«La crónica de estos últimos años y meses -escribía Carlo Ferdinando Russo a comienzos de 1946- no ha dejado de ofrecer, una tras otra, muchas de esas conversiones injuriosas, y no siempre por parte de hombres de baja estofa y de todo punto viles. Es mérito de Séneca haber dado expresión artística, o mejor dicho […]
«La crónica de estos últimos años y meses -escribía Carlo Ferdinando Russo a comienzos de 1946- no ha dejado de ofrecer, una tras otra, muchas de esas conversiones injuriosas, y no siempre por parte de hombres de baja estofa y de todo punto viles. Es mérito de Séneca haber dado expresión artística, o mejor dicho aún, literaria, a ese estado de ánimo». El alumno de Giorgio Pasquali, que por entonces contaba 24 años, escribía en el torbellino de las desapoderadas y repentinas conversiones al antifascismo de la Italia de 1945 y recurría al felicísimo término de «conversión injuriosa» para indicar esa mezcla de oportunismo, de resentimiento contra sí propio y contra el «tirano», y también de genuina reflexión, que dominó las consciencias de hombres no siempre «de baja estofa y viles», es decir, in primis, del estrato intelectual. Un estrato que reúne todas las condiciones necesarias para comprender más fríamente que otros y que lleva, ciertamente entre nosotros más que en otros países, un «guicciardinismo» //1// en el ADN, el cual, conjugado con la rápida inteligencia de los cambios, puede dar pie a resultados desconcertantes.
El texto de Russo era un comentario a la sátira contra el emperador Claudio recién fallecido atribuida a Séneca y conocida también con el sibilino título de Apocolocintosis, parodia de «apotheosis», en donde, en lugar del término indiciario «dios», se pone «calabaza» //2//, sinónimo de estúpido. Gran actualidad tenía en la Italia de 1945 aquella feroz burla de Séneca contra el difunto «tirano». Burla dimanante de las circunstancias en que la Apocolocintosis había sido escrita y de la carrera de quien la había escrito. El Séneca «filósofo» era hijo del Séneca «rétor» (pero también podría decirse «historiador»). El padre había escrito una historia de las guerras civiles romanas, una historia un tanto «republicanizante»: pero había preferido no publicarla. La publicó el hijo, que se había formado en aquellos sentimientos «de oposición» y se había acaso aprovechado de uno de esos paréntesis de tolerancia que de vez en cuando brillan también en el curso de un régimen autoritario. Calígula (37-41d.C.), al inicio de su reinado, había incluso consentido la circulación de las Historias de Cremucio Cordo, prohibidas bajo Tiberio por demasiado republicanas.
Pero pronto cambió todo, y con Claudio (41-54 d.C.) los espacios de tolerancia filosenatorial se restringieron rápidamente. En ciertos aspectos, como escribió Arnaldo Momigliano en su libro juvenil Opera dell’ imperatore Claudio (1931), Claudio reinstauraba el estilo de Augusto: «Aparente equilibrio entre las antiguas clases dominantes y el emperador». En suma, la «libertad» (del Senado) volvió rápidamente a ser peligrosa, y a Séneca, habitual de la corte pero tal vez demasiado libre en su conducta, le tocó el destierro, en Córcega, con el siempre oportuno pretexto del adulterio. Para hacerse perdonar, se humilló hasta exaltar a un liberto de nombre Polibio, muy protegido de Claudio. Es la malfamada Consolatio ad Polybium.
No sin la oportuna espera, Séneca fue «perdonado». (¿Cómo no acordarse de las súplicas al Duce desde el destierro?). Séneca regresó a la corte, protegido por Agripina, como preceptor de Nerón, el heredero designado por Claudio. Se adaptó. Claudio muere, probablemente envenenado, en el 54. Nerón, nuevo príncipe diecisieteañero, habla ante los soldados y ante el Senado y en los funerales solemnes de Claudio, que incluían también la apoteosis del mismo (como era ya habitual), y habla pronunciando tres discursos escritos todos por Séneca. Incluida la laudatio funebre, que resultó a tal punto exagerada, que suscitó vivas reacciones contrarias entre los circunstantes. Pero, por esos mismos días, Séneca -si la sátira es obra suya- pone en circulación la Apocolocintosis, en donde la apoteosis resulta hollada. En ella, la llegada de Claudio entre los dioses se resuelve en un desastre, y el neodiós acaba arrojado al Hades [el infierno], tras una dura filípica de Augusto en contra suya en el Senado celestial. Y en el Hades es condenado a repetir infinitas veces un gesto idiota.
