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Teoría y praxis. La experiencia del obrerismo italiano

Fuentes: Revista Memoria (México)

«Decisiva fu, allora, la percezione di una possibilitá: quella di concepire il lavoro salariato come l’episodio di una biografia, invece che come un ergastolo.» Paolo Virno «Qualcuno era comunista perché era così affascinato dagli operai che voleva essere uno di loro. Qualcuno era comunista perché non ne poteva più di fare l’operaio.» Giorgio GaberLos años […]

«Decisiva fu, allora, la percezione di una possibilitá: quella di concepire il lavoro salariato come l’episodio di una biografia, invece che come un ergastolo.» Paolo Virno «Qualcuno era comunista perché era così affascinato dagli operai che voleva essere uno di loro. Qualcuno era comunista perché non ne poteva più di fare l’operaio.» Giorgio Gaber

Los años 60 y 70 fueron los años de la llamada «nueva izquierda», de la difusión -en el torrente de las luchas sociales- de las heterodoxias marxistas y socialistas, una época crucial cuyo análisis es indispensable para entender a la izquierda actual: sus miserias, sus riquezas y sus potencialidades. En estos veinte años de luces y sombras, de victorias y derrotas, en Italia destacó una experiencia política que, en la mejor tradición del marxismo, combinaba teoría y praxis: el obrerismo. El obrerismo, como perspectiva teórica y como movimiento político, durante dos décadas cimbró la hegemonía del Partido Comunista Italiano (PCI) -«el más poderoso de occidente»- y marcó la historia del movimiento socialista en Italia, dejando huellas que llevan hasta nuestros días. En una de las mejores historias de la Italia republicana, Enzo Santarelli sintetiza así el alcance del obrerismo: «un valor disruptivo: algo similar al sindicalismo revolucionario en otros tiempos, rehabilitan el debate y estimulan la acción. No hay sólo una intuición segura -el potencial despertar de la clase obrera sino también un método -la encuesta social- y una perspectiva -la democracia obrera.» En estas pocas páginas, trataré de dar cuenta de esta experiencia, articulando sus inseparables dimensiones teóricas y políticas, para esbozar unas reflexiones que la pongan en perspectiva. El obrerismo, como toda corriente de pensamiento, puede reconocerse en función de dos niveles paralelos y articulados de debate: el debate hacia fuera que lo delimita como propuesta teórica y el debate interno que marca las líneas de tensión que lo caracterizan en su desarrollo. En la economía de este ensayo privilegiaré el primer nivel, buscando sintetizar las coordenadas fundamentales que hicieron del obrerismo una página importante en la historia del pensamiento socialista que no deja de ser sugerente. Por otra parte, el obrerismo fue el movimiento político más significativo de la oleada de luchas que caracterizó la historia de Italia entre principio de los 60 hasta finales de los 70. Un movimiento político que participó en un gran movimiento social y, en su interior, se ramificó en diversas experiencias y distintas organizaciones. Por la complejidad de su desarrollo, en este ensayo, que no pretende ser un análisis histórico exhaustivo, mencionaré solamente los acontecimientos más significativos y las organizaciones más relevantes.

I.

