Más que interesante, es necesario hablar de esto. Lo hacen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre en su magnífico libro «Comprender Venezuela, pensar la democracia», publicado el pasado mes de septiembre por la editorial Hiru. Me parece que estos dos autores orientan correctamente el debate y lo sacan del cúmulo de equívocos y callejones sin salida […]
Más que interesante, es necesario hablar de esto. Lo hacen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre en su magnífico libro «Comprender Venezuela, pensar la democracia», publicado el pasado mes de septiembre por la editorial Hiru. Me parece que estos dos autores orientan correctamente el debate y lo sacan del cúmulo de equívocos y callejones sin salida en el que lo están metiendo recientemente, en Rebelión, Philippe van Parijs (19/X/2006) y Marco Antonio Esteban (25/X/2006).
El primero de estos autores, en su artículo «¿Debe la izquierda ser socialista?«, apunta de manera interesante a la importancia de la libertad para la izquierda. Pero la combina con la supuesta importancia del «mercado» y se manifiesta extrañamente por la reducción del Estado, por una política monetaria fuera de control político y cosas por el estilo que nos llevan de la «libertad» a lo que parece una aceptación del capitalismo como suelo estructural inevitable (y hasta deseable) de la sociedad. Como si viviéramos en verdaderos Estados democráticos y de Derecho en, supongo, Europa occidental. Y plantea un debate capcioso: «libertad» frente a «igualdad». El resto de artículo me parece bien: la izquierda no ha de ser necesariamente progresista -esta es una idea crucial-; la izquierda debe ser ética y no moralizante; la democracia debe tener ciertos límites marcados por instancias constituidas como independientes de la voluntad momentánea de la ciudadanía; hay que ser marxista en el sentido más saludable, desde un punto de vista filosófico y político, del término…
El segundo de estos autores contesta al primero en su artículo «¿Debe la izquierda ser liberal?» y con la mejor intención, a mi entender no hace sino empeorar las cosas. Si bien denuncia la pequeña trampa con la que Philippe van Parijs nos quiere situar en pleno campo neoliberal, lo cierto es que cae en ella por completo y nos arroja a la ciénaga terrible de la que la izquierda debe salir de una vez. Así, se dedica a intentar demostrar que la libertad sí debe ser en alguna medida «limitada» «en nombre de las causas más nobles, como la reducción de las desigualdades«. Y lo que es verdaderamente grave, se decanta por la supresión de la división de poderes, juntando de manera muy rara la autonomía judicial o la universitaria, con la autonomía de la autoridad monetaria, como si los tres conceptos pudieran echarse al mismo saco y suprimirse por las mismas razones. Por lo demás, sus consideraciones acerca de la importancia del Estado como gobernador de la economía son, a mi juicio, acertadas, y rebaten de sobra lo que dice al respecto Philippe van Parijs.
Creo que hay dos consideraciones que pueden allanar mínimamente este berenjenal.
1. La libertad a la que se debe referir la izquierda es aquella que invocaban los revolucionarios franceses, curiosamente junto con las palabras igualdad y fraternidad. Y no puede ser concebida fuera de lo que esos franceses, ya en el siglo XVIII, intentaron constituir, a saber, el Estado de Derecho. Esto implica la salvaguarda de un espacio privado que pertenece al ciudadano como individuo libre y que garantiza unos derechos y libertades imprescindibles. Se trata, por tanto, de la constitución de un Derecho garantista que tiene por principios el imperio de la Ley y la seguridad jurídica de los ciudadanos. Estamos ante la combinación de las declaraciones de derechos humanos con principios como la presunción de inocencia, el habeas corpus, la libertad de expresión y la pluralidad, etc.
