«Lo llaman democracia y no lo es…». Las críticas dirigidas a significados organismos de representación política, y en concreto la sensación y la percepción de la falta de democracia, han recorrido en los últimos años diferentes escenarios de protesta: las protestas de Seattle en 1999 frente a la OMC, las convocatorias por la Humanidad y […]
«Lo llaman democracia y no lo es…».
Las críticas dirigidas a significados organismos de representación política, y en concreto la sensación y la percepción de la falta de democracia, han recorrido en los últimos años diferentes escenarios de protesta: las protestas de Seattle en 1999 frente a la OMC, las convocatorias por la Humanidad y frente al Neoliberalismo de los círculos neo-zapatistas, el desafío al oscuro proceso de construcción de la Unión Europea, la salida a la calle de miles de personas los días previos a las elecciones generales de marzo de 2004, etc. Diría entonces que hay una realidad que recorre el mundo y anima al surgimiento de voces críticas: el malestar frente a formas que se presentan como democráticas que, antes al contrario, son percibidas como autoritarias; propiciando entonces el surgimiento de lemas, prácticas, actitudes y reflexiones que hacen de la democracia radical su motor y sus horizontes2.
¿Por qué surgen estas voces? No provienen del aire, sino de gargantas y emociones que se hilvanan en contacto con sus diferentes realidades. Realidades que destilan e impulsan una regresión en términos de libertades, de participación, de derechos sociales. Todo un ejemplo lo encontramos en la reciente aprobación del Tratado de Lisboa. Allí se creaba un acuerdo para-constitucional a espaldas de la ciudadanía (caso de Francia o Países Bajos que lo habían rechazado) o como producto de una aclamación mediática más que real (caso de este país, que «aprobaba» un tratado con la abstención del 58% de la población y un 6% de votos en blanco). El Tratado de Lisboa no es una constitución al uso, sino un complejo remiendo de tratados anteriores que, en la praxis, desemboca en un marco que sacraliza lo que aparecía ya en la propuesta de partida y que fue dejada en el camino por falta de legitimidad: la definición de la Unión Europea como una «economía social de mercado altamente competitiva», la cesión de los poderes para iniciar negociaciones mundiales en materia económica (léase refrendar las políticas neoliberales de la OMC), el animar a los países a dotarse de mayores ejércitos, etc3. Y todo esto, que es una confirmación de la estrategia neoliberal como razón de ser de la Unión Europea, se lleva a cabo menospreciando las voluntades populares: Francia lo ha aprobado ya en el parlamento, Irlanda será el único país que realice un referéndum. Una Unión Europea que se edifica, por tanto, desde la imposición. Fallan las formas, pero también el fondo, el contenido. Y comprendo que, en una «democracia», no se puede ser ciudadano o ciudadana si son los poderes económicos los que aparecen como actores relevantes y no los derechos a la dignidad de las personas. Pues bien, el marcador es el que sigue, tomando como tanteo el número de veces que aparece una palabra referida en el mencionado Tratado: Democracia 5 – Mercado 26; Sindicatos 0 – Empresas 12. Los «de abajo» hemos perdido ampliamente en este tablero de fuerzas: somos menos ciudadanía y más «flexiseguros»4 para unas élites empresariales y políticas que exigen precarizar nuestras vidas para garantizar, respectivamente, sus beneficios y sus prebendas.
Sin embargo, si no tuviéramos una perspectiva más cotidiana e histórica de mirar los procesos reales de construcción de gramáticas de democracia (formas, contenidos, actores participantes, derechos) podríamos pensar que se trata del preludio de una «derrota total». Pero, veamos primero, ¿qué entendemos por democracia?, ¿dónde se experimenta la democracia?, ¿quiénes producen democracia?, ¿qué visiones de democracia (radical) han existido o están encontrando hoy su camino?, ¿constituyen un desafío real a las formas de organización social autoritarias que se tejen bajo la mundialización capitalista? Son muchas las cuestiones abiertas. Yo no puedo sino atisbar algunas respuestas parciales y aventurar difusos escenarios, lo que constituirá el desarrollo de este texto5.
La democracia como hecho convivencial
La producción de democracias es un fenómeno social. Cuando hablo de democracia no me restrinjo a las discusiones sobre organizaciones institucionales o metodologías participativas. Me refiero, de manera extensa, a las formas de hacer, sentir y de estar que moldean la convivencia o los vínculos entre los seres humanos6, formas animadas por una vocación y una necesidad de cooperación social. En la práctica o en la búsqueda de «democracia» problematizamos cuestiones de contenido (qué dignidad, qué derechos), de forma (qué es tomar parte, participar), pero también referidas a nuestros lazos, el mismo hecho de convivir (con qué actitudes, emociones y a través de qué espacios nos entrelazamos con «los otros»).
Este ánimo de cooperación (hábito, necesidad o deseo)7, no es una premisa ideológica, no es un ánimo «inventado». Forma parte de nuestros deseos, de nuestra estructura de carácter, de la vivencia de nuestra cotidianeidad. Las personas somos a través de otros. Desde que venimos al mundo, incluso antes de estar físicamente fuera del vientre materno, nuestra satisfacción de necesidades básicas materiales (subsistencia), expresivas (libertades y creatividad), afectivas (identidades y lazos emocionales) y de relación con la naturaleza (somos una especie más) nos conducen a convivir, a conversar, con los demás8. Nos relacionamos cooperativamente de forma instintiva: buscamos el pecho para, en «recompensa», dejar de llorar; hablamos incorporando palabras «ajenas»; construimos nuestra identidad desde la emoción o desde la presión de otros; trabamos relaciones de apoyo (formal o informal) para procurarnos una cotidianeidad más vivible, sea a través de prácticas afectivas y festivas o de la petición de sal a una persona próxima, etc.
Por clarificar mis conceptualizaciones, llamaré expresiones de democracia radical a aquellas propuestas y prácticas que tienen en el ánimo de la cooperación social y la horizontalidad su orientación y asiento para la construcción de vínculos convivenciales dirigidos, activa y globalmente, a la satisfacción conjunta de necesidades básicas, integrando «desde abajo» las esferas económicas, políticas, culturales y medioambientales en las cuales nos vamos moviendo. Algunas aclaraciones en torno a esta visualización de la democracia radical:
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Integración: no separa, como hacen los liberales o los marxistas vulgares, los planos de libertad y solidaridad; ni las dimensiones políticas de las económicas; añado, además, las dimensiones de los vínculos socio-afectivos que nos constituyen (somos fruto del cuidado y de los reconocimientos de los otros) y que son base de nuestro metabolismo como especie (los intercambios biofísicos con la naturaleza son producto de unas estructuras y unas culturas determinadas).
