El capital no tiene una única forma. Unas veces se presenta como dinero, otras como mercancías y otras como medios de producción. Sin embargo, siempre se presenta como valor que se valoriza a sí mismo. Esto lo consigue sometiendo múltiples procesos de vida a sus propios fines. Uno de ellos es el trabajo humano. El […]
El capital no tiene una única forma. Unas veces se presenta como dinero, otras como mercancías y otras como medios de producción. Sin embargo, siempre se presenta como valor que se valoriza a sí mismo. Esto lo consigue sometiendo múltiples procesos de vida a sus propios fines. Uno de ellos es el trabajo humano. El trabajo asalariado no es un hecho natural sino uno hecho político basado en la coerción. En el capitalismo, que es la universalización de la forma mercancía, el trabajo se ve obligado a comportarse como una mercancía más en manos del capital. Por eso, las personas trabajadoras ven sus necesidades condicionadas por las necesidades del capital. En cada formación social, el trabajo está determinado por la estructura de relaciones sociales en la que se realiza. El trabajo de una persona no contiene, en su despliegue laboral, todas las claves que le determinan. En las sociedades capitalistas el proceso de trabajo no consiste en la cooperación de cada persona para el ciclo de valorización del capital. Si tener en cuenta este hecho, no se comprende nada de las leyes invisibles qué someten al trabajo y a l@s trabajadores dentro y fuera de las empresas a dicho ciclo.
La lucha anticapitalista es también la lucha contra la forma asalariada del trabajo. Al igual que el capital, el trabajo asalariado no es posible fuera de un determinado orden de relaciones sociales. El trabajo asalariado es la forma social que adquiere el trabajo, es decir, la actividad humana dedicada a la producción de los medios materiales de vida, cuando dicha actividad está regulada por la producción de valor y de beneficio económico. Los ciclos temporales del trabajo humano, que es vida y producción social, se ven obligados a adaptarse a los ciclos temporales de la fuerza de trabajo, que es mercancía destinada a la producción de plusvalor. Pero ambos tiempos están, conflictivamente, dentro de la persona asalariada.
En el capitalismo, los ciclos temporales del trabajo humano, que es vida y producción social, se ven obligados a adaptarse a los ciclos temporales de la fuerza de trabajo, que es mercancía destinada a la producción de plusvalor. Pero ambos tiempos están en la persona asalariada.
Las relaciones de explotación que rigen el trabajo son inseparables de la forma asalariada de dicho trabajo y de la «inmersión» e invisibilidad del trabajo de cuidados en manos de las mujeres. Estos hechos, con su red de servidumbres jurídicas, políticas, económicas, familiares y culturales es, a su vez, inseparable de la explotación. Para que el trabajo humano sea obligado a expresarse como lo que no es, como una mercancía, es necesario obligar a las personas a acudir al mercado para vender su capacidad de trabajar. La creación del estado de necesidad que obligue a la gente a vender su fuerza de trabajo, exige uniformizar los tiempos de vida, de cuidados, de participación social, de gozo, de actividad y de creación cultural, bajo la regulación del tiempo de trabajo productor del capital. En este proceso, la separación de la persona de sus lazos comunitarios, de sus medios de producción y supervivencia, de sus obligaciones recíprocas de cuidar a otr@s, son las condiciones para que la persona asalariada, ahora «libre» y «modernizada», tenga que acudir, sin mas opciones, al mercado de trabajo para poder sobrevivir. Esta «liberación» tiene un carácter bien diferente en su negatividad para el caso de las mujeres que no son «liberadas» como los hombres de su trabajo de «cuidar» a otr@s.
Casi toda la sociología del trabajo y casi toda la izquierda, consideran el conflicto como una anomalía, a pesar de que el conflicto de clase y de género están clavados en el núcleo mismo del trabajo asalariado.La capacidad de la fuerza de trabajo para crear valor se debe, precisamente, a esta tensión constitutiva de la relación salarial. La subordinación del tiempo de vida, del tiempo de trabajo y del tiempo de cuidados al tiempo del trabajo asalariado – hecho que parece algo «natural» – consigue que, lejos de mostrarse esa relación como la degradación del trabajo y de las relaciones humanas, parece que dicho trabajo y su propietario, el «pater familiae» asalariado, se enriquecen por su cualidad de crear valor.
La capacidad de las personas para producir bienes útiles y para multiplicar su fuerza productiva mediante la cooperación y la tecnología dependen del cuerpo y de la inteligencia de las personas que trabajan. Sin embargo, el capital, al comprar la fuerza de trabajo, adquiere el derecho de utilizar estas capacidades para unos fines y con unos procedimientos, ajenos a la voluntad de dichas personas. Esto quiere decir que el cuerpo y la inteligencia de las personas trabajadoras, son expropiados al incorporarse al proceso productivo asalariado, pero, eso sí, con el consentimiento de los propi@s trabajador@s. De esta forma, la fuerza productiva de la tecnología y de la cooperación, parece residir en el capital y no en las personas que trabajan.
El capitalismo necesita al trabajo asalariado para funcionar. El trabajo autónomo no asalariado y el trabajo de cuidados, son la condición para la extracción de plusvalor, pero en ningún caso la fuente de valor y de plusvalor. La sustancia del capital es el plustrabajo expropiado a los trabajdor@s asalariad@s.
En el capitalismo, el trabajo productivo humano es obligado a expresarse a través del proceso laboral que produce plusvalor. Los tiempos humanos de vida, de participación social y de cuidados, están presididos por los tiempos de producción de plusvalor. Tanto los bienes y servicios que la gente necesita, como la creación de puestos de trabajo, son sólo el soporte necesario para la creación de plusvalor para el capital. Las necesidades humanas y la dependencia de un salario para sobrevivir, tendrán o no satisfacción, en la medida que sirvan para la reproducción del capital. Al amoldarse a este orden, la vida de la población asalariada no tiene como fundamento vivir, sino, en el mejor de los casos, sobrevivir en base a la producción y al consumo de mercancías. Los actuales sistemas parlamentarios se limitan a preservar los mecanismos de reproducción de este orden e impedir cualquier cambio. Esta lógica social que degrada el trabajo humano, la economía, la política y la naturaleza, no se sustenta sólo en el dominio y la fuerza, sino que es compartida por las personas trabajadoras. Está incorporado a nuestro propio imaginario y anudada a nuestros propios deseos. Ese consentimiento, esa adhesión, es la base de la legitimación del capitalismo y la principal condición para su sostenibilidad.
El capital, el dinero, la forma valor, el intercambio rentable, la persecución del interés individual, como fundamentos del mercado, se convierten en el modo de regulación social dominante. Los trabajdor@s sólo se relacionan entre sí después de que su libertad ha sido expropiada por una voluntad ajena, que les ha incluido en un proceso laboral asalariado cuya finalidad esencial, la producción de plusvalor, se encuentra en permanente colisión con sus necesidades y derechos. El mercado avanza a costa del retroceso de la redistribución y la reciprocidad. La lógica mercantil no destruye las otras lógicas sociales sino que las incorpora, subordinadas, a su propio proceso. La producción de una subjetividad social, adaptada a este funcionamiento, es esencial para su permanencia. Las relaciones entre personas adoptan la forma fetichizada de relaciones entre cosas. Ese consentimiento implica aceptar que el valor es un atributo de la mercancía, es decir, del capital, en lugar del resultado de un proceso de producción en el que las personas trabajadoras lo han creado. La lucha contra el capitalismo exige la lucha contra las condiciones que hacen posible que esta forma de trabajo sea la dominante y se extienda por el mundo a través de la globalización.
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