El obrerismo nace con la revista Quaderni Rossi, cuyo primer número salió en 1961 en Turín, la ciudad de la empresa modelo del fordismo italiano, la FIAT. El animador de esta primera experiencia fue Raniero Panzieri, quien militaba en el ala izquierda del Partido Socialista Italiano (PSI), defendiendo la idea de la democracia obrera y sosteniendo una crítica a la forma-partido de ecos michelsianos, denunciando su degeneración en instrumento de reproducción de las élites y de conservación de la organización como fin en sí mismo. Panzieri fundó Quaderni Rossi después de que el PSI había definitivamente girado a la derecha en su Congreso de ’59, que abrió la época de los gobiernos de centro-izquierda, encabezados por la Democracia Cristiana, al interior de los cuales los socialistas decían buscar «reformas estructurales» que transformaran el capitalismo italiano. En efecto, la aparición del obrerismo se vincula estrechamente con el rápido proceso de modernización del capitalismo italiano desde el segundo posguerra que describe Claudio Albertani: «El éxodo del campo, el despegue industrial, el aumento del terciario, y la difusión del consumo de masa, modificaron profundamente la estructura social del país. Aunque siempre habían existido estratos de obreros no calificados, las industrias del norte empezaron a requerir cantidades crecientes de mano de obra barata para impulsar el desarrollo de los sectores automotriz y petroquímico. La producción se fragmentó y, con la difusión de la cadena de montaje, surgió una nueva generación de jóvenes emigrantes procedentes del sur que no tenían la cultura política, ni los valores «resistenciales» de sus mayores. Vivían una situación particularmente difícil pues la sociedad local no los aceptaba y el sindicato desconfiaba de ellos. Pronto, sin embargo, serían protagonistas de importantes movimientos de protesta.» En este contexto, en su surgimiento como propuesta original, el obrerismo enarboló una crítica radical a la izquierda italiana tradicional -partidos y sindicatos comunistas y socialistas- que centraba su visión de época en el desarrollo de las fuerzas productivas. Esta postura, según los obreristas, llevaba a aceptar una idea de progreso que derivaba en una actitud favorable al desarrollo capitalista, una lógica de negociación en función redistributiva que se traducía en una apertura hacia la burguesía industrial de la «época de oro» del capitalismo, la etapa fordista-keynesiana. El pacto político que había permitido la elaboración de la Constitución, después de las tensiones de la primera etapa de la guerra fría, se trasladaba al terreno socio-económico, en el contexto del crecimiento de los años 50 y 60, desembocando en políticas de colaboración de clase que implícita o explícitamente eran sostenidas por el PCI y el PSI. Por su parte, los obreristas al denunciar el reformismo dominante en la izquierda, señalaban las contradicciones inherentes a este aparente equilibrio y buscaban sustentar -objetiva y subjetivamente- una postura revolucionaria. Las principales contradicciones relevadas por los obreristas se encontraban en la relación entre tecnología y poder y en la emergencia de una nueva figura obrera. En el primer obrerismo se criticaba la lectura positiva del desarrollo tecnológico que era propia de la izquierda tradicional. Por el contrario, se señalaba que la tecnología era la base de una reformulación del sistema de dominación, llegando a la conclusión de que la incorporación de las innovaciones científicas en el proceso productivo era una operación fundamental en la reconfiguración de las estructuras de poder del capital. Esta lectura se extendía a la sociedad en la medida en que: «en el nivel más alto del desarrollo capitalista, la relación social se vuelve un momento de la relación de producción, la sociedad entera se vuelve una articulación de la producción, es decir, la sociedad entera vive en función de la fábrica, y la fábrica extiende su dominación exclusiva sobre el conjunto de la sociedad». Esta lectura de la sociedad-fábrica se derivaba de la observación del surgimiento, en el marco de la acelerada industrialización, de las company towns, el entrelazamiento entre fábricas, ciudades y barrios obreros en el norte industrializado, centro de los estudios y las acciones de los grupos obreristas. El pasaje de la lógica de la fábrica a la sociedad era mediada por la existencia de un Estado (Toni Negri lo definió «Estado-plan») que: «ya no era simplemente el garante, sino el organizador de la explotación que actúa directamente en la producción». Además de desenmascarar las contradicciones de un proceso que entrelazaba desarrollo capitalista, elementos de redistribución y extensión del control por parte del capital, los obreristas fueron los primeros en reconocer, en las grietas del sistema, la emergencia de un sujeto potencialmente subversivo: el llamado «obrero masa». Al analizar las mutaciones en la composición de clase, los obreristas señalaban el pasaje de la centralidad de la figura del obrero profesional -un trabajador que mantenía ciertos márgenes de ingerencia en el proceso productivo en la medida en que manejaba ciertos conocimientos técnicos y cierta habilidades- a la emergencia de lo que llamaron «obrero masa», el trabajador no calificado, simple engranaje de la cadena de montaje. Este análisis era confirmado por las características de las luchas obreras que empezaban a surgir a principio de los años 60 y que se generalizaron posteriormente, protagonizadas por trabajadores jóvenes, en su mayoría emigrantes , recientemente contratados, debilmente integrados en los sindicatos y ubicados en los escalafones más bajos de la jerarquía obrera. Estas luchas -que aparecieron por primera vez en los enfrentamientos de Piazza Statuto en 1962- se oponían a la actitud conciliadora de los sindicatos, de la «aristocracia obrera» y planteaban un rechazo radical hacia la dominación en la fábrica que los obreristas leían como un potencial revolucionario anticapitalista. Estas preocupaciones teóricas se traducían en la investigación empírica, el esfuerzo por conocer en detalle la nueva condición obrera en la cual se gestaba este nuevo actor, cuyo carácter subversivo y antagonista llamaba la atención de los obreristas y refrescaba las hipótesis revolucionarias. Para sostener este esfuerzo de investigación y articularlo con el trabajo político, se elaboró una propuesta metodológica llamada «conricerca» -investigación compartida- que implicaba una relación entre los investigadores y los obreros que permitiera un conocimiento preciso y profundo sobre la clase y fomentara, al mismo tiempo, la toma de conciencia de los obreros.

