de la experiencia, pero la unificación subjetiva de las luchas surgiría de una voluntad arbitraria (dicho de otro modo, de un voluntarismo ético) si ella no reposara sobre una unificación tendencia! de las cuales el capital, comprendido allí bajo las formas perversas de la mundialización mercantil, es el agente impersonal.
TEOREMA 5: LA POLÍTICA NO SE DISUELVE NI EN LA ÉTICA, NI EN LA ESTÉTICA.
Hannah Arendt temía que la política terminara por desaparecer completamente del mundo, no solamente por la abolición totalitaria de la pluralidad, sino también por la disolución mercantil que es su cara oculta. Este temor está confirmado por el hecho de haber entrado en una era de despolitización, donde el espacio público está recortado por las fuerzas violentas que acompañan el horror económico y por un moralismo abstracto. Este debilitamiento de la política y de sus atributos (el proyecto, la voluntad, la acción colectiva) impregna la jerga de la posmodernidad. Más allá de los efectos de la coyuntura, esta tendencia traduce una crisis de las condiciones de la acción política bajo el impacto de la compresión espacio temporal. El culto moderno del progreso significaba una cultura del tiempo y del devenir en detrimento del espacio, reducido a un rol accesorio y contingente. Como lo señalaba Foucault, el espacio se había convertido en el equivalente de lo muerto, lo fijo, de la inmovilidad, al oponerlo a la riqueza y la fecundidad dialéctica del tiempo viviente. Las rotaciones endiabladas del capital y el ensanchamiento planetario de su reproducción trastocan las condiciones de su valorización. Es este fenómeno el que expresa el sentimiento, tan intenso desde hace dos décadas, de reducción de la duración al instante y de desaparición del lugar en el espacio.
Si la estetización de la política es una tendencia recurrente inherente a las crisis de la democracia, la admiración por lo local, la búsqueda de los orígenes, la sobrecarga ornamental y el simulacro de la autenticidad revelan sin ninguna duda un vértigo angustiado al comprobar la impotencia de la política puesta frente a condiciones que se han tornado inciertas.
Que la política sea, en una primera aproximación, concebida como el arte del pastor o como el del tejedor, implica en efecto una escala de espacio y de tiempo, de los cuales la ciudad (con su plaza pública y el ritmo de los mandatos electivos) es la forma. Se habla tanto más de ciudadanía que la ciudad y el ciudadano se tornan inhallables en el desorden general de las escalas y de los ritmos. Sin embargo, vivimos siempre «en un período donde hay ciudades y donde el problema de la política surge porque nosotros pertenecemos a. este período cósmico durante el cual el mundo es librado a su suerte». La política no nos libera en cuanto arte profano de la duración y del espacio, de trazar y de desplazar las líneas de lo posible en un mundo sin dioses.
COROLARIO 5.1: LA HISTORIA NO SE DISUELVE EN UN TIEMPO PULVERIZADO SIN MAÑANA. El rechazo posmoderno de los grandes relatos no implica solamente una crítica legítima a las ilusiones del progreso asociadas al despotismo de la razón instrumental. Significa también una de-construcción de la historicidad y un culto a lo inmediato, lo efímero, lo descartable, donde proyectos de mediano plazo no tienen más cabida. En la conjugación de los tiempos sociales desajustados, la temporalidad política es precisamente la del mediano plazo, entre el instante fugitivo y la eternidad inalcanzable. Exige de ahora en más una escala móvil de la duración y de la decisión.
COROLARIO 5.2: EL LUGAR Y EL SITIO NO SE DISUELVEN EN EL SILENCIO TEMIBLE DE LOS ESPACIOS INFINITOS. El desajuste de la movilidad geográfica del capital (moneda y mercancía) con respecto a la inmovilidad relativa o movilidad muy condicional del trabajo aparece como la forma actual del desarrollo desigual que permite las transferencias de plusvalía a la época del imperialismo absoluto: el desarrollo desigual de las temporalidades complementa y relega aquel de los espacios. En consecuencia una escala móvil de territorios, la importancia adquirida por el control de los flujos, el esbozo de un orden mundial muy apoyado en un mosaico de Estados débiles, auxiliares subalternos de la soberanía mercantil.
Ahora bien, la acción colectiva se organiza en el espacio: la reunión, la asamblea, el encuentro, la manifestación. Su poder se inscribe en lugares y el nombre propio del acontecimiento está relacionado con fechas (Octubre, 14 de Julio, 26 de Julio) y a lugares (la Comuna, Petrogrado, Turín, Barcelona, Hamburgo…) como lo subraya Henri Lefebvre, sólo la lucha de clases tiene la capacidad de producir diferencias espaciales irreductibles a la sola lógica económica.
