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Tolerancia e integración: el fracaso de la «modernidad»

Fuentes: Cuarto Poder

El problema de la tolerancia es el de la posesión de la verdad y de las armas; el problema de la integración es el de la inexistencia de un marco ciudadano común

El presente artículo es la tercera entrega de la polémica que mantiene el autor con Helios F. Garcés sobre racismo y pensamiento decolonial. A «Racismo y antirracismo, ¿en qué jaula estamos?» de Santiago Alba, Helios F. Garcés respondió con «Límites modernos, pedagogías decoloniales«. La réplica de Alba llegó después en «¿Quién coloca las diferencias en los cuerpos?» y a esta la de Garcés con «Decolonizar el antirracismo moral, abrir paso al antirracismo político«.

Leyendo la tercera entrega de Helios F. Garcés extraigo dos impresiones generales en torno a nuestro debate: una buena y una mala. La buena es que hasta ahora hemos ofrecido una amplia panoplia de referencias bibliográficas que el lector puede explotar en paralelo para llegar a sus propias conclusiones. La negativa es que nuestra discusión vuela demasiado alto y a menudo en círculo. Ha recurrido demasiado a menudo a la vieja argucia, muy humana, de los polemistas perezosos: la de atacar posiciones imaginarias y la de defenderse de ataques imaginarios. Eso es lo que hace Helios F. Garcés cuando me identifica con el «feminismo blanco» o cuando se sacude una definición ontológica de la «raza» que nadie le ha reprochado. Si he incurrido, como me temo, en expedientes parecidos, pido disculpas antes de seguir.

Garcés y yo estamos de acuerdo en que hay racismo, en que el racismo es malo, en que existe el colonialismo y ha hecho y sigue haciendo toda clase de barbaridades, en que utiliza en su provecho el laicismo y el feminismo, en que Europa es una pesadilla, etcétera. ¿Nuestras diferencias? Aquí lleva de momento todas las ventajas Garcés. En mi segunda entrega presenté boca arriba todas mis cartas. Me pregunté si queríamos algo que nos había robado a todos por igual el enemigo común o sólo pretendíamos romper todo vínculo con él para encerrarnos en no sé qué vaga comunidad descontaminada paralela. Mi convicción es que, en efecto, el colonialismo tribal europeo no sólo ha robado vidas y riquezas, sino que nos ha robado un legado universal: la razón con sus límites, la sensibilidad con sus grilletes de flores, el Estado de Derecho, el republicanismo, los Derechos Humanos, el laicismo, el feminismo plural, todos esos milimétricos progresos que, contra el colonialismo y el capitalismo, ha hecho la Humanidad en su conjunto. ¿Por qué lleva ventaja Garcés? Porque a sus ojos la defensa de ese «legado común» -la idea misma de que eso sea «común» y no un simple instrumento de dominio y racialización- forma parte de la «jaula epistemológica» europea de la que hay que liberarse, de tal manera que todas mis «buenas intenciones» y mi presunto antirracismo ocultan en realidad un «inconsciente» blanco irredimible, al menos mientras no suelte el lastre entero de mis ideas y mis convicciones. Nunca he reprochado a Garcés ni al pensamiento decolonial una definición esencialista de la «raza», sino más bien su total y peligrosa indefinición: esa que lleva finalmente a no distinguir entre Carlos Fernández Liria y Le Pen, entre Luis Alegre y García Albiol o entre Santiago Alba Rico y Viktor Orban. Pensar es discernir y no parece que haya mucho «discernimiento» en un abordaje taxonómico que sólo reconoce dos posiciones: negro y blanco, puro e impuro, amigo y enemigo. Esta práctica clasificatoria, no discernitiva, recuerda mucho, ya lo he dicho, a esa vieja izquierda marxista, justamente criticada por Garcés, que se escondía detrás de piruetas filosóficas (la clase en-sí y la clase para-sí) a fin de ceñir teológicamente al «enemigo burgués» con independencia de su conciencia y de su discurso. Que lo hiciera el marxismo, hijo bastardo de la ilustración, tiene sentido; pero que lo haga una teoría expresamente anticartesiana no deja de resultar contradictorio. Para definir al otro como «inconscientemente» burgués o inconscientemente «blanco» hace falta defender un «criterio» (un discernimiento) más o menos objetivo y más o menos universal, recaída «europea» que en ningún caso aceptarían ni Garcés ni sus socios decoloniales.

