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Transformaciones en el MERCOSUR: el nuevo bloque regional

Fuentes: Rebelión

La consolidación política de los gobiernos surgidos como alternativa al Consenso de Washington -Bachelet en Chile, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, más las reelecciones de Lula en Brasil y Chávez en Venezuela respectivamente- permite realizar una suerte de balance de su desempeño, a la vez que un análisis de sus perspectivas […]

La consolidación política de los gobiernos surgidos como alternativa al Consenso de Washington -Bachelet en Chile, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Ortega en Nicaragua, más las reelecciones de Lula en Brasil y Chávez en Venezuela respectivamente- permite realizar una suerte de balance de su desempeño, a la vez que un análisis de sus perspectivas a futuro. Ciertamente, el avance político de los proyectos alternativos se ha mostrado en estos meses como parte de un proceso cada vez más amplio y expansivo, y no como una mera primavera en medio de un territorio relativamente abandonado por el gobierno norteamericano. El proceso de construcción política necesario para la continuidad de los proyectos progresistas ha avanzado en casi toda la región, y aún ha llegado a rozar, a través de las polémicas elecciones generales en México, la propia frontera con el gigante del Norte.

Otro asunto consiste en determinar los logros reales de los últimos años en materia social y en lo que refiere a la distribución del ingreso. Lo cierto es que, en este sentido, los avances han sido muy desparejos en toda la región, y en todo caso, la herencia de los noventa se mantiene como una pesada mochila sobre los hombros de quienes se encargan de diseñar políticas económicas que aseguren al mismo tiempo el crecimiento económico y la equidad en la distribución del ingreso -algo fácil de enunciar, pero en verdad cada vez más difícil de realizar en las condiciones presentes-.

La fase que acaba de culminar con las reelecciones de Lula y Chávez estuvo más bien dirigida a litigar en una esfera pública aún dominada por los temas típicos de los años noventa. Piénsese por ejemplo en la tantas veces denunciada necesidad de afirmar la eficiencia económica a costa de la intervención del Estado, y, por lo tanto, de asegurar la prioridad para la asignación mercantil de recursos por sobre la decisión política -esto es, democrática- de invertirlos, así como en la deserción de la administración pública respecto de toda responsabilidad productiva, distributiva o social.

En esa esfera pública en crisis era necesario consolidar consensos en torno a las transformaciones sociales adecuadas al fin de morigerar el impacto del modelo de crecimiento hacia fuera de la década pasada, algo imposible si no se recuperaba al mismo tiempo la noción de la importancia del Estado como actor esencial en la distribución social del ingreso. Las nuevas agendas políticas de los gobiernos más importantes de la región contienen claras indicaciones en ese sentido, y buscan orientar el crecimiento macroeconómico hacia horizontes de mayor integración social respecto de los sectores más duramente castigados por el neoliberalismo predominante en esos años.

Una interesante hipótesis a desarrollar para la indagación en torno del diferente margen de maniobra de los gobiernos de la región estriba en la forma en que se produjeron los distintos naufragios en la tormenta final del neoliberalismo. En Argentina, por ejemplo, el derrumbe del consenso ideológico fue menos el resultado del avance de proyectos alternativos -ciertamente existentes- que el producto de la debacle a la vez económica, política y social de un modelo cuya base política de sustentación se hallaba en las clases medias urbanas. Esta propuesta analítica permite comparaciones que no por insidiosas dejan de ser útiles: en Chile, Uruguay y Brasil, la ausencia de dicho derrumbe económico global ha dificultado el repudio ideológico de la herencia neoliberal, y por lo tanto, ha forzado a los gobiernos respectivos a un camino de cornisa entre una preocupación excesiva por la estabilidad macro y la mirada de los organismos multilaterales de crédito, por una parte, y las promesas de avance en materia social, por el otro.

En algunos casos, como el de Argentina, sigue siendo preocupante la ausencia relativa de bases sociales políticamente orientadas como sustento material de los proyectos alternativos. Se trata de una carencia que bien puede explicarse por los «logros» sociales y políticos de las gestiones neoliberales -a saber, el aumento de la desocupación, la marginalidad, la pobreza y la indigencia- que han retrasado los tiempos de la recomposición del tejido social en las renacientes democracias. En todo caso, se registra una fuerte dependencia de las realizaciones «desde arriba» en la propia generación de sujetos sociales capaces de respaldar los proyectos «desde abajo».