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Horizontal: el abajo es ya el arriba, no todo el arriba, pero sí su sustento. La crítica a toda generación de oligopolios económicos, políticos o simbólicos y el entendimiento desde la diversidad son ejes sobre los que se pretenden articular conciencias, prácticas, espacios y metodologías de construcción de nuevas relaciones sociales.
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Se asienta y persigue: abolición de la distinción entre medios y fines; se informa e investigan escenarios a través de las herramientas que nos construyen nuevos escenarios. Proceso: se está en marcha: no se finaliza, sino que nuevos «en medio» llevan a replantear las actuales premisas y prácticas.
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Vínculos: dado que fluimos entre y a través de otros, apuesto por enfoques relacionales que no partan de escindirnos desde visiones individualistas o sistémicas, ya que nos recreamos y nos necesitamos mutuamente desde una diversidad de culturas, situaciones y caracteres personales. Existen sentidos amplios para convocar e insistir en la vida: su propia reproducción, un ideal o un estar desde el amor, el existir en dignidad, etc. Pero no estamos predestinados a la ejecución de «un gran vínculo», argumento muy presente en la izquierda más «clásica». La idea del «gran vínculo» nos lleva a la «gran apuesta» en pos de «la gran palanca» (personal o colectiva) que nos retorne al «gran paraíso»: fuimos libres y es dicho estadio cuasi-paradisíaco al que debemos y podemos retornar. Una perspectiva presente en el pensamiento político occidental, con grandes intersecciones en las doctrinas judeocristiana y platónica, que ha servido a libertarios y marxistas a fundar sus apuestas sociales sobre la base de pasados que parten de «estados de pureza» (paraíso de no moral, no acumulación capitalista o no relaciones verticales de difícil evocación) que tienen su reverso en la afirmación «consecuente» de un «futuro perfecto». Para mí, la reivindicación de los vínculos requiere de memorias y pasados, pero más amplios y más entrelazados. Y, ante todo, es una apuesta global de futuro. La democratización de los vínculos habría de llevarse a todas las conversaciones humanas, a todos los hábitats físicos (territorios, trabajo, organizaciones, etc.), mentales (ideas, debates) o emocionales (relaciones afectivas, sobre cuestiones de identidad) en los que interaccionamos, poniendo los cuidados (la construcción conjunta de satisfactores globales) en el centro de nuestras interacciones.
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Política activa y global: la participación es fin y medio entrelazado a otras necesidades básicas; los otros son o estarán si yo camino conscientemente hacia ellos; los otros me expanden y me reproducen a través de los «en medios» que me crean o me imposibilitan, por lo que el mundo político no es acotable por mí o por un grupo de individuos en un plano de n dimensiones (conflictos, situaciones, organizaciones, discursos, sujetos, etc.); la realidad social se rebela constantemente contra su encarcelamiento a través de nuevos cultivos sociales (nuevas redes y formas de convivir) que son, a la vez, vías de escape y promotores de otros mundos; como impulso, esta visión sería activa y global en la medida en que es consciente y se refiere a la multiplicidad de necesidades básicas y de mundos que se dan cita en este planeta.
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Conjunto de procesos o expresiones: la democracia radical no es la búsqueda de una fórmula o de un orden, aunque para algunos valga la metáfora del horizonte y otros encuentren cobijo en un motor que nos impulsa desde dentro; es un estar siendo, y por lo tanto, procesual, experimental y diverso. Múltiples formas culturales y políticas pueden converger y retroalimentarse en el seno de una democracia radical. Los lazos que surgen entre individuos o entre propuestas se apoyan firmemente en la construcción de traducciones (de lenguajes, de problemas, de formas de organización) a través de situaciones compartidas (vínculos reales en forma de contextos, experiencias o espacios de acción).
En este sentido, la democracia radical es la apuesta por una sociedad convivencial frente a una sociedad dócil o una sociedad informada. Al referirme a una sociedad convivencial quiero subrayar tres dimensiones: i) es una sociedad que se sabe producto de sus lazos, en continua conversación fruto de sus necesidades y sus deseos, y no predestinada hacia, ni dócilmente conforme con, un orden social dado; ii) las herramientas (tecnologías, instituciones, espacios) a construir han de impedir el «señorío» de la propia herramienta sobre la humanidad, tal y como define la convivencialidad Ivan Illich; y iii) una sociedad, para lograr reproducirse, y apuntar a esa convivencialidad en lugar de a un suicidio colectivo, ha de situar los cuidados de los otros y del mundo como eje de su hacer desde la diversidad.
Si la sociedad convivencial, o mejor dicho las sociedades convivenciales, son el parto constante de una democracia radical, la sociedad dócil es la hija predilecta de la democracia tecnocráctica, mientras que la sociedad informada lo es de una democracia concebida desde una participación bien limitada desde arriba. La democracia tecnocrática sería la arquitectura dominante a través de las formas espectaculares, donde la producción mediática de una representación (política, simbólica) de las relaciones sustituye a la intervención o a la vivencia de dichas relaciones. No participamos, sino que, a lo sumo, aclamamos, y sólo en los casos en los que se asegure que la elección de las personas sea la correcta, no como en el caso del fallido tratado constitucional europeo. No hablamos de elección o alteración básica de relaciones: el orden primordial está ya bien atado, y apunta, entre otras cosas, a una dirección oligopólica de la mundialización capitalista. Se utilizan palabras y reminiscencias prácticas en torno a la cooperación social para decir que «todos estamos en el mismo barco», que es «un futuro común», que «construimos Europa», que «la ciudadanía demanda», cuando este barco está caracterizado más por la dominación (económica, cultural, patriarcal) y por el hecho de que cada día nos sumergimos en mayores naufragios económicos (crisis financieras), políticos (guerras, auge de la globalización armada), mentales (aumento de la angustia y de enfermedades relacionadas) y medioambientales (alteraciones climáticas, desaparición de especies, limitación de energías y recursos naturales disponibles bajo un paradigma industrial depredador). A través de elecciones bipartidistas que pugnan por demostrar capacidad de «liderazgo», de la celebración de eventos que especulan con un «nosotros» (olimpiadas o cultura de diseño, por ejemplo), de rituales consumistas o de apelaciones patrióticas de carácter violento (guerras, racismo) se trata de renovar la legitimidad de poderes que no ofrecen sino horizontes de precariedad vital. La democracia tecnocrática consiste y se fundamenta en una producción constante de (auto)legitimación social a través de aclamaciones socio-emocionales y la acumulación de formas (nuevas y precedentes) de cooperación social mediante una aplicación intensiva de tecnologías comunicativas y económicas. La continuidad de políticas sociales y económicas que exigen «más globalización» no tiene su asiento en una legitimidad informada y razonada desde buena parte de las personas que aclaman o consienten estas políticas. El consentimiento (proclamado) sin el consentimiento (ciudadano) ha estado presente en, por ejemplo, la ola de privatizaciones de los 90, la guerra y el incremento de la actividad militar por intereses geo-estratégicos a partir del 2000 o la persecución de un marco jurídico que blindara las políticas neoliberales en la Unión Europea9. En su lugar, encuestas orientadas según intenciones de un grupo de presión política, agendas mediáticas y una gran industria cultural y de ocio cimentan una adhesión emocional antes que una comprensión y una intervención sobre problemas globales. La aclamación social, generada sobre fluctuantes corrientes de opinión pública, sobrevuela por encima de la deliberación informada, y más aún, sobre la posibilidad de construir satisfactores y agendas «desde abajo»10.