Esto implica, cómo no, el derecho a la propiedad privada, entendido como un derecho general y no como un privilegio. En el reino de la libertad, se hace necesario entender la propiedad privada como la generalización de lo posible y la eliminación de los privilegios que, a cuenta del derecho de algunos, privan de derechos al resto. Por cierto, en cualquier curso elemental de Derecho constitucional, siempre se acaba hablando de la segunda generación de derechos humanos, los llamados derechos sociales, que curiosamente las constituciones vigentes en los tan manidos Estados de Derecho del primer mundo no garantizan, sólo los enuncian como una especie de objetivo vacuo de la sociedad. Se trata del derecho a la educación, a la salud, al trabajo digno, a la vivienda… nada menos que las condiciones previas a toda posibilidad de tener derechos. Sin educación, sin salud, sin vivienda, en la esclavitud, ¿se puede hablar de derechos y libertades?
De estas consideraciones se colige fácilmente que no hay contradicción alguna entre libertad e igualdad… a menos que se entienda como libertad el capitalismo vigente. Esa es la trampa en este asunto. ¿Tiene la libertad algo que ver con el derecho de los privilegiados a hacer prácticamente lo que les dé la gana con los medios de producción privados -es decir, los que se le han privado a la sociedad-? Porque cuando de capital se trata, propiedad privada significa propiedad netamente social expropiada por individuos que se instalan en el privilegio y que nos hacen confundir su cacareada libertad con su gobierno dictatorial de la economía (y, por ende, de la sociedad)… Por eso es erróneo discutir con Philippe van Parijs diciendo que hay que reducir la libertad para garantizar la igualdad. Al contrario, lo que hay que hacer es constituir las condiciones en las que la libertad como derecho humano pueda llegar a toda la ciudadanía por igual.
2. Van Parijs tiene razón cuando pone límites a la democracia. Es cierto que, antes que nada, hay que saber que no hay posibilidad de que el sufragio universal, las votaciones libres y la regla de la mayoría tengan nada que decir, nada que gobernar, si las decisiones económicas dependen de algo así como un mercado. Lo que Van Parijs pretende es, sencillamente, una contradicción en términos, ya que sólo es posible una sociedad «mínimamente equitativa» si, precisamente, se agiganta el Estado, es decir, lo público, porque lo que la Historia demuestra (Historia es lo que le falta a toda la argumentación de Van Parijs) es que el mercado reduce o elimina el gobierno y hace imposible ningún objetivo ni de equidad ni de democracia. La extensión de la libertad depende mucho, por tanto, de la extensión del Estado en detrimento del mercado. Y no cabe duda de que este razonamiento tiene mucho que ver con el socialismo y con la izquierda.
Ahora bien, de aquí no podemos sacar la conclusión que, de manera exagerada y gratuita, saca Marco Antonio Esteban: «que las autoridades judiciales, monetarias e incluso científicas deben ser sometidas al control y poder democráticos» y que «las autonomías judicial y monetaria han de ser simplemente eliminadas». Con proclamas así conducimos a la izquierda socialista a callejones sin salida de los que la Historia está plagada y que no son precisamente ejemplos a seguir. Y se lo ponemos fácil al enemigo, que rápidamente reedita a voz en grito todos los engaños básicos de la ideología liberal con la que las diferentes burguesías han tergiversado por completo el programa político originario de la Ilustración revolucionaria. El Estado de Derecho sigue siendo una utopía, y es nuestra.
