En las elecciones presidenciales mexicanas de 2012, el carismático candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, presentó un programa de política económica más moderado que el de las elecciones anteriores. Sorprendentemente, ahora el candidato de la izquierda mexicana prometía mantener la estabilidad presupuestaria sin ni siquiera exigir una nueva reforma fiscal de carácter progresivo, […]
En las elecciones presidenciales mexicanas de 2012, el carismático candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, presentó un programa de política económica más moderado que el de las elecciones anteriores. Sorprendentemente, ahora el candidato de la izquierda mexicana prometía mantener la estabilidad presupuestaria sin ni siquiera exigir una nueva reforma fiscal de carácter progresivo, a pesar de que México es uno de los países con la presión fiscal más baja de América Latina. Sin embargo, entre sus propuestas resaltaba una muy popular y de contenido innegablemente radical: la creación de millones de puestos de trabajo temporal público para jóvenes en paro.
Durante la campaña, López Obrador no tuvo reparos en reconocer su principal fuente de inspiración: el New Deal del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, concretamente la Works Progress Administration (WPA). La WPA era una agencia del Gobierno federal creada por Roosevelt y dedicada a la contratación de trabajadores en paro. Durante su breve existencia, entre 1935 y 1943, generó 8 millones de puestos de trabajo directos. Una buena parte se destinaron a trabajadores no cualificados, el sector más duramente golpeado por la crisis, en trabajos de obras públicas e infraestructuras.
De la interesante historia de la WPA, vale la pena destacar dos aspectos. El primero es que, a diferencia de la política de contratación funcionarial propia de la era del Estado Bienestar, la WPA no limitaba su área de acción a unos ámbitos concretos de servicios (como enseñanza, sanidad, seguridad y comunicaciones), sino que intentaba adaptarse a las necesidades de quienes sufrían el paro. La WPA tenía la osadía de intervenir en sectores tradicionalmente reservados a la iniciativa privada para rescatar a los trabajadores en paro sin obligarlos a cambiar de oficio o de vocación. Un caso muy famoso fue el del Federal Theatre Project, el programa de la WPA que dio trabajo a dramaturgos, tramoyistas y actores, espléndidamente retratado en la película Cradle Will Rock (Tim Robbins, 1999), traducida al castellano como Abajo el telón.
El segundo aspecto de la historia de la WPA que vale la pena tener en cuenta es el de su declive. A finales de los años treinta, cuando la batalla por la reforma del Tribunal Supremo forjó una nueva mayoría parlamentaria de republicanos y demócratas conservadores en Capitol Hill, la WPA fue objeto de ataques durísimos por parte de los empresarios y la derecha política. Los enemigos del New Deal consiguieron forzar una progresiva disminución de los objetivos y de la financiación de la agencia hasta que el boom económico de la Segunda Guerra Mundial le asestó el golpe definitivo. El consenso de posguerra se inclinó por el fomento de un gigantesco complejo militar-industrial y por unas políticas macroeconómicas de estímulo fiscal y monetario que favorecían niveles cercanos al pleno empleo, pero que -salvo las profesiones vinculadas a la función pública- seguían manteniendo el poder de contratación en manos de los empresarios. De esta manera, la Works Progress Administration pasó a la historia como un episodio experimental y excéntrico, en el que la urgencia de querer solucionar un paro de dimensiones insoportables (el 25% en el peor momento de la crisis en Estados Unidos) había hecho cruzar algunas líneas rojas en las relaciones de dominación entre empresarios y trabajadores.
Si las encuestas del CIS no engañan, actualmente el paro constituye la primera preocupación de la mayoría de los españoles. La extrema derecha propone una solución falaz y repugnante, pero que tiene el inquietante mérito de ser muy fácil de entender: «Si expulsamos a los inmigrantes, automáticamente habrá millones de puestos de trabajo disponibles para los nativos.» La izquierda, en cambio, dispone de respuestas poco convincentes y excesivamente vagas, recitadas de forma rutinaria, sin ningún entusiasmo: «Es necesario implantar un nuevo modelo productivo», «Impulsaremos una agenda socioeconómica de lucha contra el paro», «No a la enésima reforma laboral», etcétera. De hecho, cuando la izquierda critica al Gobierno por su manifiesta «ineficiencia» en la reducción de los índices de paro, a menudo incluso se olvida de denunciar una verdad elemental: si todavía hay millones de trabajadores sin empleo es porque a este Gobierno y a la clase capitalista que representa les conviene promover un paro de carácter masivo.