No es, pues, por casualidad, que en 1944-48 se sucedieran una serie de ediciones y traducciones de la sátira, la más importante de las cuales, la de Russo. (Ahora acaba de ser retraducida al italiano, para la Editorial Salerno, por Luciano Paolicchi sobre la base de la edición Teubneriana de Renata Roncali.) «El espíritu antitiránico que alienta en toda la obrilla le aseguró un amplio interés en Italia tras la caída del fascismo», ha escrito Scevola Mariotti. Yo diría mucho más que «amplio interés». Fue como el espejo de una etapa humillante y atroz. Casi podría seguirse la historia de los intelectuales italianos en la primera mitad del siglo XX a través de las reacciones frente a este escrito y al conjunto de las vicisitudes de Séneca con Claudio.
En 1920, antes, pues, del «diluvio», Concetto Marchesi, en su memorable ensayo sobre Séneca, excluye que la inaudita laudatio funebre de Claudio pudiese haberla escrito Séneca, precisamente en paralelo a su composición de la «burla despiadada». La larga noche del fascismo, el juramento forzado de lealtad al régimen, el íntimo arrepentimiento de haberlo tenido que hacer y, tras el 25 de julio, la obligación de «lavar» aquella mancha aún estaban por venir. En 1931, en el momento en que el fascismo está en su punto culminante, próximo a su «decenio», Momigliano lee la Consolatio ad Polybium (la «súplica» de Séneca desde el destierro) como un sutil sarcasmo contra el tirano. En 1945-46, Russo escribe, no sin razón: «Resulta conmovedor el intento de la crítica moderna de justificar como sea la Consolatio ad Polybium«. Palabras deudoras de la experiencia -escribe el jovencísimo crítico- «de estos últimos años y meses», que habían visto a buena parte de la casta de los doctos y los «inteligentes» reinventarse a sí mismos y a sus propios actos, cuando no ocultarlos. Genuino arrepentimiento, tal vez, oportunismo, las más veces.
El tema de las «conversiones injuriosas» es inagotable, y retorna con cada cambio de régimen. Tras la definitiva caída de Bonaparte (y tras 25 años de revoluciones y restauraciones) pudieron prepararse en Francia Diccionarios de veletas y Diccionarios de los proteos modernos que se han convertido en clásicos. Cuando el fascismo triunfó, torrentes de intelectuales se apresuraron a afirmar que habían sido fascistas desde el comienzo, con la misma levitas con que, no bien cayó, afirmaron haber sido siempre cripto-antifascistas y haber cargado la adulación con sarcasmo.
No habría, empero, que olvidar que, cuando resultan cómodos, los arrepentidos que se pretenden opositores con valor retroactivo son mirados favorablemente. ¿Cuántos post-soviéticos que habían estado más que encumbrados en el período soviético -comenzando por Yeltsin- no se han convertido en enfants gâtés de los nuevos tiempos? ¿Y cuántos también de entre nosotros -y entre el aplauso general-no se las han prometido muy felices en lo venidero después de proclamar con candidez digna de mejor causa «no haber sido nunca comunistas»? Retocando unos pocos años después su introducción, Russo escribió jocosamente, tomando cierta distancia de sí mismo, que quería olvidarse de «los historiadores llorones». En cierto sentido, no le faltaba razón, pero el nuevo estado de ánimo era también el efecto del enfriamiento de las pasiones. Mas lo que en este asunto inagotable y destinado al cíclico retorno no se pierde de vista es la diferencia entre el intelectual adulto y calculador, pronto a la conversión cronométrica, y el joven que nace y madura cuando el régimen ya existe y al que resultará harto más difícil la salida, mientras el otro hace sabias piruetas.
NOTAS DE LA TRADUCTORA: //1// De Francisco Guicciardini (1483-1540), el gran escritor y político florentino, contemporáneo de Maquiavelo y proverbial por la naturaleza tornadiza de su vocación política. Sus importantes Memorias fueron excelentemente vertidas al castellano por Felipe González Vicén (Recuerdos de la vida política y civil, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1948). //2// Theos significa «dios» en griego, y kolokinthýs, «calabaza»; de manera que si «apotheosis» significa «divinización» (del emperador fallecido), «apocolocintosis» vendría a ser su «calabazización».
Luciano Canfora, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es un historiador marxista italiano y el más importante clasicista europeo vivo.
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench