A partir de 1492, el sometimiento, el exterminio y la explotación de los pueblos originarios de nuestra América (Abya Yala) le brindaron la ocasión a Europa occidental de colocarse a sí misma en la cúspide del poder y del conocimiento por encima de cualquier otra región o pueblo que existiera sobre la Tierra.
Europa hizo suyo -como creación propia- los aportes culturales, filosóficos y científicos provenientes de la Grecia antigua, de la península arábiga, de Bharat (India) y el lejano imperio de China; además de la enseñanza religiosa judía impartida por un humilde carpintero de la población de Nazareth, a quien el emperador de la antigua Roma Flavio Valerio Constantino II y el obispado de la sacra iglesia católica, apostólica y romana, en el concilio de Nicea del año 325 de la era común, convirtieron en un dios universal, omnisapiente y omnipotente.
Según lo establecido por el pensamiento eurocentrista (hilvanado con el transcurso de los siglos), habría una ley inexorable que se cumpliría respecto a la evolución histórica del resto de los pueblos del planeta, siguiendo la escala lineal de progreso de los europeos, quienes -por la gracia de su dios- estaban destinados a civilizados, al margen de sus creencias, tradiciones y costumbres, es decir, sin nada de lo que fuera su cultura hasta entonces. Algo que no ha cambiado del todo, manteniéndose una estructura y una convicción racista y patriarcal que han sido internalizadas, incluso, por aquellos que son objetos de su aplicación.
Ser, pensar y poder ideados y vistos en función de valores identificados como absolutos, universales y humanos; lo que ha servido para la imposición de modelos, de estructuras y sistemas de pensamiento extraídos de la colonialidad eurocentrista, además para establecer relaciones de dominación que siguen reproduciendo la estratificación de la sociedad y la asimetría entre gobernantes y gobernados, así como la inferiorización y la subalternidad de los sectores populares.
En cuanto a lo anteriormente señalado, es válido citar al reconocido filósofo argentino Enrique Dussel cuando, en su obra «1492: El encubrimiento del otro. El origen del mito de la modernidad«, quien ubica dicho año como «la fecha del ‘nacimiento’ de la modernidad, si bien su gestación envuelve un proceso de crecimiento ‘intrauterino’ que lo precede. La posibilidad de la modernidad se originó en las ciudades libres de la Europa Medieval, que eran centros de enorme creatividad. Pero la modernidad como tal ‘nació’ cuando Europa estaba en una posición tal como para plantearse a sí misma contra un otro; cuando en otras palabras, Europa pudo autoconstituirse como un ego unificado, explorando, conquistando, colonizando una alteridad que le devolvía una imagen sobre sí misma».
Ocurre, entonces, gracias a la extracción de las riquezas minerales del nuevo continente americano y su posterior traslado al reino de España y, de ahí, al resto de Europa, la «acumulación originaria de capital», sin lo cual no habría sido posible que surgiera y se asentara jamás el sistema capitalista y, junto con él, la hegemonía europea.
La supresión de valores (morales, cívicos, religiosos) y la ruptura unilateral con el código moral (extraído de las culturas de los pueblos originarios y afrodescendientes, fundamentalmente) que prevalecería en nuestro tipo de sociedad han originado omisiones históricas de importancia que obstaculizan una comprensión cabal de lo acontecido en nuestra geografía desde hace más de quinientos años. Eso sin caer en la romanización de lo que fue el pasado ignoto de estos pueblos, ni en una apología de lo hecho por españoles y demás europeos en su contra. Porque, en uno u otro caso, tendrían que pasarse muchos elementos o detalles que debieran ayudarnos a ver el cuadro en general y, de este modo, a superar los dilemas, las contradicciones y los complejos que saturan nuestra historia común.
Por ello, la idea de que los antiguos habitantes de lo que los europeos llamarán arrogantemente América eran esclavos por naturaleza y, por tanto, seres incapaces de gobernarse a sí mismos, en un estado de animalidad, que se extendió a los esclavizados secuestrados de la madre África, sirvió de fundamento para construir en este territorio un sistema social, político y económico que, en esencia, dígase lo contrario, se mantiene aún vigente.