Esta aclamación es posible y viable en el marco de la aplicación intensiva a escala global de tecnologías comunicativas (mediáticas, telemáticas, infraestructura de transporte, registros de informaciones personales, reconfiguración de los espacios urbanos y rurales para facilitar la metástasis del desarrollo insustentable, creación de zonas de exclusión «enclaustradas» para ricos y para pobres) y económicas (recetario de mercantilización en la línea de propuestas neoliberales, automatización y «mcdonalización»). La legitimación se ve reforzada en la medida en que las personas pasan «a depender», en parte, del modelo económico que se genera: la bolsa e incluso la vivienda no pueden bajar súbitamente, para garantizar así los ahorros y las inversiones de las clases medias; la alternativa a la precariedad laboral es, en muchos casos, la exclusión de un mercado de trabajo; las grandes cadenas alimentarias controlan las redes que proveen hoy en día de alimentos a gran parte de la población, etc. Se trata, por tanto, de una aclamación general sustentada también en intereses coyunturales. El resultado es la acumulación de poder político y económico en esferas tecnocráticas en las que se intersecan los intereses de redes privadas y públicas, en detrimento de una participación y una construcción de entornos sociales «desde abajo», desde la problematización concreta de cómo satisfacemos nuestras necesidades básicas.
Queda por examinar en cada contexto y en cada caso, si lo que desde marcos institucionales establecidos se ha venido en llamar democracia participativa es realmente un intento de abrir instituciones, de mejorar el actual marco, sobre todo a escala local. De esa evaluación pormenorizada de propuestas como los presupuestos participativos, iniciativas de desarrollo local, las políticas de gestión «más autónomas» de servicios (tendentes en muchos casos a la postre a la privatización y precarización de los bienes públicos), o las iniciativas de apuesta por una producción ecológica, por poner algunos ejemplos, se tendrá que ver si se trata realmente de una oxigenación que trata de producir nuevas formas de convivencia «desde abajo», o es más bien una legitimación de la democracia tecnocrática que busca hacer su malla de legitimación, de ejecución y de control más fina, más molecular, más en contacto con la cotidianeidad de las gentes.
La democracia radical en el mundo
Con vistas a intervenir en nuestro presente y a reflexionar sobre nuestros futuros: ¿conocemos experiencias de democracia radical con un grado alto de sedimentación en el pasado?, ¿cuáles serían las madres y los padres de este tipo de procesos? Existe un cierto sesgo occidentalista a la hora de enclaustrar las apuestas precedentes en torno a la democracia radical. Pero, al menos yo, veo muchas matrices que confieren un sentido a diferentes versiones de lo que hoy reconocería como propuestas con vocación de democracia radical, a saber:
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local o de participación y satisfacción de necesidades desde la proximidad
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feminista o de situar cuidados y justicia en el centro de la reproducción social
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ecológica o de sostenibilidad y participación en la gestión de recursos naturales
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directa o de crítica a la delegación o legitimación de estructuras «supra-ciudadanas»
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comunitaria o de énfasis en la deliberación y en las redes de proximidad11
Entre las matrices históricas, y sin ánimo de ser exhaustivo sino más bien ejemplificador de que esto de la democracia radical se anda buscando o practicando en muchos lugares y desde muchos tiempos, nos encontramos con referentes en todos los continentes. Ujamaa era para Julius Nyerere la posibilidad de construir una democracia de raíces africanas, una «actitud mental» orientada hacia la cooperación, como le gustaba definirla. La palabra «presidente» para los mosi africanos se puede traducir también por «participación». Desde la India, Jayaprakash Narayan12 escribía sobre la necesidad de recrear una democracia comunitaria «desde abajo», compatible con un apoyo de instituciones en las que los representantes son responsables directos ante la ciudadanía y se consideran fundamentales la libertad de consciencia, de expresión y de asociación. Para el sudafricano Turner una democracia (participativa) radical debería ser aquella que garantiza «desde abajo»: i) el máximo control sobre el medio social y material; y ii) la máxima motivación para interactuar creativamente con el entorno (global)13. El ayllu es la forma comunitaria de compartir y de participar en torno a núcleos sociales que hoy tiene su expresión en rebeliones como la protagonizada por las organizaciones indígenas en Bolivia14. El movimiento libertario en Europa, en especial las formas de vida desarrolladas al amparo de la CNT en este país, sea en el campo de producción cooperativista, como de educación y participación más horizontales, son referente de esas propuestas «desde abajo». También existen referentes de comunidades rurales en Europa, Rusia por ejemplo en el XIX, que llevaron al llamado «Marx tardío»15 a afirmar la posibilidad de múltiples formas de emancipación en las cuales la cooperación social sería el elemento clave, y no tanto, un Estado que como en Rusia, podría revelarse como contraproducente. También en este continente, desde corrientes ecofeministas y matrízticas, se considera que el mundo dejó de ser un mundo habitable con el progresivo advenimiento de las sociedades patriarcales, para las cuales civilización o desarrollo son todo menos tramas convivenciales sobre cuidados, interrelaciones, co-rresponsabilidades, empatías emocionales y cuerpos que comparten sustentos, impulsos y gestos. Diferentes autores invocan el derecho a nuevas memorias fundamentadas en la Europa de entre 7.000 y 5.000 años a.c. en las que, según apuntan los restos arqueológicos, la vida no habría aún girado en torno a organizaciones sociales caracterizadas por una desigualdad en términos económicos o de status (ausencia de fortificaciones y de divisiones en campos de cultivos), sino por una cultura más compenetrada con la naturaleza y con la reproducción vital (figuras, generalmente mujeres, que representan la vida)16.
En favor de una democracia radical, hoy, se manifiestan redes en la órbita de los nuevos movimientos globales17. Gran parte de ellos se reconocen, incorporando valores y prácticas más «clásicas», en la tríada libertad, solidaridad y diversidad. De esta manera, no encontramos «un» modelo, sino la apelación a la creación de condiciones reales para que puedan iniciarse procesos democráticos «desde abajo». Tomo como ilustración una declaración del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) del 20 de enero de 1994:
«Nosotros pensamos que el cambio revolucionario en México no será producto de la acción en un solo sentido. Es decir, no será, en sentido estricto, una revolución armada o una revolución pacífica. Será, primordialmente, una revolución que resulte de la lucha en variados frentes sociales, con muchos métodos, bajo diferentes formas sociales, con grados diversos de compromiso y participación. Y su resultado será, no el de un partido, organización o alianza de organizaciones triunfante con su propuesta social específica, sino una suerte de espacio democrático de resolución de la confrontación entre diversas propuestas políticas. Este espacio democrático de resolución tendrá tres premisas fundamentales que son inseparables, ya, históricamente: la democracia para decidir la propuesta social dominante, la libertad para suscribir una u otra propuesta y la justicia a la que todas las propuestas deberán ceñirse»18.