II.

A partir de las primeras intuiciones y del respaldo empírico que ofrecían los acontecimientos, el obrerismo sentó las bases para una atrevida propuesta de inversión metodológica, una «revolución copernicana» . En palabras de Mario Tronti, uno de los intelectuales más brillantes y contradictorios de la izquierda italiana: «Hemos visto también nosotros antes el desarrollo del capitalismo y después las luchas obreras. Es un error. Hay que invertir el problema, cambiar su sesgo, volver a partir del principio: y el principio es la lucha de la clase obrera.» Una inversión metodológica que abría una perspectiva teórica novedosa. En síntesis, para los obreristas, entender al capital implicaba partir de la lucha de clase y, en particular, de la construcción de la clase antagonista, la clase obrera. El capital aparecía, en esta lógica, como la variable dependiente: el desarrollo del capitalismo podía ser leído como un proceso de ajuste permanente dirigido a contener el trabajo, a los trabajadores que caminaban siempre un paso adelante, liberándose en los márgenes dejados descubiertos por el sistema de dominación, desafiando al capital, obligándolo a cambiar. En este sentido, el obrerismo restablecía una lectura dialéctica frente a la lógica causal propia del marxismo de gran parte del movimiento obrero tradicional: no solamente las transformaciones del capitalismo determinan la conformación de la clase en sí y para sí, sino que esta composición impacta directamente en el capital, como forma y relación de poder. En lugar de ser una vi sión circular, la propuesta obrerista enriquecía el debate teórico y abría una línea de reflexión que permitía entender una serie de procesos en curso. Esta visión se bifurcaba en una lectura de los procesos concretos. Procesos objetivos, por una parte, que llevaban a estudiar a las transformaciones del capitalismo en el segundo posguerra -los treinta gloriosos- el desarrollo tecnológico y los modelos de producción fordistas-tayloristas. Por la otra, el acento estaba firmemente puesto en la dimensión subjetiva, en la subjetividad obrera y en su expresión más inmediata: el conflicto en la fábrica. La idea obrerista de «composición de clase», como correlato de la «composición del capital», permitió formular una lectura articulada de los procesos de transformación técnico-productiva en paralelo a la dimensión político-subjetiva, sin subordinar la segunda a los primeros. En este sentido, destacaba la centralidad política de la clase obrera, desde la perspectiva de la lucha; la fábrica se convertía en el espacio central del conflicto, un espacio de dominación pero también de construcción del antagonismo. Con base en estos postulados, el obrerismo formuló tesis políticas que se contraponían a las del PCI y del PSI, que ya cumplía el papel de ala izquierda del régimen demócratacristiano. En el terreno programático, la revolución pasaba por la radicalización, desde la lucha social hacia la lucha política. En esta secuencia, el tema clásico de las reivindicaciones salariales era concebido como un terreno de ruptura y no de negociación. En primera instancia, los aumentos salariales debían desligarse de los aumentos de productividad para romper la lógica del capital; en segunda instancia, debían conducir al salario garantizado, al margen de la producción, fuera de las reglas del juego; en tercera instancia, debía impulsarse un igualitarismo salarial que rompiera con las jerarquías y las divisiones al interior de la fábrica. Por otra parte, la lucha obrera debía trascender los tópicos del salario y de las condiciones de trabajo para extenderse a la reapropiación de la riqueza social en términos de valor de uso: vivienda, transporte, mercancías, etc… Finalmente, para los obreristas, la condición del «obrero masa» implicaba una ruptura ulterior en relación con el trabajo, el llamado «rechazo del trabajo», un distanciamiento absoluto del obrero con respecto a los medios de producción que desemboca en el sabotaje, el ausentismo y otras formas de lucha que buscaban dar a la alienación una salida política. Decían los obreristas que la inteligencia obrera no debía dedicarse a la producción sino volcarse en la militancia. La idea del rechazo al trabajo estaba en los antípodas de la cultura del trabajo que impulsaba el movimiento obrero histórico, la primera apostaba a la radicalización del enfrentamiento en función de la superación violenta del sistema capitalista, la segunda a una apropiación paulatina en el marco de las reglas existentes en vista de una transición indefinida al socialismo. Una vez más, reforma y revolución como antinómia en la grámatica de la izquierda.

