La excepción a esa generalidad cultural, que concibe el tiempo circularmente, está constituida por el monoteísmo de raíz hebrea, que da origen sucesivamente al judaísmo, el cristianismo y el Islam. La idea de un tiempo irreversible, que avanza en un sentido sin volver nunca atrás, es relativamente moderna. Debió empezarse a formular hace tres mil o cuatro mil años entre los pueblos semitas, en relación con un contexto patriarcal bajo expresión religiosa: la idea de un Dios único, masculino, creador del mundo natural. Único: un solo universo; masculino: independizado de los ciclos naturales; creador: principio y fin, alfa y omega. Una comprensión del tiempo asociada al proceso de salvación del pueblo hebreo, elegido por el Señor del universo para establecer su Reino.
La historia se convierte en un largo camino sin retorno. Al final del mismo, se contempla una existencia utópica prometida por Dios, en la que será posible la realización plena de la humanidad bajo el dominio del pueblo elegido. Es aquí donde aparece la discontinuidad de la historia. La llegada del Mesías, enviado por Dios para establecer el Reino de Israel, causa una cesura en el tiempo que se detiene en el final de la historia. Ese futuro se ha independizado del pasado.
Bajo la influencia de la filosofía platónica y tras la diáspora del pueblo judío expulsado de Palestina por los conquistadores romanos, Pablo de Tarso transforma esa doctrina en una nueva religión para la humanidad: el cristianismo afirma que la historia es el proceso de salvación del género humano, conducido por Dios hacia su perfección. Esa salvación es necesaria puesto que la naturaleza es hostil al ser humano, fuente de dolor y sufrimiento. La idea de un pasado feliz en la plenitud se mantiene en el mito del paraíso, que expresa la identidad de la especie humana con la naturaleza terrestre. Pero esa identidad se ha roto por el pecado original y la expulsión del paraíso, que representa la llegada de la especie humana a la conciencia como fuente de la libertad.
Cuando estudiamos el proceso de hominización nos damos cuenta de la enorme fragilidad biológica del género homo, que solo ha podido ser superada mediante el ejercicio de la razón, esto es, la cooperación en grupo conseguida mediante un sistema de comunicación perfeccionado cual es el lenguaje. En el siglo XIII, Tomás de Aquino subraya esta condición humana en su texto político, Sobre la monarquía. Pero ha subordinado la razón al dogma de fe. Y esa fe abunda en la incapacidad de la persona humana para realizar una vida moral consistente y salvar de ese modo su alma. Según esa doctrina cristiana, el ser humano no tiene fuerzas por sí mismo para superar la decadencia que le impone el paso del tiempo, de ahí la necesidad de la Iglesia para preservar a la humanidad del desastre final, a la que está abocada por su contradictoria constitución esencial. La Iglesia distribuye la gracia divina a través de los sacramentos administrados por sus ordenados, y sostiene el desarrollo histórico en espera del final de los tiempos.
La superación de esta problemática viene dada por la Utopía de Moro en el Renacimiento, donde se proyecta la felicidad social como consecuencia de la eliminación de la estructura social clasista; así se dibuja un orden social democrático sin propiedad privada que inspira las revoluciones modernas. Esa utopía cristiana está prefigurada en los Hechos de los Apóstoles de Lucas, pero su inspiración directa proviene del encuentro europeo con las sociedades indígenas del Nuevo Mundo, descritas por Bartolomé de Las Casas como modelo de organización evangélica de la vida social. Es el descubrimiento del comunismo primitivo como forma natural de la sociedad humana; y esa unión con la naturaleza se funde con la aspiración a una sociedad feliz en la Utopía de Moro.