Pero también contamos con las afirmaciones de otros espacios que han participado activamente en la construcción de los foros sociales mundiales, con todo su bagaje a favor de formas de cooperación y de diálogo desde la diversidad; y también con todos los obstáculos para ello, derivados del privilegio en ocasiones de los actores más visibles, con más acceso a recursos, más organizados formalmente o con mejores alianzas socialdemócratas. Días antes de la celebración del Foro Social Mundial de 2006 en Malí, diversas redes sociales se agrupan para lanzar el llamamiento de Bamako19, cuyo punto cuatro apela a la necesidad de reinventar y poner en práctica una democracia radical:
«Construir la base social a través de la democracia . Las políticas neoliberales quieren imponer un único método de socialización a través del mercado, cuyo impacto destructivo en la mayoría de los seres humanos ya está perfectamente demostrado. El mundo tiene que concebir la socialización como el principal producto de una democratización sin lagunas. En este contexto, en el que el mercado tiene su espacio, pero no todo el espacio, la economía y las finanzas deben ponerse al servicio de un programa social y no someterse unilateralmente a las necesidades de una aplicación incontrolada de iniciativas del capital dominante que favorece los intereses privados de una exigua minoría. La democracia radical que queremos promover vuelve a aplicar todos los derechos de la fuerza inventiva del imaginario de la innovación política. Su vida social radica en (la insoslayable) diversidad producida y reproducida, no en un consenso manipulado que termina con las eternas discusiones y la débil disidencia en los guetos.»
Al margen de testimonios y propuestas «de otros lugares», ¿dónde buscar aquí y ahora las nuevas referencias de democracia radical? Quizás se trate tan sólo de recordar «los comienzos». Me refiero a examinar de dónde surgen en última instancia las propuestas que luego se han convertido en bandera de emancipación de movimientos sociales, políticos o de cariz más cultural. Ello nos remite de nuevo a las actividades de cooperación social que luego han cristalizado en formas sociales más amplias. El movimiento obrero está plagado de esa incorporación de prácticas sociales que han surgido desde la cotidianeidad. La estructura organizativa de carácter libertario tiene su origen en este país en las estrategias de supervivencia (redes informales de apoyo) y en las formas posibles de coordinación (comunicaciones poco densas en el campo) que se estaban dando «desde abajo»20. Y el movimiento obrero británico se tejería alrededor de las estructuras que procuraban formas de vida entre la incipiente clase trabajadora, tales como las organizaciones de socorro mutuo, los cafés y ateneos de encuentro para el debate, las conmemoraciones y rituales alrededor de fechas señaladas21. A su vez, estas experiencias organizativas condicionaron los imaginarios y las formas de vida a través de la constitución de sindicatos, la difusión de ideologías y la promoción de acciones colectivas de protesta.
Así pues, repensar la política, el volver a comenzar o volver a insistir en ella, significaría repensar las formas básicas de sociabilidad. Más que mirar «hacia arriba» deberíamos explorar y practicar las apuestas de democracia radical «desde abajo». Sobre todo, en un periodo caracterizado por una creciente conquista por parte del capitalismo y de las élites tecnocráticas de nuestros territorios vitales y cotidianos: software y hardware se reproducen para recrear nuestras redes de comunicación, aumenta nuestra dependencia agrícola y alimentaria de un gran mercado mundial, los centros comerciales sustituyen a las plazas públicas como lugares de reunión, se «externalizan» o privatizan servicios sociales y culturales antes públicos, ser es hoy una variable corrientemente asociada a nuestra capacidad de consumo, la educación se convierte en un sistema de preparación de asalariados en condiciones de «flexibilidad» para el mercado, las tarjetas son nuestro pasaporte económico, los centros de marketing escrutan nuestros perfiles socio-económicos, el lenguaje «se adecúa» o «se esqueletiza» a ritmo de publicidad y mensajes telefónicos, etc.
No es de extrañar, dado este contexto, que las resistencias sociales tengan hoy un carácter biopolítico. Es decir, la máxima de que lo personal es lo político, deja de convertirse en horizonte de la voluntad para convertirse, en muchos casos, en el pan nuestro de cada día. Ejemplo de ello son la creciente «territorialización» de luchas sociales: la defensa del agua ante su privatización en países empobrecidos, determinadas plataformas ciudadanas frente a la especulación urbanística, redes informales de apoyo (cuidados, consumo, crianza, económico, bancos del tiempo), entre otras. Ello no supone anular la visión global de estas prácticas «personales», antes al contrario: muchas de sus propuestas se asientan en la problematización de la mundialización capitalista y en el planteamiento de alternativas globales (internacionalistas y desde múltiples dimensiones), como pueden ser la soberanía alimentaria, el derecho a unos cuidados básicos o la visión de los recursos naturales como un bien compartido.
Por todo ello, parecería sensato suponer que, desde el aquí y el ahora, la búsqueda de democracias radicales se realice pensando en cómo pueden florecer estos nuevos territorios biopolíticos que practiquen y reclamen una mayor soberanía y unos mayores cuidados con respecto a la satisfacción de necesidades básicas. Propongo también, hacer un esfuerzo para romper dicotomías clásicas de público/privado, político/cultural, protesta/socialización, sujetos/espacios, proceso/proyecto, subsistencia/expresión/afecto, instituciones/interacciones, sociedades/vida. Propongo un nombre: cultivos sociales. Los cultivos sociales serían redes que se orientan, explícita y fundamentalmente, a la generación de espacios y relaciones con los que satisfacer, lo más directamente posible, un conjunto de necesidades básicas. Los cultivos sociales son micro-sociedades, embriones de nuevas formas de vida, conjuntos de acción dirigidos a la satisfacción de necesidades básicas.