III.

Reconocido el sujeto emergente, delimitadas las líneas de conflicto y establecido el proyecto político, para completar el cuadro faltaba determinar las formas de organización. Los obreristas insurgieron contra la izquierda italiana tradicional armados de la crítica de la burocratización y la moderación de partidos y sindicatos, poniendo en el centro la lucha, la clase y el movimiento. El planteamiento inicial fue: la clase determina la estrategia, el partido se ocupa de la táctica. Sin embargo, sobre esta formulación general se construyeron interpretaciones distintas y se produjeron divisiones importantes. De hecho, la misma experiencia de Quaderni Rossi terminó en 1964 con la separación de un grupo mayoritario encabezado por Mario Tronti, Toni Negri y Alberto Asor Rosa, quienes con otros intelectuales y militantes fundaron Classe Operaia, una revista obrerista de perfil más activista que pretendía vincularse a los núcleos obreros más combativos. Classe Operaia dejará de salir en 1967, a raíz de otra ruptura sobre la misma problemática de la organización política. En síntesis, el debate veía enfrentadas posturas más espontaneístas -que rechazaban las cristalizaciones organizativas rígidas- a posturas más leninistas -que asumían que necesariamente el movimiento tenía que implicar la existencia de una vanguardia. Esto produjo distintas ramificaciones del obrerismo: una parte importante, después de la primera etapa, volvió a los partidos tradicionales, pregonando el «entrismo» en las organizaciones de masas; otra componente derivó en el movimientismo y confluyó en Lotta Continua; otro grupo optó por una postura vanguardista dando vida a Potere Operaio; un pequeño núcleo regresó a los orígenes, al trabajo micro en algunas fábricas, otros se dispersaron en experiencias locales. Mientras tanto el país estaba en ebullición. Desde ’68, la radicalización del movimiento estudiantil había fortalecido al obrerismo no sólo por la afluencia de militantes jóvenes y con formación intelectual, sino por la apertura de un panorama de luchas que se extendía desde las fábricas hacia la sociedad. En esta apertura, apareció la categoría de «obrero social», avanzada por Toni Negri, que permitía leer la terciarización como una extensión del trabajo asalariado y un proceso de proletarización. En 1969, el «otoño caliente» de las huelgas y las ocupaciones de fábricas volvió a mostrar la fuerza de las luchas obreras espontáneas. La formación de los Consejos de Fábrica en un primer momento rebasó a los sindicatos y dio la sensación de constituir la base para la organización revolucionaria, los soviets italianos. Sin embargo, el reflujo del movimiento huelguístico, aunado a la sensibilidad y la capacidad política de los sindicatos comunistas -en particular la FIOM y la CGIL- lograron encauzar a los Consejos en el marco de un sindicalismo tradicional parcialmente renovado. En ’69, con la bomba en Piazza Fontana, había iniciado la época de la «estrategia de la tensión», un proyecto contrarevolucionario impulsado por sectores políticos reaccionarios, servicios secretos nacionales y norteamericanos y grupos neofascistas, cuya finalidad era crear un clima de violencia y de miedo que justificara la represión y propiciara la derechización. Como la masacre de Tlatelolco en México, la «estrategia de la tensión» y el endurecimiento de la represión llevaron a importantes franjas del movimiento hacia el enfrentamiento directo y la lucha armada, «la crítica de las armas», como decían entonces. Surgieron varios grupos armados, entre los cuales destacaron las Brigadas Rojas, algunos de ellos directamente vinculados a organizaciones obreristas como Potere Operaio cuyo grupo clandestino confluirá parcialmente en las BR a la hora de la disolución de la organización polítca. El ’77 fue el punto de inflexión del movimiento. Fue el apogeo porque la nueva oleada de movilización se hacía fuerte de las múltiples facetas de un movimiento complejo y articulado que se montaba en las experiencias acumuladas. En ’77 se expresó plenamente la consigna de la autonomía, no solamente como autonomía del movimiento en relación con partidos y sindicatos, sino como la manifestación de la autonomía de los sujetos organizados, su capacidad de crear espacios liberados, autónomos en relación con las reglas del sistema. Florecieron cien experiencias de autogestión: diarios, radios, revistas, ocupaciones, manifestaciones, etc.. Al mismo tiempo, con la radicalización y frente a la represión, aumentaban los enfrentamientos, los atentados, los encarcelamientos y los muertos. En este caleidoscopio en el cual las piezas eran distintas pero interconectables, la estrategia de la tensión logró su objetivo y la violencia sirvió de parteaguas: el Estado usó todo su poder legal y e xtralegal, el PCI respaldó la línea dura y acabó apoyando a los gobiernos demócratas cristianos y, finalmente, el movimiento se desarticuló, víctima de la represión y de sus propias contradicciones. El ’77, así como anunciaba el reflujo de las luchas sociales en Italia, marcó el fin del obrerismo como movimiento político específico.