COROLARIO 5.3: LA OPORTUNIDAD ESTRATÉGICA NO SE DISUELVE EN LA NECESIDAD ECONÓMICA. El sentido político del momento, de la oportunidad, de la bifurcación abierta a la esperanza, constituye un sentido estratégico; el de lo posible, irreductible a la necesidad; no el sentido de un posible arbitrario, abstracto, voluntarista, de un posible donde todo sería posible; sino el de un posible determinado por un dominio, donde surge el instante propicio para la decisión ajustada a un proyecto, a un objetivo por alcanzar. Es, a fin de cuentas, sentido de la coyuntura, de la respuesta adecuada a una situación concreta.
COROLARIO 5.4: EL OBJETIVO NO SE DISUELVE EN EL MOVIMIENTO, EL ACONTECIMIENTO EN EL PROCESO. La jerga posmoderna concilia de buen grado el gusto por el acontecimiento sin historia, por el happening sin pasado ni futuro, y el gusto por la fluidez sin crisis, por la continuidad sin ruptura, por el movimiento sin objetivo. En la jerga post stalinista de la resignación, el derrumbe del futuro desemboca lógicamente en el grado cero de la estrategia: ¡vivir el momento aún sin gozar sin trabas! Los ideólogos del mañana desilusionante se conforman, en consecuencia, con predicar un «comunismo que está ahí no más», concebido como un «movimiento gradual, permanente, siempre inacabado, que incluye momentos de sacudidas y de rupturas», (14) Proponen «un nuevo concepto de revolución», «un revolucionamiento sin revolución, una evolución revolucionaria», o más aún un «ir más allá sin demora», hacia una inmediatez extratemporal.(15) Afirman que «la revolución no es más lo que era puesto que no hay más un momento único donde las evoluciones se cristalizan», «no hay más un gran salto, un gran ocaso, ni un umbral decisivo.’ (16) A la luz del social-liberalismo menjunje de izquierda pluralista, este «comunismo que está ahí nomás» hace una triste figura: comunismo, ¿estás ahí?
Ciertamente, no hay un momento revolucionario único, de epifanía milagrosa de la historia, sino momentos de decisión y umbrales críticos. Pero la disolución de la ruptura en la continuidad es la contrapartida lógica de una representación del poder posible de lograr con la desalienación individual: «La formación progresiva de una hegemonía que conduce tarde o temprano al poder dentro de las condiciones de un consentimiento mayoritario», garantiza Lucien Sève. Ese «tarde o temprano» que, a fuerza de dejar el tiempo al tiempo, define una política fuera del tiempo, parece por lo menos imprudente a la luz del siglo y de sus ensayos (España, Chile, Indonesia, Portugal). Ignora sobre todo el círculo vicioso del fetichismo y de la cosificación, las condiciones de reproducción de la dominación.
COROLARIO 5.5: EL ANTAGONISMO NO SE DISUELVE EN LA HEGEMONÍA. La teoría de la hegemonía según Ernesto Laclau y Chantal Mouffe reposa sobre una noción de universalidad a la vez necesaria e imposible. Esta universalidad deja siempre un resto irreductible de particularidad. No existe sino encarnada y subvertida por lo particular. Recíprocamente, la particularidad no accede a la política sino produciendo efectos universalizantes. Siendo imposible una coincidencia perfecta de lo universal y de lo particular, la relación hegemonía implica la producción de significantes tendencialmente vacíos que, aún manteniendo la inconmensurabilidad entre lo universal y lo particular, permiten al segundo representar al primero.
La hegemonía según Laclau aparece entonces como el terreno sobre el que se desarrollan relaciones de representación constitutivas del orden social, «la representación de lo irrepresentable» es la condición misma de la emancipación. La hegemonía requiere la generalización de las condiciones de representación. Ella implica también la no transparencia del representante por el representado, «la irreductible autonomía del significante con respecto al significado».(17) Bajo el manto de la teoría de la representación se esconde, en realidad, una apología de la delegación. La representación, por medio de una fuerza social particular y de una totalidad imposible conduce, en efecto, a privilegiar la lucha política por la democracia sin adjetivos, desligada de la cuestión social y reducida a un consenso negociado: «La única sociedad democrática es la que evidencia permanentemente la contingencia de sus propios fundamentos y mantiene la distinción entre el momento ético y el orden normativo.»