Estos nuevos embriones de vida social están ya presentes, y son el horizonte explícito o implícito de su quehacer22 de redes locales. Por ejemplo, aquellas que cuestionando las especulaciones urbanísticas, pasan a desarrollar un sentido de colectividad, imbricando la lucha por el territorio con cuestiones de sostenibilidad ambiental (ecologismo), de defensa de un hábitat básico para ciertos cuidados sociales (espoleada por movimientos de mujeres), de identidad y afecto con quienes se comparte el territorio (sentido de comunidad)23. Otro eje ilustrativo serían aquellas experiencias encuadrables en el nuevo cooperativismo agroecológico24. Son personas que se embarcan, a través de relaciones directas y horizontales, en la producción de verduras y hortalizas para consumo propio, cuestionando el control de nuestras necesidades de subsistencia por parte del mercado agroalimentario, cuyo último eslabón son las grandes superficies. Ellos mismos hablan de sí como de «islas de funcionalidad transgresora» frente a este entramado industrial, anclándose en prácticas de auto-gestión25. Más allá de nuestra frontera, y situándose en el desafío de la exclusión social, los suburbios franceses pueden ser un ejemplo de cultivos sociales que, periódicamente, emergen en nuestros televisores como «simples protestas» o «actos vandálicos», cuando en realidad son exponente, o consiguen afirmarse, en la constitución de nuevos lazos y lógicas sociales para la satisfacción de sus necesidades básicas. No es tan sólo una dinámica de enfrentamiento derivada de un abandono social. Las protestas forman parte del proceso de auto-afirmación de una comunidad plural y difusa que plantea otras formas de abordar cuestiones de inter-culturalidad, de re-creación de un poder local no co-optable por administraciones y subvenciones, de poner en marcha canales de protesta no fácilmente reapropiables o reprimibles, de visualización de problemáticas sociales, de constitución de sus propias economías de barrio y de redes de solidaridad informales, de deslegitimación de un estado que administra la legalidad en detrimento de sus posibilidades de expresión o de subsistencia, de conjugación incluso de un lenguaje propio que se hibrida en otras lenguas y contesta la gramática oficial (el llamado «verlan»)26. Muy posiblemente, como seguiré argumentando más tarde, estas redes de cultivos sociales puedan vincularse, en un contexto favorable, y constituir heramientas difundibles para la construcción de expresiones de democracia radical. Es decir, que sus experiencias de vida propongan y persuadan a un número creciente de población de la necesidad de recuperar, a pequeña y gran escala, formas de cooperación social (global) de matrices horizontalistas.
Trabajo y cultivos sociales
¿Dónde queda el papel del trabajo como motor de estos cultivos sociales? El trabajo sigue siendo una relación central para los individuos. Cobra incluso más importancia dado que la integración vertical en las sociedades tecnocráticas se realiza a través de una precariedad creciente en lo laboral, que se propaga por lo vital. Del reconocerse compartiendo y querer apoyarse, se pasa a la aclamación de las políticas del «sálvese quien pueda»: las «rebajas de impuestos para consumir más», las «políticas de más flexibilidad» como fórmula de no quedar excluido, aunque se llame empleo a una ocupación que no dé para vivir. Se acaba «deseando», «habituándose» o reclamando como «necesarias» la construcción de un mundo precario y suicida: la persuasión se sobrepone a la información y a la reflexión, incluso a la vivencia, rompiendo los «ánimos» de cooperación social.
La fortaleza del movimiento obrero como constructor de escenarios y propuestas de democracia radical en siglos pasados, se basaban en, por un lado, la posibilidad de hacer lecturas directas de la realidad material del mundo obrero. Las responsabilidades por las desigualdades materiales y políticas no podían refugiarse o legitimarse, como hoy en día, tras las «abiertas» juntas directivas, el capitalismo «popular» y financiero, las complejas arquitecturas internacionales, los boyantes paraísos fiscales, la connivencia con medios de comunicación de masas y las organizaciones de matriz «obrera».
Y, por otro lado, estas redes de trabajadoras y trabajadores tenían una enorme capacidad para construir lazos de resistencia social asentados sobre las propias condiciones de reproducción del capitalismo: la gran fábrica y los barrios obreros eran a su vez expresión de un conflicto y caldo de cultivo de una esfera social de la que se nutrirían las organizaciones de masas, las redes de apoyo (sindical o de supervivencia), o los ateneos culturales, por ejemplo27. El actual curso de la mundialización capitalista imposibilita dramáticamente, continuando rupturas anteriores, esta dinámica virtuosa de producción-hábitat-sociabilidad favorable a una resistencia, en concreto, frente a las empresas transnacionales. En primer lugar, el trabajo flexibilizado (precarizado, «desplazable» o con rotaciones temporales), el hogar al margen del trabajo (ciudades dormitorio, pueblos y barrios no atravesados por relaciones de clase) y las relaciones sociales mercantilizadas (urbanismo de la individualidad, masificación de los centros de consumo) actúan en contra de la creación de una crítica social compartida y actuante frente a, por ejemplo, las multinacionales. En segundo lugar, tras la II Guerra Mundial se iría apagando la capacidad de desafío de los grandes sindicatos en el llamado Norte. Despegaría el sindicalismo corporativista o de gestión, ligado principalmente a estos grandes sindicatos que, por un lado, contribuiría a afianzar el llamado Estado de bienestar en los países situados en el centro del Centro (Francia o Alemania), pero por otro lado, pasaría a perder su potencialidad reivindicativa para subsumirse progresivamente en acuerdos muy favorables a los intereses de las grandes empresas. Es el caso en nuestro país de los Pactos de la Moncloa tras la muerte de Franco o del apoyo al proyecto de la Unión Europea de los grandes sindicato. Así mismo, las grandes empresas desarrollan activamente estrategias contrarias al surgimiento de un sindicalismo crítico en su seno, ya hablemos de McDonald’s, Mercadona o de El Corte Inglés28.
Esto no significa excluir el ámbito laboral en la proliferación de cultivos sociales, posibles potenciadores de expresiones de democracia radical. Sucede que el trabajo no es hoy la unidad central de socialización (luego tampoco de análisis, según este enfoque), sino un nodo fuerte de la misma con respecto a la satisfacción de necesida° óbásicas, las cuales contemplan dimensiones afectivas, expresivas y de relación con la naturaleza al margen, aunque en estricta retroalimentación, de una subsistencia y reproducción material. Algunos fenómenos de protesta o de sindicalismo crítico nos muestran tres posibles caminos para esa resocialización radical. El primero tiene que ver con la extensión de nuestras miras de lo laboral a lo vital. El capitalismo, el patriarcado o el industrialismo no convivencial ahogan la vida y los vínculos que nos permiten reproducirla, aunque en cada conflicto se identifique una puerta de entrada a la cuestión de recuperar espacios horizontales de cooperación social. En cierta medida, esto no supone sino la recuperación de las bases socializadoras de aquellos rebeldes primitivos en torno a luchas obreras, de los que nos hablaran E. Thompson o Eric Hobsbawm. Jornadas como las semanas de luchas sociales o los denominados maydays han intentado, con mayor o menor fortuna, trasladar los registros de protesta desde la precariedad laboral hasta la precariedad vital, aquella que se extiende y se cimenta en una inseguridad constante en nuestros accesos a empleos estables, a una vivienda o a un ejercicio de derechos culturales. Ello conllevaría (re)tomar el camino de un sindicalismo social y global, que rechaza toda violencia social y cultural (guerras, patriarcado, racismos, autoritarismos, etc.) y que teje solidaridades entre los damnificados de la «fábrica mundial» (entre países del centro y la periferia, entre productores y consumidores, entre «sin papeles» y los ciudadanos «legalizados», etc.).