Reflexiones finales. Más allá de su historicidad, el análisis de la experiencia del obrerismo permite pensar en la izquierda y los movimientos sociales actuales. Por una parte, existe una línea de continuidad representada por las recientes tesis de Toni Negri en sus últimas obras, que han sido retomadas por segmentos significativos del movimiento altermundista y, como contraparte, es han sido objeto de una intensa polémica. En particular en la idea de «multitud» y la hipótesis del «éxodo» se encuentran importantes ecos del pensamiento obrerista. Esta búsqueda de continuidad lleva a Maria Turchetto a un balance muy crítico en el cual sostiene que, a nivel teórico, el obrerismo fue una actitud más que una escuela, fundado más en dispositivos lingüísticos que teóricos. Mientras que en el terreno político-intelectual, señala la deriva de las ideas de destacados intelectuales obreristas, incluido Toni Negri, hacia posturas posmodernas que exaltan el camino hacia una sociedad posindustrial basada en la producción inmaterial, el desarrollo tecnológico como progreso hacia una sociedad liberada del trabajo alienado -el fin del trabajo- y la ce ntralidad de la capacidad empresarial de los individuos -el empresario común. Por mi parte, más allá de las polémicas específicas, encuentro en el obrerismo, además de una experiencia histórica extremadamente interesante, una agenda de temas centrales para el debate de las izquierdas actuales. El obrerismo, a pesar del nombre, fue una búsqueda del sujeto, una búsqueda marcada por la tensión entre el cierre y la apertura: el cierre sobre la figura del obrero masa, la apertura hacia el obrero social y la multiplicidad de actores que, entre los 60 y los 70, expresaban su rechazo hacia el sistema capitalista. En este sentido, se buscó una combinación original en la eterna problemática de las condiciones objetivas y subjetivas, privilegiando el segundo polo, en sintonía con la idea del «socialismo como creación heroica». A partir de este énfasis, se recuperó y enriqueció el concepto de antagonismo, entendido no sólo como contraposición objetiva en el modo de producción capitalista sino como construcción subjetiva, como reflejo de la conciencia de clase. En esta dirección, faltó el encuentro con Gramsci que los obreristas desdeñaron por el uso político que hacía el PCI de su pensamiento , no solamente por sus reflexiones sobre los consejos obreros o sobre el fordismo («a mericanismo») sino sobretodo por sus aportes fundamentales sobre el tema de la subalternidad. Temperando y articulando la valoración del antagonismo con la idea de subalternidad, posiblemente los obreristas hubiesen dado mayor densidad teórica a su propuesta, matizado el voluntarismo en el terreno político, entendido con mayor profundidad a las masas y a la cultura política. En este mismo rubro, el debate sobre partido-vanguardia y movimiento-espontaneidad que desgarró el obrerismo permitió profundizar los argumentos ya esgrimidos por Lenin y Rosa Luxemburgo, una polémica que sigue abierta en la izquierda actual aunque no se enfrente de forma explícita y directa y se caiga -una y otra vez- en simplificaciones mónistas y a-dialécticas. De la misma manera en que el debate de las izquierdas actuales se entrampa -entre purismos éticos y cinismos superficiales- en otro debate central que marcó el camino del obrerismo: el tema de la violencia. Por otra parte, el obrerismo fue un intento de encuentro entre teoría y praxis. El esfuerzo teórico y político iban de la mano y, por lo menos en las intenciones, se retroalimentaban. No sólo la inversión metodológica propuesta por los obreristas es digna de considerarse hoy en día, aunque sea como hipótesis, como ejercicio teórico, sino que hay que destacar la atención puesta, desde el trabajo político, en la investigación empírica como base para la construcción de posturas teóricas. Y viceversa, las posturas teóricas como base para la investigación empírica dirigida a fortalecer el trabajo político mediante la participación de los actores. Podríamos llamarla simplemente sociología militante encasillándola en un rincón de alguna tipología, sin reconocer que la interrelación entre teoría y praxis, más allá de cualquier resolución específica, sigue siendo una laguna fundamental de las izquierdas contemporáneas. Sin grámatica del conflicto, no hay política. 