COROLARIO 5.6: LA LUCHA POLÍTICA NO SE DISUELVE EN LA LÓGICA DEL MOVIMIENTO SOCIAL. Entre la lucha social y la lucha política, no hay ni muralla China ni compartimentos estancos. La política surge y se inventa dentro de lo social, en las resistencias a la opresión, en el enunciado de nuevos derechos que transforman a las víctimas en sujetos activos. Sin embargo, la existencia de un Estado como institución separada, a la vez encarnación ilusoria del interés general y garante de un espacio público irreductible al apetito privado, estructura un campo político específico, una relación de fuerzas particular, un lenguaje propio del conflicto, donde los antagonismos sociales se manifiestan en un juego de desplazamientos y de condensaciones, de oposiciones y de alianzas. En consecuencia, la lucha de clases se expresa allí de manera mediada bajo la forma de la lucha política entre partidos.
¿Todo es política? Sin duda, pero en cierta medida y hasta un cierto punto. En «última instancia», si se quiere, y de diversas maneras. Entre partidos y movimientos sociales, más que una simple división del trabajo, opera una dialéctica, una reciprocidad, una complementariedad. La subordinación de los movimientos sociales a los partidos significaría una estatización de lo social.
Inversamente, la política al servicio de lo social llevaría rápidamente al lobbying corporativo, a la sumatoria de intereses particulares sin voluntad general. Ya que la dialéctica de la emancipación no es un río largo y tranquilo: las aspiraciones y las expectativas populares son diversas y contradictorias, a menudo divididas entre la exigencia de libertad y la demanda de seguridad. La función específica de la política consiste precisamente en articularlas y conjugarlas.
ESCOLIO 5.6. Comentando la desaparición de disyuntivas elecciones políticas auténticas y el hecho de que la confusión de las alternativas de clase se traduce, en los países anglosajones, en la tendencia a la elaboración de plataformas arcoiris, concebidas como collages incoherentes de slogans que buscan captar a todos a la vez y cuyas prioridades son obtenidas de las encuestas de opinión. Zygmunt Bauman se interroga acerca de las capacidades de los movimientos sociales para aportar una respuesta a la crisis de las políticas. Subraya la manera en que éstas sufren los efectos de la posmodernidad: una vida acotada, una débil continuidad, agregados temporales de individuos reunidos por la contingencia de una dificultad única, y dispersados nuevamente apenas se soluciona el litigio. No es culpa de los programas y de los líderes, precisa Bauman: esta inconstancia e intermitencia reflejan más bien el carácter ni acumulativo ni integrador de los sufrimientos y de las penurias en estos tiempos disonantes. Estos movimientos tienen entonces una pobre capacidad para exigir grandes transformaciones en grandes cuestiones. Son pobres sustitutos de sus predecesores. Esta fragmentación impotente es el fiel reflejo (el fenómeno isomorfo) de la pérdida de soberanía del Estado reducido a una comisaría de la policía de seguridad en medio del laissez faire mercantil.(18)
Zizek ve en la dispersión de los nuevos movimientos sociales la proliferación de nuevas subjetividades sobre el trasfondo de la renuncia, consecuencia de las derrotas del siglo. Este retorno a los estados, a los estatus y a los cuerpos sería la consecuencia lógica de la destotalización y del oscurecimiento de la conciencia de clase. Mediante el rechazo a la política responde a la limitación política de lo social llevada a cabo por las «filosofías políticas» de la última década. Ahora bien, el gesto mismo que pretende trazar el límite entre política y no política, para sustraer ciertos dominios (comenzando por la economía) a la política es «el gesto político por excelencia».(19)
Para Laclau, la emancipación estará indefinidamente contaminada por el poder, de modo que la completa realización significaría la extinción total de la libertad. La crisis de la izquierda sería el resultado de un doble derrumbe de las representaciones del futuro, bajo la forma de la quiebra del comunismo burocrático y de la bancarrota del reformismo keynesiano. Si un renacimiento eventual implica la «reconstrucción de un imaginario social nuevo», la fórmula permanece muy vaga ya que Laclau no encara ninguna alternativa radical. En la controversia que los opone, Zizek insiste, frente a la nueva domesticidad del centro izquierda, en «conservar abierto el espacio utópico de alternativa global, aún si este espacio debe quedar vacío mientras espera su contenido». En efecto, la izquierda debe elegir entre la resignación y el rechazo del chantaje liberal según el cual toda perspectiva de cambio radical debería conducir a un nuevo desastre totalitario.