En segundo lugar, determinadas rebeldías sindicales, como por ejemplo las huelgas protagonizadas por los conductores de autobuses en Barcelona o el personal de limpieza del metro en Madrid, entre diciembre y marzo de 2008, han generado apoyos (mediáticos, en manifestaciones) desde círculos «antiglobalización». Se traslada así, al menos se comunica hacia círculos frecuentemente no sindicalizados, la necesidad y la posibilidad de auto-organizar luchas laborales a otros entornos crecientemente precarizados en nuestros entornos sociales, especialmente en sectores de servicios. Estos episodios podrían facilitar en el futuro que nuevos cultivos sociales, por ejemplo entornos vecinales o redes de apoyo informal (consumo, crianza), (re)incorporasen con fuerza la crítica laboral entre sus reflexiones y prácticas.
A su vez, como tercera vía, desde los cultivos sociales se podría revitalizar la generación de sinergias con el mundo laboral. La mercantilización de elementos claves y simbólicos en la satisfacción de nuestras necesidades básicas (agua, alimentos, salud, incluso el acceso a infraestructuras como el transporte) podría acrecentar la percepción del riesgo que supone no ocuparse de todo el entramado de relaciones productivas. Lo mismo podría aplicarse a la cuestión medioambiental.
La rebelión de las hamacas
¿Y cómo pasar desde estos cultivos sociales hacia esas expresiones más integradas, más coordinadas desde sus diversos horizontes, culturas políticas y situaciones cotidianas? «Desde abajo» se trata de construir. Pero el sólo abajo no basta. La democracia tecnocrática dispone de medios de conformación de opinión a gran escala que pueden facilitar una rápida (aunque puede que coyuntural) deslegitimación social, o una invisibilización de propuestas y protestas que cuestionen su finalidad o sus formas autoritarias. Y, como ha demostrado la historia, hay poco de cierto en afirmar universalmente que «cuanto peor, mejor». Ejemplos de ello sobran, y aquí en medio de una creciente precariedad laboral e hipotecaria se da ya testimonio de esta situación. Pero es cierto reconocer que hay coyunturas que pueden mostrarse más favorables que otras a la búsqueda de construcciones en la línea de la democracia radical. Ese contexto está fraguándose. Lo llamo la de-globalización forzosa. Con ello quiero señalar la entrada del actor Planeta Tierra en la escena política y económica: el mundo se calienta, sobrepasamos su capacidad de carga y ello nos dificulta vivir en él, sobre todo a generaciones venideras y a los más excluidos, que está por ver sus reacciones frente a los ricos; se acaba la civilización del petróleo, esa energía barata, fácilmente transportable y de alto rendimiento energético, y no hay un reemplazamiento a gran escala a la vista, según dicen los expertos29. El planeta siempre estuvo ahí, cierto. Lo que hay ahora es un reconocimiento que nos devuelve, en parte, la perdida conciencia de especie, impulsada sobre todo por los (neo-)liberales y por los adalides de un industrialismo insostenible y centralista (no convivencial). Este posible aumento de conciencia ha de competir, claro está, con una competitividad a gran escala en torno al control de recursos naturales. La voracidad por los combustibles fósiles aviva luchas intestinas e históricas en el seno de las potencias capitalistas, como evidencian los conflictos en Oriente Medio o en África (tras la «irrupción» de la «fábrica china» como destacada importadora mundial de recursos materiales y energéticos), o las retóricas imperialistas en torno a la «posesión» del Ártico y sus posibles yacimientos energéticos (que involucra a Canadá, Estados Unidos, Rusia, Noruega, Dinamarca e Islandia).
El mundo no puede seguir así. Quiero decir el mundo habitable para los mamíferos: hay hoy un 20% de los mismos en peligro de extinción, por tan sólo un 0,07% de insectos. La naturaleza seguirá su curso en cualquier escenario, con la salvedad de que habrá demostrado que, a mayor inteligencia y capacidades motrices, mayor prisa por ser presa de la estupidez. La de-globalización forzosa es, por tanto, «la apuesta» de la propia naturaleza por un desarrollo que tienda a cerrar circuitos (energéticos, sociales, políticos, económicos, etc.) a menor escala: de la mercantilización mundial «desde arriba» y por unas elites, a la creación de mundos interrelacionados que van construyendo desde abajo circuitos de producción (expresión, decisión) y satisfacción (construcción de medios, normas y espacios) de nuestras necesidades básicas.
Advertencia: la de-globalización forzosa tiene muchas salidas para la especie humana, al menos en el corto plazo. El crecimiento del hambre en los países periféricos y del pánico en las sociedades más industrializadas pueden dar lugar a toda clase de escenarios. En el Norte, la caída de mercados globales directamente relacionados con necesidades básicas materiales, y de dinero dispuesto a subvencionar el aplazamiento de conflictos sociales puede contribuir a un reforzamiento de la democracia tecnocrática hacia sus derivas autoritarias. El auge de una extrema derecha «anti-capitalista», de tintes «ecológicos», que propugna recuperar recuperar «soberanía» frente a la «globalización» a través de la promoción de valores «locales» o «familiares» está ya aquí, como ilustra el discurso de Democracia Nacional+++. Sucede que resucitar la cuestión «nacional» y la estigmatización de «los otros» no da para comer en el largo plazo, no en un mundo que se encamina a cerrar circuitos desde abajo. El mero de-crecimiento económico (en términos monetarios o de producción de bienes) puede efectuarse desde opciones centralistas y autoritarias. Sin embargo, tanto la adaptación a un mundo menos interconectado (caída de redes supra-locales de comunicación y transporte) como los aumentos de la eficiencia en el manejo de recursos naturales (incorporación de saberes locales), pasando por la redefinición de lo que significa «más soberanía» (confianza y legitimación social sobre criterios de satisfacción de necesidades básicas en su conjunto) precisan de sistemas altamente descentralizados.
Es desde este contexto de de-globalización forzosa, y desde una búsqueda real llevada a cabo desde numerosos lugares y visiones, desde los que me atrevo a decir que una propagación intensiva y extensiva de estos cultivos sociales, induciendo movilizaciones y contextos socio-políticos que lo amparen y legitimen, puede dar lugar a cambios sociales profundos, más próximos a formas convivenciales inspiradas en una democracia radical.