A la vez, la variación de este factor permite comprender la relativa dificultad que las diferentes fórmulas y expresiones del progresismo latinoamericano han tenido para pasar de una mínima expresión política opositora a las obligaciones inherentes a una gestión consistente y diferenciada a la vez. Las excepciones a mencionar son dos: la muy activa participación del pueblo boliviano en la puesta en marcha de todas las medidas de su flamante gobierno, y la base popular con que llegó el PT, que sin embargo se ha erosionado a causa del discutible rumbo macroeconómico encarado por Lula durante su primer mandato.

Las cuestiones ya mencionadas son vitales, pues detrás de todos los sucesos antedichos gravita un proceso unitario: el regreso del Estado como actor protagónico en la consecución del equilibrio social de las naciones latinoamericanas. La recuperación política del Estado por parte de la democracia -contra los genocidas impunes, como contra los emporios del capital extranjero- es un requisito necesario de otro fenómeno más general, a saber: el retorno del Estado a la gestión macroeconómica. Aquí, la acumulación política de los últimos años ha tenido una traducción directa en la inversión del silogismo noventista: en vez de achicar el Estado para agrandar la nación, como sostenían ya los militares argentinos de la última dictadura, la gestión pública ha demostrado, contra el credo neoliberal predominante hasta hace muy poco tiempo, que el bienestar y los intereses colectivos están mejor garantizados por un gobierno más activo en la intervención económica. La política de nacionalizaciones de Evo Morales, así como los recientes anuncios del gobierno venezolano en ese sentido, permiten restablecer un sentido de lo colectivo esencial para que las direcciones políticas puedan recuperar las facultades e instrumentos necesarios para incidir, en un tiempo que no se mide desde la coyuntura, en la vida diaria de los pueblos americanos1.

Al mismo tiempo, en los últimos meses el MERCOSUR, recuperado de su anterior estado de languidez y asfixia, ha resurgido con nuevas fuerzas de las cenizas en que se hallaba. Impulsado tanto por el esfuerzo común de los gobiernos de Brasil y Argentina, como por el ingreso de Venezuela como miembro de pleno derecho, se ha revelado como una herramienta fundamental para la construcción de una alternativa viable y funcional contraria al Área de Libre Comercio propugnada por Washington.

Este fenómeno es, desde luego, indisociable de los anteriores: representa la vocación política de los diferentes gobiernos de la región en el sentido de avanzar hacia niveles de integración de mayor profundidad, y es la marca de inauguración de la fase que comienza. Aunque atravesado por duras contradicciones internas, debido a las asimetrías insalvables entre los países que lo integran -y, por ende, a los beneficios diferenciales que los diferentes miembros obtienen de su participación-, el nuevo MERCOSUR lo tiene todo para convertirse en un espacio con gran presencia regional, y hasta con una significativa proyección global. El MERCOSUR no sólo se ha revelado en pocos meses como el único de los espacios supranacionales existentes en Sudamérica que puede aglutinar con éxito a casi todos los países de la región. Más importante aún, entre sus miembros cuenta con países capaces de producir a gran escala alimentos, manufacturas y energía, tres de los bienes que más se demandan actualmente en los mercados internacionales, y que cuentan con mejores perspectivas en los años venideros.

La potencial importancia de este espacio se ha vuelto visible en la iniciativa del Banco del Sur, una alternativa de financiamiento para los países de la región, que estará en funciones a finales de este año. El Banco del Sur ha recibido el caluroso apoyo de países no socios, como Ecuador, e implica un gesto crucial para con los miembros menos beneficiados por la alianza regional. Su oferta de financiamiento, ciertamente, es aún restringida, pero apunta directamente a consolidar la política de nacionalizaciones que varios de los principales gobiernos han iniciado. Después de todo, «nacionalizar» las empresas que explotan los recursos energéticos de la región es un gesto más bien simbólico si los sucesores estatales de la gestión privada no cuentan con los recursos financieros necesarios para mantener los niveles de producción, explotación e inversión precedentes.

Dicho de otro modo, el Banco del Sur implica y es parte de un proyecto estratégico multinacional tendiente a contrarrestar el principal escollo que nuestra región enfrenta para viabilizar su desarrollo económico, es decir, la escasez relativa de capitales y la dificultad de movilizar los ahorros públicos en iniciativas productivas. El Banco, de este modo, es mucho más que un símbolo de unidad y fraternidad política: representa, al mismo tiempo, la condición misma para la aplicabilidad de las políticas económicas encaradas por los gobiernos surgidos de la catástrofe del neoliberalismo en América Latina. En ese sentido, paradójicamente, lejos de vulnerarla, el proyecto que impulsa al organismo es la garantía última del pleno ejercicio de la soberanía nacional en el plano de la política económica, y el lógico correlato de la expulsión de los organismos multilaterales de crédito, en especial del Fondo Monetario Internacional, por los principales Estados de la región.

