Este parece ser el resultado de las investigaciones antropológicas: para el pensamiento mítico el sentido del mundo y de la acción humana radicaba en el momento de su creación por una fuerza divina. La narración sobre el origen del mundo contenía un modelo de la realidad, al que debía ajustarse la sociedad a través de su acción por restablecer el ideal fundante de la vida social. Las desviaciones inevitables, a través de las cuales el mundo social en su devenir se apartaba del modelo mítico, debían ser corregidas por la voluntad de permanecer fieles a la cultura originaria: la narración simbólica organizaba el deseo, estableciendo las normas que regían el orden colectivo. El tiempo marcaba el proceso de descomposición cósmica contra el que luchaba la humanidad encarnada por la tribu, y el consejo de ancianos señalaba los caminos para la recomposición de la identidad originaria. El futuro estaba ya determinado por el pasado.
Esa concepción mítica dominó el pensamiento humano también durante los siglos en los que se establecieron los primeros estados antiguos, formados en el cuarto milenio a.n.e. Solo a partir del siglo VI a.n.e., en la cultura clásica de la Antigüedad y otras civilizaciones de aquel periodo –Grecia, Persia, India, China-, la potencia fundante del mito fue superada por el desarrollo social y el avance tecno-científico, dando origen al pensamiento metafísico. El tiempo presente seguía remitiendo a un ciclo que volvía siempre a repetirse, pero la dimensión temporal se ensanchó con la experiencia histórica atesorada en la memoria, y el desarrollo de los acontecimientos empezó a concebirse bajo un modelo circular de dimensiones cósmicas.
La concepción de un universo gobernado por un tiempo circular tenía su correlato en la autoconciencia de las personas y alcanzaba plausibilidad con la creencia en la reencarnación de inspiración oriental, con raíz india o quizás indoeuropea. El ciclo de la personalidad humana, nacimiento, crecimiento, madurez y muerte, era atravesado por las almas que se reencarnaban una y otra vez en avatares sucesivos, según la creencia en la transmigración. Aparece así el concepto de alma como la unidad subjetiva de la personalidad, cuyo carácter espiritual le preserva de la descomposición material, y que puede escapar del eterno retorno gracias a la excelencia moral de la conducta. La eternidad del arquetipo se transmite al sujeto que lo contempla.
Por tanto, la vivencia de un tiempo circular tiene un punto de apoyo psicológico en la doctrina de la transmigración de las almas, muy extendida en la India donde Buda enseñó el camino para emanciparse del ciclo de las reencarnaciones a través de la introspección y el autodominio moral de la personalidad. Encontramos también la idea de un tiempo cósmico circular, en la cultura china tradicional, de una forma muy sofisticada en el confuciano I Ching, el libro de las mutaciones. En este texto la estructura de la realidad se desarrolla a través de 64 formas básicas, que se repiten aleatoriamente en el tiempo. Es un libro de adivinación que consiste en averiguar qué figura representa la situación actual y qué se puede esperar en el futuro próximo, para orientar la decisión del sujeto que interroga al destino. Los emperadores chinos consultaban a los sabios del reino sobre el oráculo, y estos interpretaban los signos que surgían al azar para expresar el momento presente y resolver las inquietudes del gobierno. El procedimiento remitía al legendario rey fundador del Estado burocrático chino y se desarrollaba a través de los opuestos: fuerte/débil, claro/oscuro, masculino/femenino, creativo/receptivo.
La motivación para esa comprensión circular del tiempo puede ser sencilla: es lo más natural; puesto que la regularidad y la medida del tiempo vienen dada por los ciclos cósmicos visibles en el cielo: los días que se crean por la rotación de la Tierra sobre su eje, y las estaciones, producto del movimiento de traslación terrestre. La causa de la comprensión lineal del tiempo que domina la civilización contemporánea radica en cambio en un fenómeno físico más fundamental, aunque menos evidente: la segunda ley de la termodinámica que rige las transformaciones de la energía. No es natural percibir que no puede revertirse la descomposición permanente de los fenómenos naturales, porque la vida se reproduce superando la muerte y tiene una dinámica expansiva gracias a su capacidad para captar la energía abundante que llega de la inagotable fuente solar. Los ciclos vitales de nacimiento, crecimiento, madurez y muerte, parecen eternos para la limitada experiencia humana de la naturaleza, todavía sin un sentido histórico elaborado.
El eterno retorno está gobernado por el deseo, el samsara de la religión hindú y budista, según una interpretación de la psicología humana que también se encuentra en la ética clásica griega. El placer, que vuelve siempre a exigir la atención de la subjetividad, arrastra a la personalidad humana hacia el desastre moral y debe ser controlado por un carácter fuerte que domina la propia conducta en pos de la excelencia. El cuerpo, cárcel del alma. La religión órfica, extendida entre los griegos de la época clásica, enseñaba esta doctrina que fue adoptada por pitagóricos y platónicos. De ellos la tomó Platón para mostrar la bondad del origen en la contemplación de las ideas: la verdadera realidad es una existencia espiritual primigenia, a la que las almas deben volver tras atravesar el mundo material gobernado por la necesidad. Se desarrolla así la conciencia moral al tiempo que la individuación de los sujetos. El sentido de la vida viene dado por los ideales racionales inscritos en la naturaleza espiritual del alma: alcanzar la perfección moral, descubriendo la verdad en la belleza del mundo material. Las formas de la naturaleza recuerdan el mundo de las ideas, conocer es recordar.
La República platónica nos muestra la utopía como un pasado ideal en la fundación del estado y las clases sociales, como modelo a reconstruir conscientemente. La armonía social es funcional con la armonía de los individuos que componen la sociedad: el orden social justo se cimenta sobre la virtud ciudadana. Ese modelo fue realizado por los Estados helenistas que surgieron de las conquistas de Alejandro Magno, y se superó con la difusión del cristianismo como portador de una nueva concepción de la historia, que afirma la salvación del género humano por la intervención divina. Con ello aparece un nueva problemática que conduce a la filosofía moderna a través de la teología cristiana.
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