Por otra parte, tampoco se puede decir que la insistencia de la extrema izquierda en la solución cooperativista represente una propuesta con mucho potencial movilizador. La desesperación de los trabajadores ante el drama del paro merece una respuesta más contundente, esperanzadora y clara. Necesitamos una izquierda que haga suya la consigna del «Trabajo Digno Para Todos». Una izquierda que garantice el derecho constitucional al trabajo a través de la creación de una Agencia Nacional de Empleo al estilo de la WPA para crear millones de puestos de trabajo público, aunque sean de carácter temporal y con una retribución relativamente modesta.
Para hacerlo fácil en números, imaginemos que esta Agencia Nacional de Empleo se propusiera erradicar el paro y crear seis millones de puestos de trabajo temporal a mil euros al mes. Sólo en salarios y sin contar los gastos indirectos en administración e infraestructuras, el nuevo programa costaría mensualmente 6.000 millones de euros (72.000 millones al año, es decir, algo más del 7% del PIB). Sin duda, se trata de una inmensa cantidad de dinero, muy superior a los 28.503 millones que el Gobierno dedicó en 2012 al gasto en prestaciones por desempleo. A corto plazo, supondría un aumento del déficit público difícilmente asumible para un Gobierno sin soberanía monetaria y que tiene los presupuestos vigilados por la Comisión Europea. Ahora bien, siendo honestos, todo el mundo está de acuerdo en que cualquier salida social y democrática a la crisis pasa por el impago de la deuda ilegítima y el consiguiente enfrentamiento con la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). Además, por elevada que parezca la cifra de 6.000 millones al mes, sigue estando por debajo del actual ritmo de 10.000 millones mensuales con los que está aumentando la deuda pública española en el contexto de una economía estancada y con tendencias deflacionarias.
No faltará quien argumente que el problema de una Agencia Pública de Empleo es de raíz, que se trata de una propuesta carente de todo rastro de realismo. Que, en definitiva, erradicar el paro a través de programas de contratación pública es una demanda imposible de asumir en el seno de un sistema capitalista. El correcto funcionamiento del capitalismo necesita, en efecto, una enorme masa de parados – «el ejército industrial de reserva»- para mantener los salarios y las reivindicaciones obreras bajo control. Cierto. Al capitalismo, sin embargo, no se le derrota en abstracto, ni -muy raramente- de un día para otro. La historia de las grandes luchas y conquistas populares así lo demuestra. Estas siempre han chocado -y siguen chocando- contra la lógica capitalista. Ya sea la abolición de la esclavitud, la universalidad de la enseñanza y la sanidad públicas, la emancipación de género, los derechos laborales, la lucha contra el cambio climático o la nacionalización de los monopolios y de los recursos naturales. También, obviamente, la exigencia de un trabajo digno para todos.
En cualquier caso, tal y como está avanzando la descomposición social, no se trata de debatir un problema escolástico sobre qué va primero, la abolición del capitalismo o la del paro. El auténtico problema es que, si la izquierda sigue hablando del drama del paro sin denunciar a sus beneficiarios y sin proponer un plan ambicioso y comprensible para erradicarlo, corremos el riesgo de volvernos definitivamente inútiles e irrelevantes para sectores importantes de la clase trabajadora. Los mismos sectores -vale la pena recordarlo- que, en caso de permanecer política y socialmente abandonados como hasta ahora, pueden acabar seducidos por la extrema derecha y sus tangibles y abominables propuestas para intentar acabar con el paro y, de paso, con lo poco que nos queda de democracia.
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