El mismo Laclau no renuncia al horizonte de unificación. Ve, al contrario, en la dispersión radical de los movimientos, que vuelve impensable su articulación, el fracaso mismo de la posmodernidad. ¿Movimientos acéfalos, reticulares, rizomáticos, obligados por las derrotas a quedar acorralados en una interiorización subalterna del discurso dominante? Pero también redespliegue del movimiento social en los diferentes ámbitos de la reproducción social, multiplicación de espacios de resistencia, afirmación de su autonomía relativa y de su temporalidad propia. Todo esto no es negativo si se va más allá de la simple fragmentación y se piensa en la articulación.
Si no es así, no hay otra salida más que el lobbying disperso (imagen misma de lo subalterno como efecto de la dominación sobre los dominados cf. Kouvelakis) o la unificación autoritaria por medio de la palabra del amo, ya se trate de una vanguardia científica, que reduciría la universalización política a la universalización científica (un nuevo avatar del «socialismo científico») o de una vanguardia ética que la reduciría a la universalidad del imperativo categórico. Sin llegar a conseguir sin embargo, tanto en un caso como en el otro, a pensar el proceso de universalización concreta por medio de la extensión del dominio de la lucha y por su unificación política. No hay otra salida en esta perspectiva sino volver a partir del tema universalizante, el capital mismo, y de los múltiples efectos de dominación producidos por la cosificación mercantil.
Notas
1) Véase Alex Callinicos, «Imperialism Today», en Marxism and the New Imperialism, Bookmarks, Londres 1994. 2) Véase Gilbert Achcar, La Nouvelle guerre froide, PUF, collection Actuel Mane, París 1999. 3) Véase Ernest Mandel, The Meaning of the Second World War, Verso, Londres 1986. Versión en castellano El significado de la Segunda Guerra Mundial, Ed. Fontamara, México 1991. (N. del T.) 4) Véase Garonne, Les révolutionnaires du XI-Xe siècle, Champ Libre, París. 5) Lucien Séve, Commencer par les fins, La Dispute, París l999. 6) Roger Martelli, Le communisme autrement, Syllepse, París 1998. 7) Eric Hobsbawm, L’Age des extremes, Editíons Complexe-Le Monde Diplomatique, París 1999. 8) Ibid., pág. 103. 9) Véanse las contribuciones de Catherine Samary, Michel Lequenne, Antoine Antous en Critique communiste, n° 157, invierno 2000.
10) Nicos Poulantzas, Poder político y clases sociales en el Estado Capitalista, Siglo XXI, México 1969 y Las clases sociales en el capitalismo actual, Siglo XXI, Madrid 1977; Baudelot y Establet, La Petite bourgeoisie en France, Máspero, París 1970. Véase también la colección de revistas Critique de I’économie politique, Critique communiste, Cahiers de la Taupe. 11) Stéphane Beaud y Michel Pialoux, Retour sur la condition ouvríère, Fayard, París 1999. 12) Daily Telegraph, 22 de febrero de 2000. 13) Reencontrado recientemente en Hungría, el texto de Lukács ha sido publicado en inglés bajo el título Tailism and Dialectic, seguido de un epílogo de Slavoj Zizek, Verso 2000. 14) Pierre Zarka, Un communisme á usage immédiat, Plón, París 1999. 15) Lucien Séve, Commencer par les fins, op. cit. 16) Rober Martelli, Le comunismo autremement, op.cit. 17) Laclau, op.cit, pág. 66. 18) «Carta de Zigmunt Bauman a Dennis Smith», en Dennis Smith, Zymuni Bauman, Prophet of Post modernity, Polity Press, Cambridge 1999. 19) Zizek, op.cit ., pág. 95.
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* Redación de Correspondencia de Prensa: Daniel Bensaid, es uno de los principales intelectuales marxistas europeos. Militante del Mayo ´68 y de la izquierda radical, es miembro de la Liga Comunista Revolucionaria (sección francesa de la IV Internacional). Profesor de filosofía en la Universidad de París 8 Saint Denis y director de la revista ContreTemps , Bensaid es autor de numerosas obras sobre el marxismo, la economía, los movimientos sociales y el internacionalismo. Uno de sus principales libros, Marx intempestivo. Grandezas y miserias de una aventura crítica , ha sido publicado en castellano por Ediciones Herramienta , Buenos Aires 2003. [En su libro «Les irréductibles», critica fuertemente a lo que se conoce como pos-modernismo francés]. El texto que adjuntamos de forma integra, fue tomado del sitio web de Viento Sur revista de la izquierda alternativa del Estado español: www.vientosur.info