La división de poderes es una cuestión constitucional. No puede haber Estado de Derecho (y, por tanto, democracia y ciudadanía) sin constitución, es decir, sin unas reglas que se establecen de una vez y para mucho tiempo, y que no pueden ser cuestionadas por una mayoría momentánea. La constitución es el modo en que se asegura el gobierno de la razón y de su expresión práctica, el Derecho. Un Estado de Derecho es aquel en el que cualquier ley puede ser mejorada por la voluntad democrática, pero en él ni se pone en cuestión el imperio de la ley ni se permite que se dicten leyes intrínsecamente injustas porque atenten contra los derechos elementales de los ciudadanos, la igualdad jurídica o los procedimientos que garantizan el ordenamiento democrático. Es por esto que el poder judicial, en un país socialista y democrático, en nuestra aspiración utópica [1], debe ser independiente, basado no en juegos de intereses o en la sujeción a la mayoría de cada momento, sino en la autonomía intelectual y la formación jurídica de sus componentes, encargados de la aplicación ecuánime de las leyes y sólo de las leyes. Algo parecido sucede con la Universidad: la comunidad científica no debe estar sometida a las tensiones de lo social, justo al contrario de lo que pretenden las reformas que está imponiendo el espacio europeo de formación superior [2]. ¿Ocurre lo mismo con la autoridad monetaria? Aquí hay una trampilla que nos pone Philippe van Parijs como quien no quiere la cosa. Deducir que debe haber una instancia independiente de los poderes legislativo y ejecutivo que controle los flujos monetarios naturaliza el mercado como eje rector de la vida económica, es decir, da por sentado que no hay más opción que un capitalismo más o menos limitado. Evidentemente, algo así entra de lleno en contradicción con toda equidad y toda democracia.
Así que, en cierto sentido, a las izquierdas no se les tienen que caer los anillos por ser liberales, en el sentido más antiguo y menos manipulado del término. Nuestro programa político debe ser el mismo que el de los revolucionarios que se alzaron contra el Antiguo Régimen buscando algo muy distinto a la consolidación de la burguesía como clase dominante y el establecimiento de la barbarie capitalista como gobierno efectivo de la sociedad. Debemos combatir la tergiversación que hace el neoliberalismo de los ideales democráticos del liberalismo, denunciando sin tregua el permanente incumplimiento en el que vivimos. Y demostrar una y otra vez que si la democracia y la plena ciudadanía son nuestros objetivos, el socialismo es, en realidad, el único medio para que sean posibles.
Notas
[1] Es un grave error asumir que hay democracia en los países que se autodenominan democráticos y que dicen ir por ahí extendiendo la democracia. Yo no vivo en un país democrático. Philippe van Parijs no vive en un país democrático. Siguiendo a Alegre y Fernández Liria en su ensayo sobre Venezuela, sólo hay un intento de democracia fuera de toda excepción, y se trata nada menos que de Venezuela. Y probablemente sólo se dan, además, las condiciones de partida para una futura democracia en Cuba, que vive en un permanente estado de guerra que impide de todo punto, de momento, la plena democratización de su gobierno (véase al respecto el artículo de Carlos Tena «Cuba es más que una democracia», publicado en Rebelión el pasado 14 de septiembre). Lo cierto es que en ambos casos, la realidad se resiste a la utopía, que se va construyendo con grandes esfuerzos y sacrificios, de manera revolucionaria.
Para que haya democracia debe haber, ante todo, la posibilidad de gobernar la sociedad. No puede haber un Estado residual sometido a las presiones de los intereses privados y a la fuerza de los privilegios. No hay democracia si hay oligarquía. Si en Europa hay algo que se parece un poco a la democracia y al Estado de Derecho es porque sólo puede ser de derechas. Mientras el pueblo decida que la única opción son los partidos de un espectro insulso como el que representan PSOE y PP en España o PSF y la derecha en Francia, habrá democracia. Pero en el mismo momento en que un gobierno decida gobernar y trate de cambiar las capciosas reglas del juego de la economía capitalista -esa que condena a casi todo el planeta a la pobreza y garantiza los privilegios de una minoría cada vez menor-, se hundirá el mundo y llegará el golpe de Estado en cualquiera de sus formas posibles. Esa es la Historia del siglo XX y, si en cierto sentido ha dejado de serlo en el primer mundo, es a costa de que las poblaciones europea, estadounidense, japonesa, australiana… deciden invariablemente en las urnas la perpetuación del (des)orden establecido y la permanente elevación de las barreras que separan el mundo de los privilegiados del desastre del tercer (y cuarto) mundo.
[2] Véase el excelente artículo de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero «El reto de la Universidad ante la sociedad del conocimiento», publicado en Rebelión el 30 de noviembre de 2004.