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Reseña de “Odio a los indiferentes” (Ariel), de Antonio Gramsci

Tomar partido contra la indiferencia

Fuentes: Rebelión

El año 1917 pasó a la Historia por el asalto al Palacio de Invierno, la entrada de Estados Unidos en la primera guerra mundial, la entrada de las tropas del imperio británico en Jerusalén o el comienzo de la última gran epidemia en Europa. Son años de plena conflagración en los que el político comunista, […]

El año 1917 pasó a la Historia por el asalto al Palacio de Invierno, la entrada de Estados Unidos en la primera guerra mundial, la entrada de las tropas del imperio británico en Jerusalén o el comienzo de la última gran epidemia en Europa. Son años de plena conflagración en los que el político comunista, filósofo y periodista italiano Antonio Gramsci se libra de la guerra (por una discapacidad física) y escribe un polémico y brillante texto de juventud, «Odio a los indiferentes» (3 de abril de 1917). En Turín el protagonismo de las fábricas, el proletariado, el hambre y el agotamiento evidencian una dura realidad.

Se ha reproducido muchas veces el párrafo que encabeza el texto gramsciano: «Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que «vivir significa tomar partido». No pueden existir quienes sean solamente «hombres», extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes». Gramsci termina el alegato confesando su posición: «Vivo, soy partisano». Lejos de afectar sólo al individuo que la practica, la indiferencia produce efectos muy perniciosos en el colectivo. Es más, todo lo que sucede en el contexto social no responde tanto a lo que unos pocos quieren, como a que la masa de los hombres «abdica de su voluntad» y «deja hacer».

Parecería, así pues, que la historia discurre por el camino de la fatalidad, como si el azar gobernara el rumbo de la política (en sentido lato). Sin embargo, opina el joven autor, «los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control» debido a la indiferencia y la despreocupación de la masa. Cuando las cosas son irreversibles, llegan los lamentos que se achacan al fracaso de los ideales o a la ruina de los programas. Gramsci se muestra implacable con este «lloriqueo de eternos inocentes», a quienes pide cuentas. El texto viene a ser, en definitiva, un alegato a favor de la responsabilidad personal, para que la «cadena social» no pese sobre unos pocos, sino que responda a «la obra inteligente de los ciudadanos».

El libro de 103 páginas, publicado por Ariel, proviene de los escritos del comunista italiano editados por Sergio Caprioglio para Giulio Einaudi Editore, sobre todo de la colección «La Ciudad futura. Escritos 1917-1918». En los textos seleccionados, Gramsci disecciona la Italia que le toca vivir (los males de la burocracia, la vuelta al trabajo de los obreros de la FIAT, los privilegios de la escuela privada en manos de la iglesia o la censura); pero también reflexiona en pocas líneas sobre cuestiones más generales: la relación del socialismo con la institución familiar, la propensión de la literatura italiana por los enredos amorosos o la idea de Jesús de Nazaret como mito.

Después de la resistencia de un mes, los obreros de la FIAT («hombres de carne y hueso») volvieron al tajo. «No hay ninguna vergüenza en la rendición», comentaba Gramsci el 8 de mayo de 1921, «aquello que debía ocurrir ha ocurrido implacablemente». Frente a las visiones idílicas del movimiento obrero y la sacralización del proletariado, afirma: «Se trata de hombres comunes, reales, sujetos a las mismas debilidades que todos los hombres comunes que se pueden ver en las calles, bebiendo en las tabernas, hablando en grupos en las plazas, que tienen hambre y frío, que se conmueven al oír llorar a sus hijos y al oír a sus mujeres lamentarse amargamente».

La última parte del libro recoge textos de Gramsci contra la guerra, escritos en 1917, de lleno en la primera guerra mundial. El autor y militante italiano afirma que los conflictos bélicos son una realidad secular, siempre han existido los profesionales de la guerra. Recuerda que antes de 1914 ya se informaba de las relaciones mercantiles entre las corporaciones Krupp, Creusot, Putiloff, Armstrong, que fabricaban armas en Alemania, Francia, Rusia e Inglaterra. Son «sembradores de pánico». Al igual que las portadas sensacionalistas que apelaban a las amenazas de naciones antagonistas y nuevos proyectos bélicos. El ejemplo es de 1913-1914 pero es válido para cualquier periodo histórico: un periódico inglés alertó varias veces de la amenaza de unos «dirigibles» sobre las ciudades del este, informaciones a las que se sumaron otros medios pidiendo más inversiones «defensivas».

