Todo comenzó a mediados de 1976, el día en que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua. Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, […]
Todo comenzó a mediados de 1976, el día en que me detuvieron los agentes del Ministerio del Interior en la ciudad de Oruro, donde estaba clandestino junto a un grupo de dirigentes mineros de Siglo XX y Llallagua.
Me torturaron varios días y varias noches. Fui sometido a casi todos los métodos de suplicio que, en los años 70 y 80, utilizaron las dictaduras militares en su denominada «lucha contra la subversión comunista».
Los mismos métodos se aplicaron en otros países del cono sur de América Latina: la represión sistemática, las amenazas y torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida al prisionero y llevar el martirio al límite de las pesadillas.
En ese contexto, los suramericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple «delito» de haber simpatizado con las ideas libertarias, la democracia popular y habernos opuesto a la brutalidad de los regímenes totalitarios.
Durante las sesiones de tortura, me desnudaron y encapucharon para que no viera ni reconociera a mis torturadores. Me hicieron «la percha del loro», amarrándome con una cuerda de pies y manos en una barra colocada de manera horizontal sobre el respaldo de dos sillas, y, mientras me interrogaban entre gritos e improperios, me golpeaban por doquier.
Algunas veces me pasaron por «el submarino», que consistía en sumergir al preso, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente o turril de aguas servidas, a manera de intimidarlo y provocarle náuseas.
Mis verdugos, no conformes con esto, me sujetaron bocarriba en un somier, sobre cuyo lecho de frías láminas, y luego de echarme agua, me aplicaron «la picana eléctrica» o «maquinita de picar carne humana» en las zonas más sensibles del cuerpo: la lengua, las orejas, los testículos y el ano. «La maquinita de picar carne humana» era una magneto que generaba electricidad de alta potencia. Y, como es de suponer, a tiempo de torturarme una y otra vez, subían el volumen de una radio para que no se oyeran mis gritos ni lamentos.
Me dejaron con el rostro y el cuerpo lleno de hematomas, tras propinarme patadas y puñetes, y golpearme con la culata de un fusil y otros objetos contundentes. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, era ejecutada por individuos que asumían la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.
Los métodos de tortura, que iban desde el «simulacro de fusilamiento» hasta el encierro en celdas solitarias y malolientes, tenían la intención de doblegar la voluntad más firme del prisionero. Sólo quien haya sufrido el tormento en carne propia, soportando los utensilios diversos que formaban parte de los métodos de tortura, sabe que este acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido.
Las torturas comenzaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de Oruro, prosiguieron en los sótanos del Ministerio del Interior y culminaron en el Departamento de Orden Político (DOP) de La Paz.
Concluidas las torturas y los interrogatorios, me encarcelaron en el Panóptico de San Pedro y en otras prisiones de alta seguridad, hasta que Amnistía Internacional, que hizo una campaña a mi favor y me adoptó como a uno de sus «presos de conciencia», me ofreció asilo político en Suecia. Así llegué a Estocolmo, directamente de la cárcel en febrero de 1977.
Por todo lo relatado, es justo que me considere una víctima más del terrorismo de Estado, que las dictaduras militares aplicaron sistemáticamente contra sus opositores políticos durante la tristemente famosa «Operación Cóndor» o «Plan Cóndor».
Por fortuna, quienes sobrevivimos a las mazmorras de las dictaduras, hemos denunciado las atrocidades que nos tocó vivir en carne propia, con el único propósito de dejar un testimonio vivo a las generaciones del presente y del futuro, que deben aprender a decir: ¡Nunca más a las torturas ni dictaduras! Por eso mismo, todos los testimonios, y en todas las manifestaciones del arte, son necesarios para esclarecer uno de los acontecimientos más sombríos de la historia contemporánea.
Yo escribí un libro de cuentos que revela los crímenes cometidos por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. El libro, publicado en 1991, bajo el título de «Cuentos violentos», describe en sus páginas, impregnadas de realismo descarnado y hechos insólitos, los sótanos dantescos de las cámaras de tortura a partir de una experiencia personal y colectiva, con la única preocupación de rescatar la voz anónima de las víctimas y dejar un testimonio vivo de la flagrante violación a los Derechos Humanos.
«Cuentos violentos», a más de dos décadas de su publicación, cuenta con lectores en varios países y forma parte de esas obras que rescatan la memoria histórica. Los cuentos, de un modo implícito y explícito, denuncian los atropellos a la dignidad humana, que las dictaduras cometieron antes, durante y después de que se firmara el documento de creación del «Plan Cóndor» en Santiago de Chile, en noviembre de 1975.
En «Cuentos violentos», aparte de reflejar la tragedia de un país asolado por una dictadura, he logrado escribir la experiencia vivida y sufrida por un grupo de luchadores sociales, sin otro afán que el de recuperar los eslabones perdidos de la memoria. No en vano estos cuentos, tras una apariencia de literatura de ficción, hoy constituyen un testimonio y una clara denuncia contra la represión política que los sistemas de poder institucionalizaron en el cono sur de América Latina.
En síntesis, cumpliendo con mi deber de comunicador social, debo manifestar que he logrado forjar, sin más recurso que la memoria honesta y modesta, una literatura de conciencia crítica, desde el «Tablero de la muerte» , que recrea la captura y muerte del Inca Atahuallpa, hasta «Días y noches de angustia» que, además de desvelar las atrocidades cometidas por la dictadura militar, obtuvo el Primer Premio Nacional de Cuento en la Universidad Técnica de Oruro, en 1984, seguido por la crítica especializada, que no dudó en señalar que con «Cuentos violentos» se estableció el tema de la tortura en la literatura boliviana del siglo XX.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.