Esto último es lo que debiera motivar a revolucionarios y a científicos y analistas sociales al debate serio y a la máxima difusión entre nuestros pueblos de lo que ha sido y representa ese pasado que compartimos desde México hasta Argentina, sin excluir a nuestros hermanos del mar Caribe, puesto que sin dicho pasado no habría sido posible el desarrollo en imperialista de las grandes potencias europeas y de Estados Unidos. Esto exige la mayor objetividad posible y, al mismo tiempo, recurrir a la historia marginada y no reconocida de todos los grupos étnico-culturales que integran nuestros pueblos, ya que es harto necesario desprenderse de esa visión y calificación racista y prejuiciosa que heredamos del eurocentrismo (repetido, aun sin estar consciente de ello), al denominar indistintamente a la amplia variedad de grupos como indios y negros, negando sus orígenes y sus cosmovisiones particulares.
Por otra parte, hay que tener en consideración la narrativa épica de la independencia de las antiguas colonias españolas en suelo americano sitúa a un grupo de hombres y mujeres -pertenecientes, generalmente, a las clases, castas o estamentos dominantes- determinados a lograr, a cualquier precio, este importante objetivo político. Sin embargo, poco se precisa en relación a la ambigüedad ideológica que los caracterizaba, especialmente cuando el asunto de la libertad abarcaba a los afrodescendientes esclavizados, privilegiando semánticamente (y hasta hipócritamente) a los pueblos originarios, de quienes se consideraban sus vengadores; omitiéndose, desde entonces, la participación de los sectores populares excluidos social, económica y étnicamente.
«Se hace necesario –como lo expone Ana Lilia Márquez Ugueto en su libro ‘Pais mantuano, ensayos de filosofía del cimarronaje’– entonces desenmascarar todas las formas de expresión del despotismo criollo venezolano como representación del condicionamiento colonial presente en las narrativas históricas que legamos del estamento criollo. El encubrimiento de la naturaleza excluyente de la sociedad colonial que atesora aún hoy las presuntas cualidades de superioridad e inferioridad de las ontologías que se han relacionado a lo largo de la vida de nuestra sociedad, son las que han justificado ideológicamente la desigualdad«; lo que se refleja, con algunos tintes diferenciados pero iguales en resultados, en la manera de entender y de manejar el poder del Estado y de la economía capitalista dependiente.
La crisis de la sociedad colonial no se desencadenaría por completo sin la participación de los sectores populares excluidos y subalternizados, tanto si se incorporan en el bando patriota o lo hagan en el bando realista. Es algo que apenas se ha escudriñado y que debe enfatizarse al momento de referirse al pasado y al presente de la historia nacional. Sus resultados debieran redundar en el afianzamiento de los valores de solidaridad y de acción colectiva que persisten en el seno de nuestros sectores populares, en un continuo proceso de resocialización que le otorgue, sin mezquindades de por medio, el plusvalor económico, político e ideológico que conduzca a nuestros países a su verdadera emancipación, sin ser apéndice de ningún tipo de imperialismo.
Para concluir, como lo describe Vladimir Acosta, es evidente que «lo más sencillo es el nombre de América Latina, y aunque nos parezca con toda razón que es insuficiente y de origen colonialista, resulta el más utilizado, y no parece que, por lo pronto, podamos cambiarlo por uno que sea más nuestro y que además pueda satisfacernos a todos. Llamarla incluso Nuestra América, como hacía Martí, lo que es una forma patriótica, hermosa y nuestra de llamarnos, puede ser válido para nosotros, pero no podría ser un nombre oficial. Además, y pese al antiimperialismo de Martí, tal denominación podría gustarle mucho a los Estados Unidos, que basados en su Destino Manifesto, desde hace más de un siglo se creen sus dueños y nos han impuesto su dominio«.
Sea que identifiquemos este amplio territorio como América Latina, Hispanoamérica, Iberoamérica, Indoamérica, Abya Yala o Améfrica Ladina, lo importante es que, en conjunto, se entienda que su lucha abarca más que una aspiración en alcanzar el mismo nivel de vida de los centros de poder hegemónico que, de una u otra manera, lo subyugan económica, política, cultural y militarmente; lo que nos impone reflexionar, con toda la honestidad posible, si tiene sentido la descolonización del pensamiento cuando somos partidarios de insertarnos en la moda o corriente de la globalización económica a fin de no seguir considerando a nuestro continente como la cenicienta del mundo.
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