Porque esta es la ventaja y la debilidad de Garcés: que la falta de criterio convierte su teología racial en una teología -permítaseme la pedantería- apofática. Es decir, una teología negativa que sólo puede decir lo que no es Dios, lo que no somos nosotros, lo que no queremos. O lo que es lo mismo: una teología perfectamente blindada frente a cualquier argumento. Yo he dicho lo que quiero y Garcés dice que eso es precisamente lo que él no quiere y que no lo quiere, porque eso que yo quiero es -sin más prueba que la existencia irrefutable del colonialismo- una prolongación «epistemológica» del colonialismo. Frente a la razón y sus límites, frente al Derecho y el laicismo, vástagos de la pesadilla europea, ¿qué propone Garcés? La liberación «a través de las propias ancestralidades». Todos los que me han leído conocen mi defensa del «conservadurismo antropológico» y de la «democracia de los muertos», según la expresión de Chesterton, frente al capitalismo globalizador, que es al mismo tiempo anti-universalista y anti-comunitario. La heterarquía que menciona Garcés implica, en efecto, moverse de manera simultánea en el terreno de la revolución económica, la reforma institucional y el conservadurismo antropológico, pero concebir como más clara y liberadora la voz de los ancestros que la voz de la razón, y ello en un mundo en el que la modernidad colonial ha mezclado de hecho todas las cartas y ni siquiera el cuscús es marroquí, me parece apostar por alimentar, una vez que ha quedado fuera de juego la ilustración y sus límites racionales, la oposición binaria especular entre neoliberalismo disolvente e identitarismo neofascista. Recuerdo a Garcés que el racismo y la islamofobia de Le Pen, dirigidos al mismo tiempo contra la globalización licuefactora, no se fundamentan en Kant sino en «nuestros» ancestros galos, «su forma de vestir, de hablar y de comer». Los europeos también tienen ancestros y también los invocan; y son tan inventados y, por lo tanto, tan reales como los de cualquier otro. Una batalla entre fantasías performativas comunitarias es una batalla en la que, terrorismo funcional y armas nucleares mediante, sólo pueden vencer los «blancos» ricos, y quizás ni siquiera ellos.

¿Qué es lo que le dicen a Garcés «sus» ancestros? No es una pregunta retórica o provocativa. Me gustaría que en la próxima entrega Garcés respondiera a esta cuestion y a otras que enseguida plantearé con toda la seriedad, rigor y detalle que le permita el formato limitado de este intercambio. Porque de su tercera entrega sólo es posible inferir mensajes negativos o reactivos. ¿Qué nos piden los ancestros «negros»? Que digamos «no» a la tolerancia y a la integración.

Diré dos palabras al respecto. Aquí Garcés incurre una vez más en la argucia del muñeco de paja, pues parece atribuirme a mí -hombre inconscientemente «blanco»- la defensa de estos dos pivotes de las políticas racializadoras «blancas». Igual que he escrito en contra del presunto feminismo laico colonial (porque ni es feminismo ni es laicismo), he escrito a menudo contra la tolerancia, y citando precisamente un famoso discurso del conde de Mirabeau en plena Revolución Francesa (1790). La tolerancia, decía Mirabeau, es la virtud de aquellos que, creyéndose en posesión de la verdad, condescienden a perdonar el error de los demás. Digamos que, cuando se tiene el poder de matar al otro, la tolerancia es preferible a su contrario, la intolerancia, pero expresa, en todo caso, la superioridad del tolerante sobre el tolerado. Cada vez que los «blancos» se piden tolerancia a sí mismos están perdonando la vida a los «negros». Un contexto en el que los seres humanos se «toleran» recíprocamente es un contexto de pura suspensión provisional de las hostilidades en una guerra siempre activa en la que la parte más fuerte se reprime a sí misma por interés coyuntural, pero a la que nada impide, apenas cambien las circunstancias, reanudar con ventaja la batalla; y en la que la parte más débil, protegida sólo por el capricho de los poseedores de la verdad, se prepara sin parar para una violencia reactiva. La tolerancia -viene a decir Mirabeau o le obligo a decir yo a Mirabeau- es la prueba de un fracaso total de las instituciones republicanas, incapaces de frenar la desigualdad, la racialización y la guerra. Nadie negará que ese fracaso es un hecho en la Europa de hoy.

