En los últimos días han aparecido en distintas estaciones del metro londinense unos carteles oficiales con membrete de la empresa en los que se puede leer la siguiente recomendación: «No corra por los pasillos o andenes, especialmente si usted lleva una mochila o tiene aspecto de extranjero». Extranjero quiere decir, claro, color de piel distinta […]
En los últimos días han aparecido en distintas estaciones del metro londinense unos carteles oficiales con membrete de la empresa en los que se puede leer la siguiente recomendación: «No corra por los pasillos o andenes, especialmente si usted lleva una mochila o tiene aspecto de extranjero». Extranjero quiere decir, claro, color de piel distinta y criminalizable, digamos que aspecto del «otro» para salir de dudas y tranquilidad simbólica de las conciencias bienpensantes. Un aviso que nunca pudo llegar a leer Jean Charles Menézes, el joven brasileño de 27 años abatido el viernes 22 de julio por dos agentes que le dispararon ocho balazos en la espalda y en la cabeza, a quemarropa señalan los testigos, al confundirle con un «posible terrorista». Menézes, electricista emigrante, llevaba en Inglaterra desde finales de los años noventa compartiendo con sus primas un piso de alquiler en el barrio obrero de Lambeth, al sur de la capital. Como miles y miles de hombres y mujeres ub icados aleatoriamente en la periferia del planeta, la difícil situación económica de su familia le llevó al «Norte del sueño» donde comenzaría una nueva vida sin olvidar mandar dinero mensualmente a sus padres, a los que llamaba tres veces por semana: «Mai (madre), yo quiero que usted y papá vivan como reyes»… Ahora, punto final, la política de seguridad y los manuales oficiales del «tirar a matar» han establecido los límites de lo posible, las fronteras de lo real más allá de las periódicas referencias de Tony Blair al «tejido interétnico» sobre el que supuestamente se configura la actual sociedad británica. El sueño de la razón sigue produciendo monstruos reales y tangibles, ahora en torno al falso dilema «seguridad-libertad». Todo vale, señalan diversas voces «profesionales», en el necesario sentido común de defendernos de quienes quieren matarnos, especialmente en esta «III Guerra Mundial» que nos envuelve. Son, simplemente, inevitables «daños colaterales» (expresión mul tiuso que recorre geografías y tragedias) en la justa lucha por la defensa de la «paz y la democracia». De fronteras para dentro, claro. Más allá de las columnas de Hércules, de las alambradas de dos metros de altura y decenas de siglos de incomprensión, expolios y distancias, la lectura es distinta…
Un periódico madrileño publicaba este domingo una encuesta realizada entre sus lectores que respondían a la pregunta: «¿Está justificado tirar a matar contra un supuesto terrorista suicida?». Un 63% respondía que sí y un 37% que no. Legítima defensa democrática frente a la posible amenaza colectiva que, como en los textos de H.G. Wells, siempre llega del exterior. Meros mecanismos de autoprotección frente al enemigo en casa. Así están las cosas en este Norte del espectáculo y el simulacro. Mientras tanto, en la pequeña ciudad de Gonzaga, en el pobre estado brasileño de Minas Geráis, la madre de Jean Charles Menézes, último mártir de esta nueva cruzada occidental sustentada en la exclusión y en el miedo de las malas conciencias, sigue recordando continuamente las frases que le dijera su hijo poco antes de partir hacia la nada: «Cálmese, mai, allí la gente es muy educada. Y mire si son pacíficos que ni los policías portan armas».
Joseba Macias es sociólogo y periodista.Profesor de la EHU-UPV.