Estoy hablando de cultivos sociales que puedan aspirar a construir una rebelión sociovital desde la propagación y sedimentación de h.a.ma.c.a.s.: Herramientas de Acción Masiva para Cuidados desde la Auto-gestión Social. Pensar en términos de hamacas es creer en la posibilidad de cimentar hegemonías plurales y abiertas «desde abajo» y hacia una democracia radical, de redes poliédricas transformadoras de múltiples entradas en lo que se refiere a sujetos y conflictos. Una cimentación que considera como posible, sino un escenario de absoluta crisis global, sí la profusión de rupturas y discontinuidades en el ejercicio del poder «desde arriba» a la hora de gestionar y legitimar la mundialización capitalista y las estructuras autoritarias. La respuesta desde (nuevos) cultivos sociales podría ser un aumento de sus expresiones de entrelazamiento, a la vez que de cara a la ciudadanía aumenta la posibilidad de que paquetes de cultivos sean referencia para buscar nuevos satisfactores de necesidades básicas.
Pienso, por ejemplo, en la crisis social que sufrió Argentina a principios de este siglo y cómo la «ausencia de dinero oficial» animó a gestar respuestas entrelazadas en pueblos o barrios para salir de aquella situación: dinero bajo mayor control por parte de autoridades locales o sociales, sistemas de trueques, propuestas agroecológicas de producción, auto-gestión de fábricas y de sus redes de intercambio, comedores populares, etc. Estas herramientas estaban ya allí, ciertamente, aunque con una motivación menor para su uso por parte de los individuos, por razones culturales o derivadas de posibles sanciones o controles desde el poder. La crisis posibilitó y animó, al menos momentáneamente, a la extensión de «paquetes de cultivos sociales»30.
La otra África existe y se reafirma desde ella misma frente a la «globalización», como afirma Serge Latouche. Es un continente poblado de iniciativas comunitarias y de la práctica del dar, es también exponente de este conjunto de herramientas que, desde paradigmas modernizadores, han sido encuadrados bajo conceptos como «economía informal», «economía de subsistencia», «modos de producción ancestrales», etc. Es establecido así un descarte fundamental en beneficio de la (neo)colonización de la periferia, pues dichas redes obedecen a prácticas sociales «desde abajo» destinadas a interrelacionar, de forma eficiente y saludable, sociedad y satisfactores, medios económicos y fines sociales, por contraposición a los paradigmas de desarrollo que han impuesto las instituciones internacionales, para quienes la subordinación a la estructura económica y financiera global era sinónimo de «éxito».
¿Qué condiciones, al margen de una situación de crisis de-globalizadora, pueden facilitar esta difusión en masa de herramientas que apuntan a una democracia radical? Dar respuesta no es sinónimo, para una práctica social, de ser aceptada o poder ser comunicada. Menos aún constituirse en referentes legitimados para buena parte de la población. Ello es así, por razones culturales relacionadas con la coyuntura social (tal práctica se considera muy costosa moral o económicamente, o poco «moderna»), o porque no exista infraestructura para su implementación inmediata o su mantenimiento futuro (por ejemplo, un sistema de trueque que requiriese una red de ordenadores conectados entre sí). Lo que sí puede un conjunto de alternativas sociales es trabajar en la creación de condiciones para su reproducción. En primer lugar, trabajar en su cultivo previo, en su articulación como práctica del presente. El futuro no puede constreñirse ni en el verbo, ni en la proposición de herramientas cuyos medios no contienen ya sus fines: el descrédito histórico del socialismo o de la reivindicación de la participación desde lo institucional tiene sus razones, entre otras, en el sacrificio del hoy en aras de un mañana que, si llegó, no era el que se reclamaba ni el que se proclamaba.
En segundo lugar, una densidad social mayor (redes más entrelazadas en lo que se refiere a confianzas, traducciones, situaciones de acción o de contacto con la ciudadanía) se corresponderá con mayores probabilidades de difundir el mensaje, sus contenidos, las nuevas formas. En este sentido, la auto-afirmación de cultivos sociales puede dar lugar a corrientes y movimientos de protesta que sirvan tanto para deslegitimar la labor de las élites, como para tejer nuevas complicidades, dado que un aumento del control «desde abajo» supone una socavación del poder «desde arriba»31.
En tercer lugar, es más que importante el buscar oxígeno en las actuales circunstancias, llámense alianzas puntuales, utilización de redes públicas para el amparo de iniciativas o la consecución de huecos en espacios de referencia o de visibilización masivos, lo cual atañe a medios de comunicación, centros de enseñanza o municipalidades que se apuntan a una cobertura radical de necesidades básicas de la población. Oxígeno que permita caminar en este mundo, sin tener que modificar los pulmones y las piernas que le dan vida a uno. En definitiva, y como ocurre con cualquier otro proceso de movilización social, si hay porqués (conflictos) pero no hay cómos (propuestas, redes, mensajes) o no hay cuándos favorables (alianzas políticas, apelaciones históricas y culturales que resuenen en la ciudadanía) es más probable que el pánico y el hambre eludan apoyar alternativas «desde abajo».
Concluyendo: la rebelión de las hamacas es un escenario de cambios sociales rápidos y profundos que pueden tejerse en un marco de de-globalización forzosa, mediante la puesta en circulación de herramientas convivenciales (próximas, no monopolizables, de cuidados) para su uso inmediato y contextualizado por gran parte de la población. Las características de estas nuevas herramientas de democracia radical tienen que ver con su contenido: dirigidas a la satisfacción próxima, en el tiempo y en el espacio, de necesidades básicas, aupándose desde la horizontalidad y la cooperación social. Y también con la forma, necesaria en la medida en que no ha de imposibilitar contenidos que hablen de participación, sostenibilidad y justicia, más bien al contrario. Para ello, estas herramientas, exploradas por cultivos sociales, han de (tender a) ser: no monopolizables ni complejizables de manera que impidan su difusión y su manejo sencillo; multiformes, antes que programas cerrados, para atender a la diversidad de situaciones y permitir traducciones entre distintas subjetividades; que permitan y animen la incorporación de crítica y saberes sociales no reflejados por el mundo tecnocrático; sinérgicas en la satisfacción amplia de diferentes necesidades básicas; y facilitadoras de vínculos socio-emocionales, especialmente entre la ciudadanía excluida o descontenta, que puedan activar procesos «desde abajo» no contemplados previamente. De la experimentación de nuevas relaciones sociales a través de nuevos cultivos sociales se obtendrían nuevos saberes y nuevas condiciones para sostener procesos de democracia radical.
1Este trabajo recoge ideas y textos utilizados en anteriores artículos, los cuales se referenciarán posteriormente. Forma parte de los materiales de Rojo y Negro, publicados en abril de 2008.
2 Ver mi trabajo: Nuevos movimientos globales. ¿Hacia la radicalidad democrática?, Madrid, Editorial Popular, 2005.
3 Consultar para una introducción, «El Tratado de Lisboa o la errática deriva de la UE», por Gerardo Pisarello y Jaume Asens, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=58108
4 Ver «La flexiseguridad, la nueva zanahoria del neoliberalismo», de Susana Merino, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=62910
5Desarrollo reflexivo que, ante todo, surge de experiencias propias y, sobre todo, de otras personas, en la búsqueda de una libertad entendida en un contexto de vínculos, en el que el cuidado de los otros y del planeta se me presenta como horizontes necesarios para la supervivencia mental, emocional y biológica de mí y de quienes me rodean.