En el capítulo dedicado a «los males del estado italiano» Gramsci arremete, en páginas no exentas de ironía que recuerdan algunos artículos de Larra, contra la burocracia y la censura. Con una pluma fresca y directa, se ensaña con lo que considera una de las lacras del país. Gramsci pondera a un ujier del Ministerio de Educación que hurtaba papeles del funcionariado con el fin de venderlos (en una época de papel caro) y así poder comer. El texto se subtitula «Elogio de un ladrón». Pero «si la justicia fuera, al menos ésta, menos burocrática y menos fósil, ese desconocido debería ser absuelto y elogiado». El punto álgido de la crítica, rotunda y acerada, tiene como destinatarios a los funcionarios censores, que justifican su oficio «blanqueando». Se divierten, por ejemplo, haciendo de «dentista» y extrayendo términos como «capitalismo» y «capitalista» cada vez que los términos aparecen en un texto.

Otro artículo sugerente es el dedicado a la reflexión sobre la Historia, en el que Gramsci se suma a las tesis del filósofo Benedetto Croce: La Historia únicamente puede ser Historia Contemporánea. De lo contrario se convierte en una disciplina fósil, en mera erudición, en un ejercicio hueco de mnemotecnia. En otro artículo («El capitalismo fuera de control») el filósofo rechaza, a la hora de analizar la realidad, «las abstracciones de los genéricos difusos». Llevado el caso al extremo, «los detenidos deberían ser inmediatamente liberados, y debería ser detenido el señor capitalismo, vagabundo sin vivienda fija, que se encuentra un poco en todos los países del mundo a la vez». Gramsci prefiere la investigación, el análisis de los hechos y la historia. Así las cosas, el proletariado tendría como objetivo «presionar» para que crezca la producción y la riqueza, y cobren protagonismo los sectores de la burguesía coherentes con este crecimiento.

Junto a la burocracia, el dirigente comunista señala a los políticos del gobierno como otro de los grandes estigmas de la realidad italiana. Todas las medidas llegan tarde, o se han de modificar y después ser anuladas, porque en lugar de beneficiar al colectivo aumentan el malestar. El siguiente párrafo (dirigido a la «clase» política) tiene una actualidad demoledora: «Ignoran la realidad, ignoran la Italia que está formada por hombres que viven, trabajan, sufren, mueren. Son diletantes: no tienen simpatía alguna por los hombres. Son retóricos llenos de sentimentalismo, no hombres que sienten de manera concreta. Obligan a sufrir innecesariamente al mismo tiempo que se derriten ante himnos alados a la virtud, a la fuerza del sacrificio del ciudadano italiano»; «son crueles porque su imaginación no imagina el dolor que la crueldad termina por despertar». La frialdad del acero llevada a la política.

En el artículo «Ideas para el futuro» puede encontrarse un alegato a favor de la claridad, la verdad desnuda y simple que se contrapone a las jerigonzas y las piruetas intelectuales: «Prefiero repetir una verdad ya conocida que devanarme la inteligencia para fabricar paradojas brillantes, ingeniosos juegos de palabras y acrobacias verbales que hagan sonreír pero no pensar». Gramsci lo compara a la jardinera plebeya, siempre la sopa más nutritiva porque está formada por las legumbres más comunes. En una reflexión posterior, después de prevenir ante el relativismo de los «conversos» (que ya han conocido una vez el error), señala que a los escépticos les falta el valor para la acción. Los compara con las clases populares, en las que el autor italiano vuelca su sensibilidad y afecto: «Las almas vírgenes de los hombres de campo, cuando se convencen de una verdad, se sacrifican por ella, hacen todo lo posible para ponerla en práctica». Señala su preferencia por un campesino si tiene que elegir entre éste y un profesor de universidad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.