Siempre me ha parecido extraño que para tocar el piano se necesite un piano, esa especie de dinosaurio de madera que hay que aporrear con las dos manos; como me parece extraño que a nadie le parezca extraño que para traducir un texto de una lengua a otra no se necesiten grúas y poleas, cuerdas […]
Siempre me ha parecido extraño que para tocar el piano se necesite un piano, esa especie de dinosaurio de madera que hay que aporrear con las dos manos; como me parece extraño que a nadie le parezca extraño que para traducir un texto de una lengua a otra no se necesiten grúas y poleas, cuerdas y palancas, con las que levantar todo ese peso del suelo.
En las lenguas que conozco, todas mal, «traducir» (tradurre, traduire, traduzir, translate, itzuli, übersetzen) evoca la operación muy física de recolocar una carga, de acarrear un paquete, de transportar y alzar y apoyar en otro sitio un gran piano. También en árabe, donde el verbo «tarjama», del que se derivan nuestro castellano «trujimán» o «truchimán» o «dragomán», comparte el campo semántico con «naqala», literalmente «transportar», cuya gutural «qaf» central materializa la imagen muy robusta de un camión lleno de naranjas. Creo que los miembros del colectivo Tlaxcala no se sentirán incómodos si me los imagino como fornidos camioneros o mozos de carga (ellas y ellos) que aceptan y se enorgullecen del carácter social tanto de su medio de transporte como del material explosivo que transportan.
El viento que traslada la semilla y poliniza el campo estéril por encima de la valla, ¡es el traductor del trigo!
El río que traslada agua, barcos y limo de un país a otro sin secarse en las fronteras, ¡es el traductor de la vida!
El labio impetuoso que traslada saliva al labio del amante, ¡es el traductor del fuego!
El albañil que traslada ladrillos para construir una casa, ¡es el traductor del empeño!
El estibador que carga fardos en el puerto, el minero que empuja la vagoneta, la maquiladora que transforma trabajosamente el tejido, ¡son los traductores de la potencia cautiva!
El militante que pasa un mensaje, el resistente que transmite una información clandestina, el estudiante que reparte un periódico colérico, ¡son los traductores del límite!
El campesino que transporta armas a las Sierras Maestras del planeta, ¡es el traductor de su pueblo!
El poeta que traslada los nombres comunes de una posibilidad no entrevista, ¡es el traductor del futuro!
Pero por eso mismo, y al revés, Tlaxcala, colmena de traductores, falansterio de verbos, es viento, es río, es saliva, es ladrillo, es estibador de puerto, es minero, es maquiladora, es campesino, es militante, es poeta.
Son tres los misterios. El primero: hablamos. El segundo: hablamos lenguas diferentes. El tercero: podemos traducirlas. De los tres, el más enigmático y definitivo, el que mejor nos define como humanos, es el último. Un león y una mariposa no tienen nada que decirse, una cebra y un cordero pueden chocar, pero no cambiarse de sitio. Lo que distingue a los seres humanos de los animales es que sólo los primeros pueden traducir y traducirse. Sólo lo que no admite traducción es una especie, sólo lo que no se puede traducir es una raza y por eso una cebra es una cárcel. Si algo no se puede traducir es que no es libre. El racismo, la xenofobia, el machismo, el imperialismo, el capitalismo, se oponen encarnizadamente a toda traducción, quieren agotar el mundo en sus especies estancas, tratan a los hombres como a cebras de una sola versión, como a corderos intraducibles. Traducir es salir de la cebra; es decir, salir de la cárcel. Traducir un cordero es convertirlo -verterlo- en un ser humano.
Lo contrario de traducir es reducir: reducir a un prisionero, reducir una revuelta, reducir a cenizas un poblado, reducir a escombros una casa, reducir un pueblo a la miseria. Esa es la vocación del Imperio. Monsanto quiere embridar los pólenes y el viento; Lyonnaise des Eaux quiere enlatar los ríos; Repsol quiere coagular las salivas; el fuego, las vagonetas, los tejidos, los campos hablan una sola lengua, un idiolecto, y no hay ninguna otra a la que trasladarlos. El relato de Babel es pura propaganda: para que los hombres juntos no construyesen esa torre amenazante para el cielo, Dios tuvo que crear luego un imperio que impidiese la traducción y generalizase un cizañero idioma común. Hacen falta al menos dos lenguas para entenderse y mil para ponerse de acuerdo. Para dividir a los hombres Dios les impuso una sola lengua y los encerró en ella. El Pentágono y la OTAN se ocupan de reducir las casas y los cuerpos; Le Monde, Il Corriere della Sera, la CNN y The New York Times, entre otros, se encargan de reducir las mentes. El Imperio no se puede traducir: es uno, total e intransitivo.
La figura del traductor ha estado siempre marcada por una especie de fracaso original: era el zapatero remendón que parcheaba los estragos de Babel, la lámpara a media luz que apenas si lograba -como en la hermosa metáfora cervantina- mostrar el revés del tapiz, el traduttore traditore resignado a trasladar sentidos mancos, aproximaciones, tanteos, y a recibir el desprecio con que se despacha a los mensajeros desmemoriados.
Tlaxcala, cooperativa del transporte de voces, parque móvil de las palabras comunes, parte del principio contrario y mucho más exacto: el de que el peligro y el fracaso es el monolingüismo; el de que es el Uno quien impide la unidad; el de que sólo una alianza de las diferencias puede triunfar sobre el Todo. Tlaxcala nace para regocijarse en el barullo de Babel y para expedir sus camiones, con armas y con naranjas, en todas direcciones. Tlaxcala nace para afirmar el carácter social del lenguaje y el carácter lingüístico de la emancipación. Tlaxcala nace para combatir el inglés imperial y también para salvar el inglés, reducido -intraducible- a una lengua sumaria, imperativa, enjuta, acerada, esférica y tramposa, a una especie y no a una lengua (y no cebra, sino hiena), una cárcel y no un río, un idiolecto absoluto que sólo puede ser rehabilitado y liberado, como sus propios hablantes, dejando entrar en su seno las traducciones de otras lenguas.
Poleas y grúas, sogas y palancas, me emociona y agradezco personalmente (oligóglota de a pie) el trabajo musculosamente social de los traductores (los de Rebelión y los de Tlaxcala), sin el cual seguiríamos siendo cebras o hienas en el zoológico de la CNN. Tlaxcala quiere ser la Escuela de Traductores de Toledo del anti-imperialismo, el ejército de trujimanes que levante, ladrillo a ladrillo, la torre bulliciosa contra el Uno enmudecedor, el brazo lingüístico de la revolución que liberará el viento, los ríos, la saliva, las vagonetas y los hombres. El mundo es una traducción y todas sus partes son originales. Que tenga cuidado el Uno, pues Tlaxcala ha empezado a traducir la Unión.
Artículos relacionados: véase, también en Rebelión, Manifiesto de Tlaxcala y Cómo destruir la Torre de Babel.