De todos es sabido que en arte el fracaso está asegurado si se quiere contentar a todos. Sin embargo en política, en democracia, el éxito del gobernante llega cuando todo el mundo se siente relativamente insatisfecho. Pues no puede haber democracia cuando unos pocos la defienden a capa y espada porque viven desahogadamente, y grandes […]
De todos es sabido que en arte el fracaso está asegurado si se quiere contentar a todos. Sin embargo en política, en democracia, el éxito del gobernante llega cuando todo el mundo se siente relativamente insatisfecho. Pues no puede haber democracia cuando unos pocos la defienden a capa y espada porque viven desahogadamente, y grandes mayorías la maldicen porque la libertad que ofrece la democracia empieza en la independencia económica y termina en la vida digna de las que carecen. Es posible que ésta sea la razón por la que en una encuesta del prestigioso centro sociológico Levada el 55% de los adultos en Rusia lamenta la desaparición del bloque, ocurrida en 1991, y en la que la mayoría de los rusos sigue culpando a Gorbachov de la caída de la URSS. Lógico si donde trescientos millones vivían con sus necesidades básicas cubiertas, ahora millones sobreviven sólo por la filantropía y además con la incertidumbre, la angustia o la desesperación que sufre todo excluido social en las democracias capitalistas, como sucede también en España.
Una España donde abundan desde siempre talentos y genios como en pocos países del planeta pero que, para la desgracia de las próximas generaciones, son sistemáticamente desaprovechados, relegados, apartados o expulsados por el espíritu colectivo compartido entre gobernantes y gobernados. Me refiero a ese espíritu que nos distingue de otros países del mismo sistema donde habrá menos talentos pero tienen el impagable de saber aprovechar los suyos y los nuestros escapados. Las causas principales del desastre entre nosotros suelen ser siempre la mismas. En la vida de la empresa y en la política en funcionamiento los codazos, la envidia y la vanidad que llevan a directivos y capitostes a elegir ordinariamente a aduladores, a serviles y a mediocres. Y en la política de elecciones, el gusto por el disparatar anónimamente, el miedo a lo desconocido inculcado por los poderosos a través de sus medios, y la escasa conciencia social que son lo que mueven a los electores a la insensatez de elegir tozudamente a los menos recomendables o a bandoleros. Porque «los mejores» no son ni los charlatanes ni los encantadores de serpientes ni los esquivos. Hay que buscarlos, porque se encuentran entre ellos, a los y las prudentes…
Y es que desde que arrancó este simulacro, el año 1978, nos hemos venido haciendo una idea muy precisa tanto de la catadura de los elegidos como de la psicología y naturaleza de los electores. Desde luego últimamente y pese a estar verificada la calaña de gran parte de los que han venido gobernando, por una suerte de perversión colectiva un buen número sigue votando mayoritariamente a ladrones y a cínicos.
Después de la dictadura, España por sí sola no hubiera progresado. Los avances habidos se han producido a pesar de los gobernantes, no gracias a ellos. Las cuantiosas ayudas recibidas de Europa los explican. No obstante, esos avances quedan muy lejos del punto al que hubiera debido llegar si los responsables públicos, los poseedores del dinero y los detentadores del poder no hubieran sido incompetentes, ventajistas y muchos de ellos forajidos. Lo que a su vez ha dado lugar a una brusca regresión en materia social y política. Una incompetencia en los mandatarios, por cierto, que va a la par con la incapacidad del espíritu colectivo de los mandantes para distinguir a los mejores. Este es el drama del país: filisteos, espíritus vulgares, al frente de la sociedad en todos los ámbitos sobrenadando la excelencia sin querer reconocerla, y un cuerpo electoral entre desorientado e inmaduro y a la hora de votar indiferente ante los salteadores de caminos que son muchos de los que se postulan para representarles.
Durante décadas fue el dictador quien impedía el afloramiento de talentos, de genios y por supuesto de estadistas. Hoy son las mentes pequeñas, mezquinas, ruines que pasan por inteligentes y honorables refugiadas en la convención de una democracia, las que cierran puertas a la educación, a la sanidad y a la felicidad. Mezquinas, no sólo por una avaricia patológica que viene causando directamente colosales estragos entre la población, sino también porque ante la disyuntiva que se le presenta al poder decisorio entre, por un lado, evitar el sufrimiento a millones de personas destinando el dinero público a prioridades humanistas y, por otro lado, abultar más los bolsillos de los que ya los tienen llenos, optan por lo último.
En la historia de España siempre ha habido una excesiva distancia entre gobernados y caciques. Pues no han sido, salvo excepciones, si no caciques colosales (persona que en una colectividad ejerce un poder abusivo) los que de una manera u otra han manejado a su antojo a este país compuesto de territorios unidos además a la fuerza, manteniendo y fomentando la desigualdad. «Lo más importante que ha hecho España, -dice Ortega- fue la colonización pero fue una obra popular, el pueblo sinpropósitos conscientes, sin directores, sin táctica, engendró otros pueblos. Pero no podía darle a las naciones que engendraba lo que no tenía: disciplina superior, cultura vivaz, civilización progresiva. Por ello se dice que en España lo ha hecho todo el pueblo y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer.»
Y es que efectivamente una nación no es sólo pueblo, necesita una minoría superior, un cerebro central. Pero para ejercer la política no se necesita mucho: bastan sentido común, honradez y conciencia social. Cuando hablo de la ausencia de los mejores me refiero naturalmente a la que se detecta en la clase dirigente. Pero también en elecciones es palmaria la ceguera del elector para distinguir a los que piensan más en los desfavorecidos que en los prepotentes y en los ya bien situados. La ausencia de los mejores supone, por otra parte, que los aspirantes y conseguidores con pocos escrúpulos, se acercan al poder económico con determinación y acaban adueñándose del poder político desplazando a otras personas lúcidas con una despejada conciencia social. Conciencia que, en política significa pensar principalmente en «el otro», en el prójimo, en los desposeídos inveteradamente por la «suerte». Sin embargo, por un lado las masas electorales y por otro las clases rectoras compuestas por políticos, empresarios, ahora economistas y periodistas en general, en lugar de aprovechar a mentes privilegiadas las persiguen y si pueden las aniquilan. La envidia y la ambición propios de la condición humana en España alcanzan ordinariamente niveles patológicos; sobre todo después del largo ayuno de ocasiones para consumar la ambición padecido por la mayoría durante la dictadura; lo que a su vez agravó la envidia proverbial del español.
Ahora una pléyade de catedráticos y profesores, remontándose por encima de su misión pedagógica, se ha propuesto pasar a la práctica el discurso compartido por todos los bien nacidos de que es preciso depurar la política y los modos de ejercerla, para evitar que la desigualdad y la miseria de millones de personas vayan a más y corregirlas con determinación.
Las dificultades serán considerables, como se está viendo en Grecia, pues es patente la firme decisión de las mentalidades depredadoras conocidas como «conservadoras» dominar Europa propiciando cambios para que todo siga igual. Por eso la ingente tarea de los mejores ausentes hasta ahora de las formaciones políticas, es hacer la revolución con filigranas para que sea pacífica…
Jaime Richart es Antropólogo y jurista
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