Vamos a suponer, por un momento, que el gobierno de Cuba se cae de puro aburrimiento, y entonces las turbas cubanas, desesperadas, salen a las calles dando gritos y exigiendo que llamen a Carlos Alberto Montaner para que ocupe la silla presidencial, suponiendo que exista la tal silla. Montaner, es el único patriota que tenemos […]
Vamos a suponer, por un momento, que el gobierno de Cuba se cae de puro aburrimiento, y entonces las turbas cubanas, desesperadas, salen a las calles dando gritos y exigiendo que llamen a Carlos Alberto Montaner para que ocupe la silla presidencial, suponiendo que exista la tal silla. Montaner, es el único patriota que tenemos en Miami. Lleva tantos años escribiendo sabios consejos de cómo gobernar, lo mismo en inglés que en español, y ha viajado tanto, de un lugar a otro, pronunciando sesudas conferencias en las cuales suele explicar lo que es necesario hacer para salvar a los países del caos, son tantos los años que lleva produciendo grandes ideas que ya se ha ganado el derecho a ocupar el poder en Cuba cuando Cuba se quede sin poder y sin nada. Cuando lleguemos al momento de vacío absoluto siempre tendremos a Montaner dispuesto a llenarlo.
Estas cosas las digo para rendirle homenaje al personaje. La teoría que acaba de imprimir Montaner en su artículo del Herald merece un saludo y una bienvenida. Nunca se le ocurrió a Maquiavelo una teoría tan simple y sin embargo a Carlos Alberto la cosa le ha salido con facilidad. Yo me atrevería a ponerle un nombre a lo doctrina de Montaner. Por ejemplo: Teoría de las manos manchadas de sangre.
Más o menos, ése es el título del último artículo del personaje en El Diario de Miami. Montaner empieza ridiculizando al pobre presidente de Bolivia, Carlos Mesa, que renunció para que no se produjeran derramamientos de sangre en el país. ³Mesa no servía para mandar², dice Montaner. Es decir, va aquí implícita la noción de que para mandar hay que matar. El pobre presidente boliviano le cogió asco a la sangre. Y se fue. Mal hecho, piensa Montaner. Y nos trae a la memoria el caso de Lincoln, el presidente americano, que produjo un océano de sangre en el país para salvarlo. Bien hecho, dice Montaner, dándole un viva a Lincoln.
Entonces Montaner, con un valor a toda prueba, comienza a injuriar a los bolivianos. Los mineros son un grupo de matones. Los que impiden el tránsito de vehículos en las calles no son otra cosa que una desalmada pandilla. Una pandilla de sacatripas y saltamuros. Cuidado, que Montaner está furioso. Evo Morales es un comunistoide. Probablemente, si Montaner agarra al pobre Evo éste la pasaría muy mal. Entonces Montaner habla, como siempre, del ³arco jurásico de la izquierda². Y después nos presenta su fórmula de ³la moderna carta de la globalización y la democracia². Hay que globalizarlo todo. Nada de quemar llantas. La solución es el mercado. Siempre el mercado.
Entonces Montaner expone su teoría preferida. ³En las sociedades modernas y bien organizadas el monopolio de la violencia le corresponde al estado por decisión soberana de la sociedad². Hay que matar y dar palos.
Ya lo ven. Montaner, tan pacífico y tranquilo, se nos ha metido a Robespierre. Entre las manos, se nos ha convertido en un hombre terrible.
³En América Latina -nos dice el nuevo cronista del terror- se ha olvidado este principio fundamental y proliferan los ocupadores de tierra, los piqueteros, las maras, los narcotraficantes comunistas, los paramilitarrs y las simples mafias gangsteriles dedicadas al secuestro, los asaltos y la extorsión². Pone los pelos de punta leer a Montaner.
Ya casi al terminar su tremendo artículo, Montaner propone una pregunta clave a los que van a ejercer el poder en la América: ¿Están dispuestos a recurrir a la fuerza para garantizar el orden? ³Si dicen que no, o si vacilan, no son aptos para gobernar².
El artículo termina con una frase concluyente: ³La democracia y el estado de derecho a veces exigen mancharse las manos de sangre².
Es una lástima que un hombre tan noble y tan bueno como Montaner, hijo de su papá, también noble y bueno, se nos haya convertido en un feroz teorizante.