En ese contexto de fracaso institucional (al que las derechas identitarias y el pensamiento decolonial oponen «la voz de los ancestros») los blancos se piden a sí mismos «tolerancia» mientras piden a los negros «integración». El problema de la tolerancia es el de la posesión de la verdad y de las armas; el problema de la integración es el de la inexistencia de un marco ciudadano común. Integrarse, ¿dónde? Garcés -o su colega Houria Bouteldja– imaginan (se imaginan) que «interrumpir los procesos de integración» implica romper con la universalidad colonial blanca, cuando implica más bien aceptar los automatismos de distribución del mercado global blanquigrís. En una Europa en la que todas las precarias «universalidades» de la ilustración han sido demolidas -de la escuela pública a la sanidad universal, de la igualdad ante la ley a la libertad de culto, del derecho laboral a la libertad de movimientos- encerrarse en «la familia, el clan, el barrio, el islam», como pretende Bouteldja, no sólo es completamente ilusorio; no sólo replica el discurso derechista dominante sino que, en posición dominada, se somete mansamente (alegremente) a los nichos que ha reservado para los perdedores el mercado excluyente. Rebelarse contra una universalidad ilustrada completamente vencida y ya inexistente sólo sirve para colaborar de manera activa con el capitalismo racializador (digamos con Achille Mbemba) asumiendo al mismo tiempo el identitarismo pugnaz y antagonista de Le Pen.

Integrarse, ¿dónde? El «barrio periférico» y la «religión» son los refugios de la modernidad fallida; la expresión y el fracaso de la intracolonialidad europea. Necesitamos un programa común contra eso. ¿O no? ¿Qué nos proponen los ancestros? Cuando me pregunto «qué nos proponen» no me refiero a nosotros los «blancos», conscientes o inconscientes, en-sí o para-sí, a los que el pensamiento decolonial da ya por perdidos. Me refiero a los «negros» racializados en Madrid o Barcelona. ¿Qué les propone Garcés? Descendamos desde el cielo, donde seguimos volando en círculo, al terreno de nuestras ciudades. Con mucha razón recordaba Garcés el problema «moro» y la lucha contra la islamofobia, en la que ambos estamos comprometidos. ¿Cuál es el plan? Dejo aquí las siguientes preguntas, exentas de cualquier voluntad maliciosa o provocativa y formuladas sólo con el ánimo de entender mejor las practicas políticas del pensamiento decolonial.

Mientras la escuela pública española mantenga la asignatura de religión católica, ¿debe la comunidad musulmana defender una asignatura equivalente de contenido islámico o luchar para laicizar realmente la enseñanza? En el primer caso, ¿quién debe escoger a los profesores? ¿Y qué curriculum debería tener esa asignatura? ¿Qué ancestros invocaría? ¿Sunnies o chíies? ¿De cuál de las cuatro escuelas coránicas? ¿Qué se diría del wahabismo o, en el otro extremo, del sufismo? ¿Y qué del darwinismo?

Si hay que «interrumpir» los procesos de integración, ¿deben los niños musulmanes en Madrid y Barcelona abandonar la escuela? ¿Protestar contra la concertada, que selecciona «racialmente» sus alumnos? ¿Resignarse a (o incluso felicitarse de) una escuela pública crecientemente deteriorada donde la integración es imposible porque es en sí misma marginal, vertedero clasista y racial de «pobres» y «negros»?

Garcés habla de un «islam de mayorías» -un islam, digamos, errejonista-. ¿Qué señas tiene? ¿Qué propone? ¿A quién se dirige? ¿Qué iniciativas toma? En la lucha contra la islamofobia, ¿qué medidas concretas sugiere? ¿Qué opina, por ejemplo, del plan del Ayuntamiento de Barcelona? ¿Tiene el pensamiento decolonial algún plan de trabajo dirigido a los islamófobos o se trata de movilizar sólo «racialmente» a las víctimas para integrarlas, al margen de la sociedad española, en su propia «comunidad»? ¿Cómo se imagina Garcés o cómo quiere que sea esa comunidad? ¿Qué tipo de relaciones debería mantener con las instituciones y organizaciones españolas?