Masssimo Modonesi es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Miembro del Comité de Redacción de la revista Memoria. Autor del libro La crisis histórica de la izquierda socialista mexicana, Juan Pablos-UCM, México, 2003. ([email protected])

Notas:

1 Enzo Santarelli, Storia critica della repubblica, Feltrinelli, Roma, 1997, p. 145. También Aldo Agosti encuentra un hilo rojo entre el obrerismo de los años 60 y 70 y el sindicalismo revolucionario de finales del siglo pasado, el pensamiento de Georges Sorel y el consiliarismo del primer posguerra, ver Aldo Agosti, Enciclopedia della sinistra europea nel XX secolo, Editori Riuniti, Roma, 2000, pp. 509-512.

2 De hecho la voz «obrerismo» aparece en diccionarios de marxismo y de historia de la izquierda occidental, ver Georges Labica y Gérard Bensussan Dictionnarie critique du marxisme, PUF, 1985, París, p. 816-817 y Agosti, op. cit., pp. 509-512.

3 Para profundizar ver Guido Borio, Francesca Pozzi e Gigi Roggero, Futuro anteriore. Dai «Quaderni rossi» ai movimenti globali: ricchezze e limiti dell’operaismo italiano, Derive/Approdi, Roma, 2002, Nanni Balestrini y Primo Moroni, L’orda d’oro 1968-1977, Feltrinelli, Milano, 1997 y, en español, el interesante ensayo de Claudio Albertani, «Las trampas de Imperio. Antonio Negri y la extraña parábola del obrerismo» en Bajo el Volcán, BUAP, Puebla.

4 Albertani, op. cit., p.

5 Mario Tronti, «La fabbrica e la societá» en Quaderni rossi, núm. 2, 1962.

6 Labica, op. cit., p. 816.

7 Maria Turchetto, «De l’ouvrier masse á l’entrepreneurialité commune: la trajectoire déconcertante de l’operaisme italien» en Jacques Bidet y Eustache Kouvélakis (coords.), Marx contemporain, PUF, 2001, p. 296.

8 Mario Tronti, «Lenin in Inghilterra», editorial de Classe Operaia, núm. 1, febrero de 1964.

9 Ver Aldo Grandi, La generazione degli anni perduti. Storie di Potere Operaio, Einaudi, Torino, 2003 y Ballestrini, op. cit., enparticular el capítulo 7.

10 Ver Ballestrini, op. cit., en particular el capítulo 6.

11 Ver Grandi, op. cit., y Giorgio Galli, Piombo rosso. Storia completa della lotta armata in Italia dal 1970 ad oggi, Baldini Castoldi Dalai, Milán, 2004.

12 Ver Balestrini, op. cit., en particular el capítulo 10. Turchetto, op. cit., pp. 304-306.

13 Guido Liguori, Gramsci conteso. Storia di un dibattito 1922-1996, Editori Riuniti, Roma, 1996, «Gramsci y la nueva izquierda», pp. 172-178.