En el pasado, la presión del Fondo Monetario servía a los países centrales como un medio para imponer itinerarios de política tanto interna como externa a cambio del recurso más escaso de la región, la inversión de capital. Esta presión económica venía a reemplazar al viejo actor militar, agotado como recurso tras el retorno y consolidación de las democracias en América Latina. En la medida en que los países de la región se propongan como meta una mayor cuota de autodeterminación, así como la posibilidad de elegir el camino de su desarrollo, necesitarán no sólo depender menos de la financiación de los centros de poder capitalista, sino también obtener fuentes financieras de relevo, políticamente menos costosas, que les permitan alcanzar las metas económicas acordes con sus objetivos sociales y políticos.

Por otra parte, el capital recibido no obligará necesariamente a pagos en divisas: el intercambio de conocimiento, tecnología y equipo entre las partes, como lo demuestra el caso testigo de la financiación de la empresa argentina Sancor por el gobierno de Venezuela, está perfectamente acreditado como posibilidad. De este modo, los países del Cono Sur han avanzado en una estrategia superadora, que devuelve un lugar central al problema del subdesarrollo de nuestras economías y a la fragmentación interna de nuestras sociedades. La alianza de nuestros países los hará más fuertes, no sólo en el plano de la política exterior, sino también en el plano de la política interna, conformando un solo bloque frente a las pretensiones del capital monopolista.

A casi doscientos años del inicio de la lucha por nuestra emancipación política, los americanos estamos recordando nuestro nombre, apropiado por nuestros señores, nuestra historia, pisoteada por los sucesivos imperios globales y -no lo olvidemos- por sus asociados locales, y luchamos nuevamente juntos, si bien con armas diferentes, por la libertad de nuestros pueblos, poniendo entre paréntesis las mezquinas divisiones del pasado. Durante la gira que realizó recientemente por Brasil, Uruguay, Colombia y Centroamérica, George W. Bush afirmó, en una frase digna de su cinismo, que los pueblos de América Latina estaban llamados a culminar la obra de Washington y Bolívar. Más allá de la dudosa ecuación entre ambas figuras, lo cierto es que los acontecimientos recientes y la nueva asociación entre nuestras naciones bien podrían ser vistos, en un futuro cercano, como las vísperas de un nuevo Ayacucho. Esa es la batalla que estamos llamados a librar.

1 Por otra parte, mientras más tiempo transcurre, más imposible parece reducir los fenómenos de transformación política y social al mero recambio de elencos gobernantes de filiación neoliberal por otros de inspiración progresista, de izquierda, o, aún, «socialista» -si es que este término guarda aún algún resabio de su viejo significado-. Tal vez sea el momento de repensar los acontecimientos políticamente visibles como la expresión de movimientos más amplios, pero menos visibles que aquellos propios de los espacios institucionales. Las experiencias latinoamericanas demuestran a las claras la importancia de aquellos interrogantes que amplían el espacio de la colectividad, desde los sujetos definidos meramente por su situación estructural, hacia grupos basados en clivajes muy distintos, propios de diversidades ya existentes, pero no siempre consideradas, al menos en el pasado, como políticamente prioritarias. Me refiero, entre otros, a los espacios militantes surgidos de la economía informal, la cuestión indígena, la cuestión agraria, etc. Al mismo tiempo, es poco operativo en la etapa que comienza continuar afirmando con brutal simpleza la «primacía de la política», en un prisma que reduce la misma a los tiempos de reproducción política de las plataformas gobernantes. Creo que este nuevo paradigma -que vino a reemplazar al aún más limitado prospecto de reducir toda forma de determinación social al impacto de las transformaciones económicas, típico de los años noventa- muestra una severa despreocupación por la dinámica del proceso social que vivimos actualmente. La opción alternativa -esto es, reconocer que no son los gobiernos los únicos actores en esta trama histórica- se opone de plano a la lectura que deriva, de la ya mencionada inorganicidad de muchas expresiones sociales, apenas visibles en la esfera pública, que éstas, ora no son políticamente significativas, o, peor aún, no existen. Aparece entonces en la memoria del analista el viejo mito de la vanguardia iluminada, identificada esta vez no con la dirección de un partido político revolucionario, sino con las figuras más carismáticas de las administraciones respectivas, y se oscurece de este modo no sólo la sencilla evidencia de que las mismas deben su propia existencia a elementos políticos y sociales nuevos, inexistentes hace menos de una década, sino sobre todo que su tarea no viene sino a continuar, si realmente es positiva, el enorme esfuerzo de contención y construcción política «subterránea» realizado por las diferentes organizaciones colectivas en el aparente desierto neoliberal de los años noventa.