6 Las conversaciones de las personas en el mundo, como afirma el biólogo Humberto Maturana en el texto que comparte con Gerda Verden, Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo Humano, Santiago de Chile, JC Sáez Editor, 2003.
7Hábito, en cuanto que figura en nuestra memoria social; necesidad, en la medida en que la cooperación se da universalmente en todas las culturas como herramienta y como posibilidad de estar en el mundo; deseo, en tanto que motor que habita nuestros impulsos básicos, evidenciable en las actitudes para sentir empatía o en los estímulos que almacena nuestra memoria neurobiológica. Hábito-necesidad-deseo no forman una relación circular perfecta, sino que se sincroniza sobre la base de contextos y experiencias personales.
8 Para Max-Neef y otros autores (Desarrollo a Escala Humana: Conceptos, Aplicaciones y Reflexiones, Barcelona, Icaria, 1993), todas las culturas buscan construir diferentes satisfactores para nueve necesidades básicas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad. La naturaleza, considero, debe aparecer en tanto que nuestros intercambios de energía y materia son, a la vez, parte de cualquier cultura y necesidad básica de cualquier individuo.
9 Por ejemplo, la ola de privatizaciones de los 90 se realizó aun cuando la opinión pública seguía considerando mayoritariamente que el Estado era el satisfactor legítimo para gestionar áreas claves; ver referencias en mi trabajo Nuevos Movimientos Globales, obra citada.Otro tanto podría decirse de la insistencia en consolidar el marco jurídico y político de la Unión Europea más allá de reveses y desafecciones manifestadas en los rechazos al tratado constitucional o las bajas tasas de participación en los que contaron con el respaldo ciudadano. Es lo que Chomsky ha llamado el «consentimiento sin consentimiento», la auto-proclamación de legitimidad para llevar a cabo esos procesos aun cuando esas agendas no han formado parte de la discusión pública (comprendiendo la deliberación), o la ciudadanía se expresaba en dirección opuesta.
10 Para más referencias y una ilustración de esta puesta en marcha de una sociedad dócil, en el marco de campañas como los Objetivos del Desarrollo del Milenio, puede consultarse mi artículo sobre Poder Global, disponible en internet.
11 Referencias prácticas y bibliográficas se dan en Ángel Calle Collado, «La democracia (radical) a debate: los nuevos movimientos globales», IX Congreso de Sociología, Barcelona, 13-15 de septiembre, 2007 (disponible en www.iesa.csic.es/archivos/Comunicaciones/CALLE.pdf)
12 Ver documento en Internet en http://www.india-seminar.com/2001/506/506%20extract.htm
13 Para una ilustración de esta diversidad de matrices de la democracia participativa o radical, ver el libro coordinado por Boaventura Sousa Santos, Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2004.
14 Ver trabajo de Zibechi, Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales, Barcelona, Virus, 2007.
15 Theodor Shanin, El Marx tardío y la vía rusa. Marx y la periferia del capitalismo, Revolución, Madrid, 1990.
16 Son los trabajos de Maturana y Verden, obra citada, y de Casilda Rodrigáñez, El asalto al Hades. La rebelión de Edipo (1ª parte), Barcelona,Virus, 2007, a propósito de los restos arqueológicos documentados por Marija Gimbutas.
17 Ángel Calle Collado, Nuevos movimientos globales. ¿Hacia la radicalidad democrática?, Madrid, Editorial Popular, 2005.
18 En http://www.ezln.org/documentos/2003/200307-treceavaestela-f.es.htm
19 Firmado por Foro por otro Malí, Foro de las Tierras del Mundo, Foro Mundial de las Alternativas, ENDA,
ver http://www.rebelion.org/noticia.php?id=25934
20 Ver el trabajo de Chris Ealham (La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898-1937, Madrid, Alianza, 2006) para un relato del anarquismo en Barcelona, y Díaz del Moral (Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, Madrid, Alianza, 1973) para la permeabilidad de la Andalucía del siglo XIX a las ideas y prácticas anarquistas.
21 Ver E. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Editorial Crítica, 1986.
22 Los movimientos sociales, como los cultivos, evolucionan desde una praxis investigadora activa, es decir, desde un saber cómo que se retroalimenta a sí mismo, antes que desde un saber qué, un conocimiento formalizado según parámetros académicos o de las élites, el cual no siempre es necesario para avanzar en el reconocimiento de nuevas formas de vida; ver Ágnes Heller, Ágnes, Sociología de la vida cotidiana, Barcelona, Península, 1977.
23 Para una ilustración sobre resistencias territoriales, consultar Per una nova cultura del territori? Mobilitzacions i conflictes territorials, Barcelona, Icaria, 2007, trabajo realizado por Casademunt y otros.
24 Para un detalle de experiencias desde los propios protagonistas, consultar Los pies en la tierra, Reflexiones y experiencias hacia un movimiento agroecológico, Barcelona, Virus, 2006. Ver también Ángel Calle Collado, «El nuevo cooperativismo agroecológico en Andalucía», revista FACPE, n.2, Invierno 2008, disponible en www.facpe.org
25 López García, Daniel y López López, Jose Ángel, Con la comida no se juega. Alternativas autogestionadas a la globalización capitalista desde la agroecología y el consumo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003. pp. 76 y 91.
26 Ver el libro de Marc Hatzfeld, La cultura de los suburbios, Barcelona, Laertes, 2007.
27 Ver notas 20 y 21.
28 Consultar los números especiales de las revistas Libre Pensamiento, n. 51, primavera 2006, y Viento Sur, n. 80, mayo 2005
29 Un manual sencillo y exhaustivo en su documentación es el de Richard Heinberg, Se acabó la fiesta. Guerra y colapso económico en el umbral del fin de la era del petróleo, Huesca, Barrabes, 2006.
30 Otra cuestión es analizar las condiciones de sostenibilidad: el mantenimiento de los porqués, la implicación de clases más desfavorecidas, la posibilidad estructural y cultural de sostener determinadas prácticas, como referiré más adelante.
31 Movimientos sociales y cultivos se retroalimentarían bajo premisas de democracia radical, tal y como viene dándose en el espacio de los nuevos movimientos globales, en donde los sectores más «biopolíticos» en este país (como puedan ser las redes de okupación, el movimiento cristiano de base o el ecologismo político) han nutrido de discursos por otras formas de vida, a la vez que dichos discursos y los recursos movilizados generaban condiciones para las protestas «antiglobalización»; ver conclusiones finales en mi trabajo sobre Los Nuevos Movimientos Globales, obra citada.