Το καθε τι που αγγιζω με ποναει πραγματικα, κι’έπειτα δεν μου ανηκει.» (Theo Angelopoulos)’… «Os deseo salud y suerte, pero no puedo hacer vuestro viaje. Soy un visitante. Todo lo que toco me duele realmente, y después no me pertenece.» Theo Angelopoulos [El título y la cita inicial están tomados del Facebook de Juan Domingo […]
Το καθε τι που αγγιζω με ποναει πραγματικα, κι’έπειτα δεν μου ανηκει.» (Theo Angelopoulos)’… «Os deseo salud y suerte, pero no puedo hacer vuestro viaje. Soy un visitante. Todo lo que toco me duele realmente, y después no me pertenece.» Theo Angelopoulos
[El título y la cita inicial están tomados del Facebook de Juan Domingo Sánchez Stop]
El accidente que ha acabado con la vida de Theo Angelopoulos es, en verdad, una auténtica tragedia. El que ha sido por excelencia el mayor (por no decir el único) gran representante del cine griego, ha muerto antes de realizar su película inspirada en la deudocracia, un tema en el que el que estaba trabajando porque siendo un antisistema, ahora estaba más claro que nunca donde radicaba el mal social, el motivo de la mayor tragedia griega desde la II Guerra Mundial. Theo lo tenía claro, y lo dejo dicho en una entrevista: «Ahora más que nunca el mundo necesita cine. Puede que sea la última forma de resistencia ante el deteriorado mundo en el que vivimos. Al tratar de fronteras, límites, la mezcla de idiomas y de culturas, intento buscar un nuevo humanismo».
Desde que rodó su primer largometraje, Reconstrucción, en 1970, Angelopoulos se había convertido en uno de los referentes de un cine sobre crisis de las izquierdas en el siglo XX, en un autor de «arte y ensayo» que nos contaba con parsimonia historias que se fundían con el mito, y siempre con un aliento libertario intenso, el mismo que convertía a sus películas en obras abiertas a gente que lo descubrían. Es curioso, siendo un director minoritario, Angelopoulos realizó películas que pasaron a contarse entre las favoritas del personal que lo descubría. Fue una pasión de muchos y muchas, sobre todo con películas como La mirada de Ulises (1995), una de las evocaciones poéticas más intensa y certeras que se hayan hecho sobre lo que se ha venido a llamar «la muerte del comunismo». Los amigos y amigas que estén interesado en «la mirada de Theo Angelopoulos», deben de buscar un número lejano de la formidable revista donostiarra Nosferatu que le dedicó un número entero, y reunió a los principales especialistas hispanos sobre el gran cineasta griego, el único que nos ha llegado aquí después de Jules Dassin, posiblemente hoy olvidado pero que por su vida y su obra merecería de revindicado.
Autor premiado donde los haya, Theo descubrió su vocación por el cine a finales de la década de los sesenta, justo después de haber mandado al garete su carrera de abogado y licenciarse en Literatura en París, ciudad donde se apuntó a una escuela de cine hasta que decidió regresar a Grecia para dedicarse al periodismo, tarea que cumplió como crítico de cine en el diario Demokratiki Allaghi. En esas estaba cuando los coroneles al servicio de sus majestad Constantino (hijo de Federica de Grecia, que llegó a militar en las filas nazis) dieron el golpe de estado en 1967 y, no hay que decirlo, tal periódico fue clausurado. Fue entonces cuando optó por el cine. «En mi infancia, yo iba a las salas como a una fiesta, con amigos, vecinos… Era una acción social, surgían amigos, amores… La televisión destruyó todo ese tejido social, porque la ves solo», recordaba él mismo en Madrid, cuando en el 2008 asistió al estreno del documental Un lugar en el cine, del valisoletano Alberto Morais, un trabajo nos habla de la resistencia cinematográfica entendida a través del compromiso y el diálogo con la Historia, y está vertebrada a partir de tres cineastas, uno de ellos, es el propio Theo, que emprende un viaje desde Atenas hasta Ostia, la playa romana donde Pier Paolo Pasolini fue asesinado. En otro ámbito, en una estación de tren en España, Víctor Erice se acerca en la distancia a través de una entrevista. Una vez en Italia la cámara nos acerca a Tonino Guerra, Ninetto Davoli y Nico Naldini. Ellos cerrarán, a modo de voz desaparecida de Pasolini, (del que se acaba de editar Pasolini y la cultura española, obra de la dramaturga y escritora Francesca Falchi) el triángulo histórico y cinematográfico que componen nuestros tres cineastas.
Angelopoulos siempre se tomó su tiempo, echaba en falta los tiempos en los que películas de tres horas eran sucesos, algo que ya queda reservado para muy pocos. Para él el cine es un acto pedagógico: «Tanto en general como en que en las escuelas se vea cine, se hable de cine, se enseñe a ver cine». Pero el caso es que, a pesar de su dilatada duración, de la lentitud en que transcurrían sus historias, Theo pudo realizar una obra casi a su medida, apuestas tan desafiantes como la trilogía conformada por Días del 36 (1972), El viaje de los comediantes (1975), y Los cazadores (1977), una evocación de la tragedia social griega desde los años treinta a los setenta, y de las que, en no poca medida, La mirada de Ulises venía a ser como un epílogo. El reconocimiento internacional le granjeó un nombre en el cine resistente europeo, sobre cuya continuidad mantenía sus dudas.
En los ochenta su cine se hizo menos subrayado. Es la época de Viaje a Cythera (1984) o Paisaje en la niebla (1988), obras que se estrenaron aquí casi de tapadillos y que algunos pudimos disfrutar antes del video a través del programa de cine de vanguardia que ofrecía TV2 alrededor de las 23 horas. En los noventa llegó a los cines La mirada de Ulises con sus aureola de premios y en un tiempo en el que la resistencia se manifestaba muy especialmente convirtiendo en éxito el cine de Loach, Mike Leigh, Tavernier, Aristaráin, y otros, y La eternidad y un día (1998), con Bruno Ganz, obras que pudimos ya disfrutar con los revisionados en DVD. No fue hasta el año 2004 cuando pudo comenzar otra trilogía iniciada con Eleni. Regresaba el Theo airado hablando de la inmigración como lo harían otros grandes cineastas (el último Aki Kaurismaki), una problemática que tenía la virtud de iluminar sobre las miserias de la globalización, y el «declive de la fraternidad» de la que nos escribía con desgarro Toni Doménech. Cuatro años más tarde, El polvo del tiempo, con Willem Dafoe como un cineasta yanki que siguiendo la estela de Kazan, rodaba un filme sobre sus padres, griegos. Angelopoulos ha dejado inconclusa su última trilogía, y mientras esperamos a ver como ha quedado lo que estaba haciendo, no estará mal que volviéramos a descubrir su enorme legado. Un legado marxista bañado por un subterráneo anarquismo, el mismo que Richard Porton creyó entrever en su monumental Alejandro el Grande.
Pepe Gutiérrez-Álvarez fue militante de la Liga Comunista Revolucionaria y ha publicado muchos libros y artículos sobre la historia del movimiento obrero y sobre crítica de cine. Actualmente es uno de los principales animadores de la Fundació Andreu Nin y miembro del Consejo Asesor de VIENTO SUR.