En esa línea de pensamiento, la Ilustración sustituyó el agente divino de la historia por la razón, que sería autosuficiente para conseguir un desarrollo consistente de la humanidad. En las corrientes más radicales, la negación de la gracia divina propone el ateísmo. Sin embargo, ese ateísmo acaba poniendo en cuestión a la propia razón, como capacidad humana para dirigir tanto la conducta personal como la historia colectiva. Este argumento le sirve a Nietzsche para hablar de la necesidad de liquidar a la humanidad, una vez que se descubre que Dios ha muerto. Nietzsche coincide parcialmente con la teología cristiana cuando describe la especie humana como una vitalidad mal constituida con su necesidad de crear el mundo del espíritu –aunque invierte su valoración: lo importante es la vida terrestre-. Y sus pronósticos críticos sobre la humanidad como una enfermedad de la Tierra son correctos, si nos atenemos a la destrucción de la biosfera por la actividad humana y la construcción de un monstruoso arsenal de destrucción masiva. Su desvalorización de lo humano conduce a un final de la historia en el que perece la humanidad para dar lugar al superhombre.
También Marx y Engels recogieron esa crítica a la metafísica que caracteriza a la filosofía del siglo XIX, pero no por ello abolieron la importancia de los ideales racionales para el ser humano. Encontraron esos ideales en las aspiraciones de los trabajadores a la emancipación y la liberación respecto del trabajo alienado. El comunismo no es una vuelta al pasado, sino la reconstrucción consciente y planificada científicamente de la sociabilidad humana, rota por el desarrollo de la humanidad a través de las sociedades clasistas fundadas en la explotación del trabajo. El entusiasmo con que Marx y Engels descubrieron las investigaciones antropológicas de Morgan –y que llevaron a Engels a escribir El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado- nos revela que los descubrimientos de la antropología venían a reforzar una intuición básica: que la racionalidad humana está inscrita en su historia y es universal, se encuentra en todos los seres humanos, independientemente de la forma cultural que tomen los ideales racionales que se fundan en la sociabilidad del ser humano. Los fundadores del materialismo histórico estaban convencidos de que el sentido común de los trabajadores se nutría por la experiencia histórica y respondía a una constitución racional de la especie humana.
El materialismo histórico ha sustituido la filosofía de la historia por una teoría científica de la historia, reteniendo los ideales racionales que contenía aquella filosofía, puesto que están presentes en las aspiraciones de las clases subalternas. La filosofía se realiza como crítica de la vida cotidiana, organizada a partir del sentido común alienado en la humanidad capitalista. Todos los hombres son filósofos, señala Gramsci, en la medida en que piensan el mundo desde los criterios que la vida social les proporciona. Se trata de descubrir las inconsistencias en el pensamiento popular para desarrollar la conciencia colectiva de la clase social. Sobre la base de ese desarrollo consciente habría de ser posible la construcción de una sociedad perfeccionada, donde la libertad se realizaría al tiempo que la justicia, corrigiendo la inhumanidad del capitalismo.
Es significativo que la modernidad haya sustituido en el siglo XX la utopía de la emancipación por la distopía de la anulación de la conciencia y la personalidad mediante sistemas de propaganda y condicionamiento del pensamiento. Frente al fracaso del optimismo ilustrado para organizar consistentemente el mundo social sobre la base de la razonabilidad natural de la humanidad, la razón se presenta como dominio tiránico sobre la naturaleza a través de la tecno-ciencia; y esa tiranía afecta también a la propia naturaleza humana.
La idea de la degeneración moral de la humanidad por el progreso tecno-científico fue elaborada por Rousseau: la ciencia y la técnica, al basarse en la propiedad privada y las clases sociales, nos alejan de un estado primitivo más feliz, democrático y solidario. La acción política debe dirigirse entonces a limitar ese desarrollo de la humanidad orientándolo en sentido racional, manteniendo los vínculos con el pasado a través de la memoria histórica de las clases populares y salvando los sistemas ecológicos del planeta Tierra que el desarrollo industrial capitalista destruye. De ahí que en América, como es patente en las últimas décadas, los movimientos indígenas que se apoyan en su pasado y su identidad sean al mismo tiempo la punta de lanza de una movilización social progresista para una humanidad emancipada.
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