Según el concepto de heterarquia manejado por Garcés, ¿se puede llegar a algún tipo de alianza con movimientos o partidos anticapitalistas, anti-imperialistas, feministas o LGTBI? ¿Con cuáles

Garcés, por lo demas, habla de «cartografía moderna de dominación geopolítica situada en la historia». ¿Cómo analiza el pensamiento decolonial el nuevo desorden global, la nueva geopolítica del desastre? En el conflicto sirio, ¿quiénes son los blancos y quiénes son los negros? ¿Cómo se posicionan los ancestros en relación con el Estado Islámico y con Arabia Saudí? ¿Y respecto de Irán

Europa es una «pesadilla». En eso estamos de acuerdo. Lo aprendimos de Fanon y lo aprendimos de Edward Said. Pero lo que aprendimos fue precisamente que la pesadilla europea tiene que ver con la disonancia entre los valores que proclama en voz alta y los crímenes que comete a ras de suelo. Europa es una pesadilla también para los europeos, que debemos ser completamente intolerantes con nuestros gobernantes y, frente a la imposibilidad de integración en una ciudadanía desgarrada por el mercado, buscar la única integración posible: la de las luchas comunes en favor de los derechos comunes. En lugar de poner a reñir a nuestros ancestros en un corral de gallos, busquemos en ellos, como quería Al-Yabiri, las rupturas culturalmente específicas que ayuden a construir instituciones relativamente democráticas y justas para todos.

Finalizo. Lo que ha acabado con el universalismo ilustrado no son las luchas de los subalternos sino el consumo capitalista y la financierización de la economía: siguiendo una idea de Bernard Stiegler, es como si, en lugar de salir de Europa, estuviésemos todos atrapados -también los subalternos- en la Grecia presocrática, en la que el ser era radicalmente cuestionado por el devenir. La Grecia presocrática era una tribu bastante ensimismada, como la de los baruya o los bororo. Ahora bien, las tribus ahora no viven en territorios contiguos, sino mezclados en el mismo espacio o desterritorializadas: blancos contra negros en ciudades fragmentadas y cerradas. Puede que sea inevitable: otra cosa es que sea reivindicable. Volver a las tribus en un mundo estrecho, globalizado, con bombas nucleares, epidemias transterritoriales y violencia no-bélica funcional a la gobernanza mundial, no me parece una buena idea. Necesitamos una declaración de principios, un programa estratégico y una alternativa. Y un enorme cuidado (como cuando se maneja una botella de nitroglicerina). Las tres cosas faltan en el pensamiento decolonial. También la última: la prudencia en el manejo de las categorías y los cuerpos

Acabo con una larga cita del intelectual sirio Yassin Al-Hajj Saleh que expresa muy bien mi posición respecto del colonialismo, la islamofobia y el universalismo. Al Hajj Saleh habla del régimen sirio, al que considera heredero del colonialismo europeo, traidor a su vez de los valores universales que pretende defender. Dice así la cita:

«Es significativo que exista una fuerte predisposición racista (…) que invoca la modernidad materialista (la modernidad de la apariencia externa y no la de las relaciones, derechos, valores, etc.). Esta clase privilegiada mira a los sirios pobres -a los musulmanes suníes en particular- del mismo modo que los judíos askenazis miran a los palestinos árabes musulmanes (e incluso a los judíos sefardíes, en un primer momento) y del mismo modo que los blancos de Sudáfrica consideraban a los negros en el siglo pasado. Los grupos colonizados son atrasados, irracionales y salvajes, y su exterminio no tiene importancia; puede ser incluso deseable. Esta actitud no caracteriza exclusivamente a la elite asadista. De hecho, el régimen y sus partidarios se han envalentonado al identificarse con un sistema político y simbólico internacional en el que la islamofobia es una tendencia global al alza».

Al-Hajj Saleh, que critica la posición izquierdista europea respecto de la revolución siria, hoy derrotada, concluye, sin embargo, de la siguiente manera: «Nada de lo anteriormente expuesto sugiere que los izquierdistas occidentales no deban interferir en nuestros asuntos ni comentar lo que decimos sobre nuestros conflictos. Queremos que interfieran. A su vez, queremos e interferiremos en sus asuntos. Vivimos en un único mundo y en cualquier análisis y acción debemos defender la universalidad. Lo único que esperamos es que puedan llegar a ser un poco más humildes y que estén dispuestos a escuchar, que no estén tan ansiosos por dar lecciones y que puedan desarrollar conocimientos que no estén basados en los recuerdos. Esperamos que sean democráticos, que no pretendan que nuestro conflicto es secundario de otros, que tengan en cuenta nuestras opiniones sobre nuestros asuntos y que acepten que somos sus iguales y pares».

Esto es a lo que yo llamo discernimiento, compromiso político y visión estratégica.

Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2017/07/12/tolerancia-e-integracion-fracaso-la-modernidad/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.